Por qué ya no duermes como cuando tenías 20 años

Dormimos menos horas y nos despertamos más a menudo. Pero no pasa nada: lo único que ocurre es que nos hacemos viejos


Jaime Rubio Hancock
El País
A medida que nos hacemos mayores nos parece que ya no dormimos como cuando éramos veinteañeros. “No es solo una impresión -explica a Verne Ana Adan, doctora en Psicobiología de la Universidad de Barcelona-. Forma parte de la evolución del ciclo vital y del envejecimiento del organismo. Dormimos menos y peor”. Pero tampoco deberíamos preocuparnos. O no mucho.


¿Recuerdas cuando dormíamos hasta la hora de comer?

El sueño va cambiando a lo largo de nuestras vidas. De bebés tenemos un “sueño polifásico”. Es decir, durante las primeras semanas de vida dormimos 16 o 17 horas diarias, pero no más de cuatro o cinco seguidas. Además y como recuerda David K. Randall en su libro Dreamland: Adventures in the Strange Science of Sleep, los bebés no prestan ninguna atención al ambiente: son capaces de dormir con luz y con ruido.

A partir de los cuatro meses y a medida que el sistema nervioso madura, el sueño pasa a ser monofásico y nocturno, explica Adan. Es decir, dormimos principalmente de noche y de un tirón.

De adolescentes seguimos necesitando más horas de sueño que de adultos, pero además de eso, se da “un desfase: nos hacemos más vespertinos”. Es decir, nos entra sueño más tarde. Como recuerda la revista Time, un adolescente tiene problemas para dormirse antes de las 11 de la noche y para despertarse antes de las ocho de la mañana. De hecho, algunos institutos estadounidenses están probando a retrasar la hora de entrada, lo que se está traduciendo en mejores resultados académicos. Eso sí, las clases en este país pueden comenzar a las siete y media de la mañana.

A medida que dejamos atrás la adolescencia y la juventud, nuestro sueño cambia una vez más: no solo dormimos menos, sino que también nos hacemos cada vez más matutinos. Es decir, nos entra sueño antes, como sabrá cualquier treintañero cuando llega el viernes por la noche. Eso, unido a que necesitamos menos horas de sueño, hace que nos levantemos antes.

Pero el cambio que más notamos, según explica The New York Times, es que nos despertamos más a menudo durante la noche. De jóvenes dormimos el 95% de la noche: por lo general, conciliamos el sueño y aguantamos así hasta el día siguiente. Para cuando llegamos a los 60 años, el porcentaje ya ha bajado al 85%.

“El umbral del sueño disminuye”, explica Adán. Pasamos menos tiempo en la fase REM y más en otras fases más ligeras, por lo que nos molestan más los ruidos. Además, nos puede llegar a costar más volver a coger el sueño, por lo que hay que tener cuidado con encender las luces, por ejemplo, “ya que enviaríamos señales al cerebro de que se está haciendo de día”.

¿Hay algo que pueda hacer?

Dormir menos y peor a medida que nos hacemos mayores no es problemático, siempre que despertemos descansados y que no haya otras dolencias, como apnea, dolor crónico, problemas urinarios o el síndrome de piernas inquietas. Además y aunque hay mucha variabilidad y pueden llegar antes, la mayoría de síntomas no se presentan hasta los 50 años.

Pero hay que cuidar nuestros hábitos de sueño: “Las diferencias en la calidad del sueño y en la capacidad de dormir bien o de forma estructurada son gran parte de la base de un envejecimiento exitoso”, explica Adan, que apunta que incluso podría incidir en las posibilidades de llegar a centenarios.

La doctora recomienda una “higiene del sueño correcta, como mantener unos horarios regulares, no cenar muy cerca de la hora de dormir, y avanzar la hora de despertarnos”, aunque "no hace falta llegar al nivel “de estos ejecutivos que se despiertan a las cuatro de la mañana.

Sí es recomendable sincronizarnos lo más que podamos con el ciclo de luz y oscuridad”. Esto sería más fácil si estuviéramos en el meridiano que nos corresponde, pero para Adan la variación no es sustancial: “Es como el jet lag, nos empieza a afectar a partir de las tres horas. El efecto de una hora es inapreciable”.

Lo mismo ocurre con el cambio de hora: sí que puede ser más complicado para "poblaciones especiales, es decir, niños y ancianos”, pero por lo general y siendo solo una, nos acostumbramos rápido. Sobre todo en el cambio de hora de otoño, que nos ha permitido dormir más y en el que la hora de despertar se ha acercado a la hora de la salida del sol.

Pero, claro, lo que ganamos por un lado lo perdemos por otro: no solo anochece antes sino que la llegada del invierno hace que tengamos menos horas de luz, lo que puede afectar a nuestro estado de ánimo. Para contrarrestarlo, Adan recomienza “aprovechar la luz de la mañana y hacer ejercicio, lo que puede ser simplemente andar durante media hora”.

No hay que obsesionarse con las horas

No vamos a recuperar la forma de dormir propia de la adolescencia y la primera juventud. No solo porque no podamos, sino también porque no lo necesitamos. Pero no hay que obsesionarse. Ni siquiera con el número de horas, “que ya no aparecen en la definición médica de sueño. Ahora solo se habla de dormir lo suficiente para recuperarnos, encontrarnos bien y funcionar bien”.

Hay un umbral mínimo, “tres o cuatro horas, por debajo del cual no se ha podido dormir bien, teniendo en cuenta las diferentes fases del sueño. Pero al margen de eso hay muchas diferencias individuales”. Un deportista de élite puede necesitar 10 u 11 horas, mientras que alguien con una vida más sedentaria puede tener suficiente con 7.

Y si se puede, siesta: “La siesta es magnífica” afirma Adan, que también matiza: “Para el que duerme bien”. Según cuenta, “si no tenemos trastornos del sueño y nos lo podemos permitir, es muy bueno dormir una siesta corta, de diez o veinte minutos”. Dormir más haría que nos levantáramos cansados. Eso sí, si tenemos insomnio o nos cuesta dormir por la noche, es mejor aguantar sin dormir por la tarde, para llegar a la noche con más sueño.

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