Cuerpo a cuerpo entre Macron y Le Pen en una fábrica en huelga
La ultraderechista se presenta en una factoría de Amiens justo antes de la visita del centrista
Marc Bassets
Amiens, El País
A ella la recibieron con sonrisas y selfies. A él, con humo y abucheos. Ella irrumpió como la protectora de la gente de la calle ante las fuerzas ciegas de la globalización. Él, como el exbanquero y exministro que carga con la imagen de hombre de la élite, más cómodo en los pasillos del poder que en el barro de los suburbios industriales.
“¡Conmigo, la fábrica no cerrará!”, proclamó Marine Le Pen, candidata al Elíseo del viejo partido ultraderechista del Frente Nacional ante los obreros en huelga de la fábrica de Whirlpool en el norte del país . “El resurgimiento de Francia tomará un tiempo y será difícil”, matizó Emmanuel Macron, candidato del nuevo partido centrista En Marche!
En una jornada caótica, salpicada de sorpresas y giros inesperados, los dos candidatos que se disputarán el 7 de mayo la presidencia de Francia, Le Pen y Macron, coincidieron en el mismo lugar. Ambos, movilizados por el mismo conflicto. Una fábrica de secadoras en las afueras de una ciudad de provincias del norte del país se convirtió ayer en el campo de la batalla personal e ideológica que decidirá el futuro de Francia y quizá de Europa.
Algunos lo llaman, con ecos bélicos, la batalla de la Somme. En este departamento se encuentra Amiens, ciudad natal de Macron y sede de Whirlpool. La multinacional de electrodomésticos ha decidido trasladar su producción a Polonia, donde el coste de la mano de obra es más barato y las leyes laborales más laxas.
Es una factoría pequeña: 290 empleos en juego, más 100 temporales y un centenar más de la principal empresa proveedora. No importa el tamaño: Whirlpool es el nuevo símbolo de la angustia de millones de votantes ante los efectos del libre mercado europeo y de la apertura de las fronteras.
Era la primera salida de Macron de París, la primera incursión a la llamada Francia real, desde que el pasado domingo fue el candidato más votado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Le Pen quedó segunda. En menos de dos semanas se enfrentarán en la segunda vuelta.
Marine Le Pen, en frente de la fábrica de Whirpool
Marine Le Pen, en frente de la fábrica de Whirpool AFP
El candidato de En Marche! entraba por fin en campaña, después de 48 horas en las que pareció adormecido en los laureles de la victoria. En estos dos días, Le Pen había ocupado el escenario. Desplazamientos, entrevistas, declaraciones. Sobre todo, había definido los términos de la campaña: globalización, sí o no; Unión Europea y euro, sí o no; Francia, sí o no.
En su primer día de campaña verdadera de la segunda vuelta, Macron subió al norte industrial y minero, una de las regiones más golpeadas por la crisis y el cierre de fábricas. Uno de los feudos del Frente Nacional de Marine Le Pen. La primera parada era una reunión con los representantes sindicales de Whirlpool. No en la misma fábrica, que está huelga, sino en la sede de la Cámara de Comercio, en el centro de la ciudad.
El relato, a partir de aquí, se acelera. Durante la reunión, los sindicalistas ofrecen a Macron acercarse a la fábrica para hablar con los trabajadores en huelga. Unos minutos después, llega la noticia de que, por sorpresa y sin avisar, Le Pen ya se encuentra en estos momentos en la fábrica.
Golpe de efecto. Dribling electoral. Exhibición de cintura política de una mujer experimentada en combates como este, una maestra de la brocha gorda. Última pirueta de la heredera de la derecha más rancia de Francia, que hoy gira a la izquierda para seducir a los millones de votantes de Jean-Luc Mélenchon, el veterano exsocialista que, equidistante, se reserva el secreto sobre su voto el 7 de mayo.
Estupefacto y crispado, Macron comparece ante la prensa. “La señora Le Pen hace un uso político”, dice. “Ella fue al aparcamiento sin avisarnos. Gestiona su campaña como quiere”, corroba una sindicalista que se acaba de reunir con Macron. “De la misma manera que el señor Macron”, apunta otra sindicalista.
Una hora después, Le Pen ha abandonado el aparcamiento en la entrada de Whirpool.
Macron llega envuelto en un tumulto de periodistas. Hay piquetes y una hoguera en la entrada. En medio de la humareda varios obreros hacen sonar silbatos y corean: “¡Marine, presidenta!”. “Aquí por lo menos el 80% votamos a Le Pen”, dice David Gallo, 49 años, obrero en Whirlpool. Gallo, cerveza en mano, cuenta que hace un rato se ha hecho una foto con Le Pen. Como tantos otros. Y se queja de que, siendo nativo de Amiens, Macron no haya visitado la fábrica hasta ahora, a unos días de las elecciones. Dice que no le gusta esta Europa que permite cerrar una fábrica en Francia para llevarla a Polonia. “Esto es la mundialización”.
Es la Francia obrera, que se siente traicionada por los grandes partidos, abandonada por la izquierda y comprendida por el FN, la Francia que sigue viendo en Macron un representante de las élites que, en su opinión, han precipitado el declive.
Finalmente, tras media hora de forcejeos y nervios, Macron se embarca en una discusión —viva y tensa, pero siempre civil, democrática— con medio centenar de trabajadores. Juega en campo contrario, pero no se esconde.
“¡Usted será el presidente de los accionistas!”, le dice alguien. O: “¡Demagogo!”. Macron admite que no hay remedio para la deslocalización, que hay que negociar el día después, por la venta de la fábrica a otra firma, o la recolocación de los trabajadores.
“En mí”, les avisa, “no encontraréis el comportamiento clientelista que habéis visto con la señora Le Pen”, les dice. “El cierre de las fronteras es una promesa mentirosa”, añade.
Cuerpo a cuerpo. Con los trabajadores. Y con Le Pen. Dos maneras de responder al malaise, al malestar francés: con respuestas rotundas aunque de difícil cumplimiento, o programas cautos y matizados. El pressing catch contra la esgrima.
Ella ha marcado el territorio, el campo del debate, y él acepta el envite. Una jornada. Una pequeña fábrica en una pequeña ciudad de provincias que resume una campaña. Y un año en el que el soberanismo y el internacionalismo, las periferias industriales y las ciudades prósperas, el repliegue y la apertura, han colisionado. En Reino Unido, en Estados Unidos y ahora en Francia.
Marc Bassets
Amiens, El País
A ella la recibieron con sonrisas y selfies. A él, con humo y abucheos. Ella irrumpió como la protectora de la gente de la calle ante las fuerzas ciegas de la globalización. Él, como el exbanquero y exministro que carga con la imagen de hombre de la élite, más cómodo en los pasillos del poder que en el barro de los suburbios industriales.
“¡Conmigo, la fábrica no cerrará!”, proclamó Marine Le Pen, candidata al Elíseo del viejo partido ultraderechista del Frente Nacional ante los obreros en huelga de la fábrica de Whirlpool en el norte del país . “El resurgimiento de Francia tomará un tiempo y será difícil”, matizó Emmanuel Macron, candidato del nuevo partido centrista En Marche!
En una jornada caótica, salpicada de sorpresas y giros inesperados, los dos candidatos que se disputarán el 7 de mayo la presidencia de Francia, Le Pen y Macron, coincidieron en el mismo lugar. Ambos, movilizados por el mismo conflicto. Una fábrica de secadoras en las afueras de una ciudad de provincias del norte del país se convirtió ayer en el campo de la batalla personal e ideológica que decidirá el futuro de Francia y quizá de Europa.
Algunos lo llaman, con ecos bélicos, la batalla de la Somme. En este departamento se encuentra Amiens, ciudad natal de Macron y sede de Whirlpool. La multinacional de electrodomésticos ha decidido trasladar su producción a Polonia, donde el coste de la mano de obra es más barato y las leyes laborales más laxas.
Es una factoría pequeña: 290 empleos en juego, más 100 temporales y un centenar más de la principal empresa proveedora. No importa el tamaño: Whirlpool es el nuevo símbolo de la angustia de millones de votantes ante los efectos del libre mercado europeo y de la apertura de las fronteras.
Era la primera salida de Macron de París, la primera incursión a la llamada Francia real, desde que el pasado domingo fue el candidato más votado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Le Pen quedó segunda. En menos de dos semanas se enfrentarán en la segunda vuelta.
Marine Le Pen, en frente de la fábrica de Whirpool
Marine Le Pen, en frente de la fábrica de Whirpool AFP
El candidato de En Marche! entraba por fin en campaña, después de 48 horas en las que pareció adormecido en los laureles de la victoria. En estos dos días, Le Pen había ocupado el escenario. Desplazamientos, entrevistas, declaraciones. Sobre todo, había definido los términos de la campaña: globalización, sí o no; Unión Europea y euro, sí o no; Francia, sí o no.
En su primer día de campaña verdadera de la segunda vuelta, Macron subió al norte industrial y minero, una de las regiones más golpeadas por la crisis y el cierre de fábricas. Uno de los feudos del Frente Nacional de Marine Le Pen. La primera parada era una reunión con los representantes sindicales de Whirlpool. No en la misma fábrica, que está huelga, sino en la sede de la Cámara de Comercio, en el centro de la ciudad.
El relato, a partir de aquí, se acelera. Durante la reunión, los sindicalistas ofrecen a Macron acercarse a la fábrica para hablar con los trabajadores en huelga. Unos minutos después, llega la noticia de que, por sorpresa y sin avisar, Le Pen ya se encuentra en estos momentos en la fábrica.
Golpe de efecto. Dribling electoral. Exhibición de cintura política de una mujer experimentada en combates como este, una maestra de la brocha gorda. Última pirueta de la heredera de la derecha más rancia de Francia, que hoy gira a la izquierda para seducir a los millones de votantes de Jean-Luc Mélenchon, el veterano exsocialista que, equidistante, se reserva el secreto sobre su voto el 7 de mayo.
Estupefacto y crispado, Macron comparece ante la prensa. “La señora Le Pen hace un uso político”, dice. “Ella fue al aparcamiento sin avisarnos. Gestiona su campaña como quiere”, corroba una sindicalista que se acaba de reunir con Macron. “De la misma manera que el señor Macron”, apunta otra sindicalista.
Una hora después, Le Pen ha abandonado el aparcamiento en la entrada de Whirpool.
Macron llega envuelto en un tumulto de periodistas. Hay piquetes y una hoguera en la entrada. En medio de la humareda varios obreros hacen sonar silbatos y corean: “¡Marine, presidenta!”. “Aquí por lo menos el 80% votamos a Le Pen”, dice David Gallo, 49 años, obrero en Whirlpool. Gallo, cerveza en mano, cuenta que hace un rato se ha hecho una foto con Le Pen. Como tantos otros. Y se queja de que, siendo nativo de Amiens, Macron no haya visitado la fábrica hasta ahora, a unos días de las elecciones. Dice que no le gusta esta Europa que permite cerrar una fábrica en Francia para llevarla a Polonia. “Esto es la mundialización”.
Es la Francia obrera, que se siente traicionada por los grandes partidos, abandonada por la izquierda y comprendida por el FN, la Francia que sigue viendo en Macron un representante de las élites que, en su opinión, han precipitado el declive.
Finalmente, tras media hora de forcejeos y nervios, Macron se embarca en una discusión —viva y tensa, pero siempre civil, democrática— con medio centenar de trabajadores. Juega en campo contrario, pero no se esconde.
“¡Usted será el presidente de los accionistas!”, le dice alguien. O: “¡Demagogo!”. Macron admite que no hay remedio para la deslocalización, que hay que negociar el día después, por la venta de la fábrica a otra firma, o la recolocación de los trabajadores.
“En mí”, les avisa, “no encontraréis el comportamiento clientelista que habéis visto con la señora Le Pen”, les dice. “El cierre de las fronteras es una promesa mentirosa”, añade.
Cuerpo a cuerpo. Con los trabajadores. Y con Le Pen. Dos maneras de responder al malaise, al malestar francés: con respuestas rotundas aunque de difícil cumplimiento, o programas cautos y matizados. El pressing catch contra la esgrima.
Ella ha marcado el territorio, el campo del debate, y él acepta el envite. Una jornada. Una pequeña fábrica en una pequeña ciudad de provincias que resume una campaña. Y un año en el que el soberanismo y el internacionalismo, las periferias industriales y las ciudades prósperas, el repliegue y la apertura, han colisionado. En Reino Unido, en Estados Unidos y ahora en Francia.