El torbellino que ha cambiado la política estadounidense

La soledad de Donald Trump en la campaña, sin apoyos en su formación, contrasta con el respaldo que le otorgan las bases

Amanda Mars
Manchester (New Hampshire), El País
La campaña de Donald Trump no comenzó en verano de 2015, cuando anunció su candidatura y asombró a medio mundo prometiendo un muro en la frontera con México para evitar la entrada de “violadores”. Entonces, Trump solo se hizo viral internacionalmente. El trumpismo, en Estados Unidos, nació mucho antes, y fue en la televisión, en un concurso de talento El Aprendiz, donde el empresario ejerció durante 14 temporadas el papel de ogro. Era el tipo duro, el que disparaba la audiencia cuanto más agresivo resultaba. “¡Estás despedido!”, se convirtió en su coletilla.


Mucho antes de estas presidenciales, de que las barrabasadas de Trump se convirtieran en noticia permanente, millones de americanos que seguían el programa ya estaban seducidos por ese famoso empresario neoyorquino con fama que de decir -sin anestesia- lo que nadie más se atrevía. Las redes sociales conservan incontables fragmentos del programa en el que no es difícil reconocer al candidato presidencial, el del hombre fuerte y franco, duro pero justo, el jefe de batallón en el que uno querría servir si las cosas se ponen feas.

Así que Trump llegó a la carrera electoral con la popularidad ya ganada. Rico constructor metido en política, adicto a la televisión y con fama de campechano, de hombre llano pese a tenerlo todo. Fotografiado con frecuencia con bellezas de Miss Universo, concurso del que tuvo los derechos. En España, sería fácil acordarse de la imagen del empresario Jesús Gil y Gil, ante las cámaras, en un jacuzzi, rodeado de modelos.

Entró en la carrera presidencial como un huracán. A lo largo de este año y medio, ha sacudido los cimientos del Partido Republicano, con simpatías inauditas hacia el líder ruso, Vladímir Putin, su giro proteccionista en comercio o su enfrentamiento con la familia de un militar musulmán muerto en combate. Causó estupor al insultar a los inmigrantes irregulares o jactarse de no pagar impuestos. De todo salió –según mostraban los sondeos- más o menos indemne. “Yo podría disparar a alguien en la Quinta Avenida y no perdería ni un voto”, se jactó en enero. Y después arrasó en las primarias republicanas ante una decena de rivales.

Nadie, ni su partido ni sus allegados, lo han logrado domesticar en toda la campaña. The New York Times publicó este domingo que los asistentes le han cortado el acceso directo a Twitter, una fuente de problemas durante todo este tiempo, ya que publicaba mensajes sin filtro previo en los que lanzó insultos y llegó a enfrentarse directamente a figuras importantes de de su partido.

Hay un momento de ruptura. Su punto más bajo llegó al presumir –en un vídeo de 2005, aparecido en octubre- de manosear a las mujeres sin su consentimiento. Luego remontó en las encuestas, pero el espíritu de Trump no ha vuelto a ser el mismo, está más serio, menos triunfalista. Sí mantuvo el tono faltón e insurgente -llamó “asquerosa” a Hillary Clinton en un debate y puso en duda si aceptaría el resultado electoral en caso de perder esta noche-, pero en los últimos días se ha ceñido al guion de su discurso, casi inmutable ciudad por ciudad, y no ha dado ninguno de sus titulares sonados. Algunos analistas dicen que está preocupado, ansioso, al tipo que puso de moda el “Estás despedido” le costaría digerir una derrota.

El episodio del vídeo machista lo separó ya definitivamente de su partido y la recta final de la campaña se ha caracterizado por su soledad. Ninguna figura importante de su partido le apoya, pero tiene al público conservador. En los mítines, es adorado.

Ha sido tan abrumador en protagonismo de Trump en esta campaña, que las elecciones se han convertido en una suerte de plebiscito del personaje y su modelo. Se ha analizado poco si Clinton es o no la presidenta que Estados Unidos necesita, la cuestión es él: Trump sí, Trump no. La batalla de la audiencia ya está ganada.

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