ANÁLISIS / El Asad conquista Alepo pero puede perder una Siria unida
Lejos de haber ganado la guerra, el presidente queda bajo la tutela de Rusia e Irán, al frente de un país que se encamina hacia la partición
Juan Carlos Sanz
Jerusalén, El País
Hace apenas 15 meses, los analistas de Estado Mayor del Ejército de Israel daban por perdida la guerra para Bachar el Asad. Como mucho le auguraban un oscuro futuro al frente de un Alauistán, o tierra de los alauíes, la rama del islam a la que pertenecen la mayoría de los mandos políticos y militares del régimen, en la franja costera. Pero la intervención de Rusia en defensa de su única base en el Mediterráneo, precisamente en la Latakia natal de la familia El Asad, dio un vuelco al conflicto, que ahora se ha consumado con la mayor victoria gubernamental ante los rebeldes de Alepo.
Occidente, y también Israel y los aliados suníes de los insurgentes, asistieron mudos al despliegue ruso, considerando tal vez que el Kremlin se limitaba a defender sus intereses geoestratégicos sin pretender implicarse en la guerra civil. El reequilibrio de fuerzas mostró, aparentemente entonces, el camino hacia una salida negociada al conflicto. Ni la oposición estaba en condiciones de expulsar del poder a El Asad por la fuerza de las armas, ni el régimen parecía capaz de arrebatar a los rebeldes —y mucho menos al Estado Islámico, con el que apenas se ha enfrentado— los amplios territorios que controlaban.
Los aliados de ambos contendientes así lo entendieron el pasado otoño al crear el llamado Grupo de Apoyo a Siria, encabezado por Washington y Moscú. El Consejo de Seguridad de la ONU se limitó a ratificar hace un año la voluntad de los grandes y el proceso de negociaciones entre los contendientes pudo arrancar en marzo en Ginebra.
Pero los bombardeos de la aviación del régimen y de su aliado ruso hicieron saltar por los aires el alto el fuego en el que se amparaba el diálogo, en una estrategia que culminó en julio con el asedio a los rebeldes de Alepo. En este último episodio del conflicto de Siria —lo más parecido a una guerra mundial que podamos observar en los tiempos actuales— Washington ha asistido como espectador durante cinco meses a la tragedia que han vivido los alepinos bajo las bombas mientras Rusia e Irán actuaban como protagonistas. La tregua acordada en septiembre por las dos grandes potencias resultó una farsa.
La caída del Alepo rebelde se ha escenificado durante la transición en el poder en EE UU entre la presidencia de Barack Obama, que apoyó con reservas a algunos insurgentes, y la de Donald Trump, que ya ha anunciado que se va a concentrar en la acción militar contra el ISIS y no oculta sus simpatías hacia Vladímir Putin. La cercana provincia de Idlib será el previsible escenario de la próxima batalla, como apunta el profesor estadounidense Joshua Landis. “Se trata de un bastión de Al Qaeda y del salafismo y Occidente no va apoyarles ahora”, subraya este experto en la Siria contemporánea.
Turquía, que ha intervenido en los últimos meses en el interior del territorio sirio, se ha ocupado de garantizar las líneas de suministro a los rebeldes para evitar que sufran un nuevo cerco como el de Alepo. Pero Ankara teme sobre todo el nacimiento de una entidad kurda en el norte de Siria, a lo largo de su frontera común, bajo el control de unas milicias que se han mostrado activas contra el Estado Islámico y han recibido respaldo militar de EE UU.
El régimen culmina en Alepo la estrategia para dominar la llamada “Siria útil”: la capital, la costa y los corredores que enlazan las grandes ciudades en su poder. El espacio donde se concentra la riqueza del país y la mayor parte la población. Está por ver si cumple su promesa de reconquistar todo el territorio o si, como ocurrió en Irak, acepta una partición de hecho con kurdos y suníes. Pero de lo que no parece caber duda es que, tras haberle brindado su mayor triunfo, el régimen está en deuda con sus dos grandes padrinos de Moscú y Teherán.
Juan Carlos Sanz
Jerusalén, El País
Hace apenas 15 meses, los analistas de Estado Mayor del Ejército de Israel daban por perdida la guerra para Bachar el Asad. Como mucho le auguraban un oscuro futuro al frente de un Alauistán, o tierra de los alauíes, la rama del islam a la que pertenecen la mayoría de los mandos políticos y militares del régimen, en la franja costera. Pero la intervención de Rusia en defensa de su única base en el Mediterráneo, precisamente en la Latakia natal de la familia El Asad, dio un vuelco al conflicto, que ahora se ha consumado con la mayor victoria gubernamental ante los rebeldes de Alepo.
Occidente, y también Israel y los aliados suníes de los insurgentes, asistieron mudos al despliegue ruso, considerando tal vez que el Kremlin se limitaba a defender sus intereses geoestratégicos sin pretender implicarse en la guerra civil. El reequilibrio de fuerzas mostró, aparentemente entonces, el camino hacia una salida negociada al conflicto. Ni la oposición estaba en condiciones de expulsar del poder a El Asad por la fuerza de las armas, ni el régimen parecía capaz de arrebatar a los rebeldes —y mucho menos al Estado Islámico, con el que apenas se ha enfrentado— los amplios territorios que controlaban.
Los aliados de ambos contendientes así lo entendieron el pasado otoño al crear el llamado Grupo de Apoyo a Siria, encabezado por Washington y Moscú. El Consejo de Seguridad de la ONU se limitó a ratificar hace un año la voluntad de los grandes y el proceso de negociaciones entre los contendientes pudo arrancar en marzo en Ginebra.
Pero los bombardeos de la aviación del régimen y de su aliado ruso hicieron saltar por los aires el alto el fuego en el que se amparaba el diálogo, en una estrategia que culminó en julio con el asedio a los rebeldes de Alepo. En este último episodio del conflicto de Siria —lo más parecido a una guerra mundial que podamos observar en los tiempos actuales— Washington ha asistido como espectador durante cinco meses a la tragedia que han vivido los alepinos bajo las bombas mientras Rusia e Irán actuaban como protagonistas. La tregua acordada en septiembre por las dos grandes potencias resultó una farsa.
La caída del Alepo rebelde se ha escenificado durante la transición en el poder en EE UU entre la presidencia de Barack Obama, que apoyó con reservas a algunos insurgentes, y la de Donald Trump, que ya ha anunciado que se va a concentrar en la acción militar contra el ISIS y no oculta sus simpatías hacia Vladímir Putin. La cercana provincia de Idlib será el previsible escenario de la próxima batalla, como apunta el profesor estadounidense Joshua Landis. “Se trata de un bastión de Al Qaeda y del salafismo y Occidente no va apoyarles ahora”, subraya este experto en la Siria contemporánea.
Turquía, que ha intervenido en los últimos meses en el interior del territorio sirio, se ha ocupado de garantizar las líneas de suministro a los rebeldes para evitar que sufran un nuevo cerco como el de Alepo. Pero Ankara teme sobre todo el nacimiento de una entidad kurda en el norte de Siria, a lo largo de su frontera común, bajo el control de unas milicias que se han mostrado activas contra el Estado Islámico y han recibido respaldo militar de EE UU.
El régimen culmina en Alepo la estrategia para dominar la llamada “Siria útil”: la capital, la costa y los corredores que enlazan las grandes ciudades en su poder. El espacio donde se concentra la riqueza del país y la mayor parte la población. Está por ver si cumple su promesa de reconquistar todo el territorio o si, como ocurrió en Irak, acepta una partición de hecho con kurdos y suníes. Pero de lo que no parece caber duda es que, tras haberle brindado su mayor triunfo, el régimen está en deuda con sus dos grandes padrinos de Moscú y Teherán.