Tres anfetas y a invadir Polonia

Norman Ohler, autor de 'El gran delirio, Hitler, drogas y el III Reich', afirma que la metanfetamina fue clave en la guerra relámpago alemana

Jacinto Antón
Madrid, El País
El gran delirio. Hitler, drogas y el III Reich, de Norman Ohler, (Crítica) es de esos libros que te hace ver las cosas de otra manera. Siempre habíamos pensado que la gran guerra colocada había sido Vietnam, como mostró Coppola, pero ahora, el joven autor alemán deja bien claro que para viaje, el de la II Guerra Mundial.


“En realidad todo el III Reich fue un mal viaje de drogas, con su subidón y la consiguiente bajada”, señala Ohler (Zweibrücken, 1970), que por su aspecto parece más un habitual del Sónar que un investigador de la Historia. El escritor habla con esa característica mezcla de lenguajes que hace tan inusual y ameno su libro y que combina la historiografía con un regusto pop. Entre las muchísimas cosas sorprendentes de El gran delirio está la afirmación de que la metanfetamina Pervitin (similar al cristal), suministrada a espuertas a las fuerzas armadas alemanas, fue decisiva en la Blitzkrieg, la guerra relámpago. No es una boutade, como no lo es, pese a su estilo (con hallazgos como “High Hitler”), nada de lo que escribe Ohler, al que ha alabado gente tan respetable como Ian Kershaw, el gran biógrafo de Hitler. Y eso pese a que Ohler, según explica, le afeó que pasara por alto el papel del doctor Morell, el médico personal del Führer...

“Lo de que la Blitzkrieg fuera un colocón”, continúa, “no es tan sorprendente. Todos los ejércitos han usado y usan drogas para estimular a sus combatientes, quitarles el miedo y el cansancio y conseguir más rendimiento, pero la Wehrmacht, que había solicitado a los laboratorios 35 millones de pastillas, fue la primera fuerza armada del mundo que empleó una droga química de manera tan generalizada. Empezaba una nueva forma de hacer la guerra”.

El uso masivo de Pervitin en las divisiones acorazadas, recalca, permitió que se movieran a fulgurante velocidad. “No eran las Tempestades de acero de Jünger en la I Guerra Mundial sino verdaderas tormentas químicas que aumentaban al máximo el nivel de actividad de los soldados”, dice. Aporta muchísimos testimonios. Un informe oficial de la Wehrmacht sobre el efecto en los tanquistas drogados describió: “Todos frescos y despabilados. Máxima disciplina. Leve euforia y gran dinamismo. Ánimos levantados, mucha excitación. Visión doble y cromática tras la toma de la cuarta pastilla”.

Ohler retrata cómo los motoristas del ejército con las dosis recorrían el frente “como Easy riders teutones cargados con las drogas de los laboratorios alemanes”. Incluso un texto firmado por el comandante en jefe Von Brauchitsch establecía la dosis: una pastilla de Pervitin al día y dos por la noche. Vamos, tres anfetas, y a invadir Polonia.

“Descarga tras descarga, la meta se encendía en los cerebros, los neurotransmisores arremetían como proyectiles, retumbaban en las hendiduras sinápticas, reventaban y derramaban su cargamento explosivo: las vías nerviosas se convulsionaban, los huecos neuronales se encendían, solo se oían silbidos y zumbidos”. Parece un fragmento de Neuromante, de William Gibson, pero es la descripción de Ohler de un ataque de bombarderos en picado con los pilotos en pleno doping de pervitina, a la que se apodó precisamente “la pastilla Stuka”.

El uso de metanfetaminas, del que no se libraba ni la Abwehr y que llegó al virtuosismo en las tripulaciones de minisubmarinos, estuvo especialmente extendido en la aviación: eso sí era volar alto (“flying high”), apunta Ohler. “Me siento extasiado, como si volara por encima de mi avión”, relató un piloto empastillado. En eso seguían el ejemplo de su líder, Goering, acreditado adicto a todo tipo de sustancias. Incluso Rommel, sugiere el autor, mostraba síntomas del consumo elevado de metanfetamina.

Los franceses se vieron superados por los acelerados alemanes sin entender su enorme vitalidad. Ellos, los galos, dice Ohler, “usaban como estimulante nacional tradicional el vino tinto, que creían que les había ayudado a ganar la I Guerra Mundial”, y, claro, no era lo mismo. “Cuando Alemania atacó, los franceses tenían 3.500 camiones con vino para las tropas. Les daba sueño. A los alemanes, la pervitina, lo contrario”. ¿Y los demás? “Los británicos tenían su propia anfetamina, las bencedrinas, más suaves, pero también con menos efectos secundarios”. Los soldados de los EE UU, explica, tomaron las bencedrinas de sus aliados, mientras que los rusos “tenían el vodka”. A la larga les fue mejor. La pervitina, tan buena para la guerra relámpago, daba mal rollo en la de desgaste. Así que la segunda parte de la contienda fue para los alemanes un ir pagando los efectos secundarios.

Una parte de El gran delirio está dedicada al “policonsumo desbordante” de Hitler. Ohler destaca la contradicción de que el vegetariano dictador se metiera cosas como Prostakrinum, elaborado a partir de glándulas seminales y próstatas de ternero. Pese a todo, el autor advierte de que la politoxicomanía de Hitler (opioides como el Eukodal, cocaína, Luminal...), no resta responsabilidad a sus actos ni a sus crímenes. “El consumo no cortó en absoluto su libertad de decisión”, sostiene. “Le ayudó a mantenerse en su camino del mal”. Ohler recuerda que la principal droga que intoxicó a Alemania fue el propio nazismo.

¿Tomó algo él para escribir El gran delirio, que presenta algunos pasajes realmente acelerados? “Los escritores siempre usan algún estimulante”, responde; “en mi caso, té verde”.

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