Trump se ofrece como salvador de la clase obrera con rebajas de impuestos
El candidato republicano combina proteccionismo comercial y conservadurismo fiscal en un discurso en Detroit, la declinante capital industrial de EE UU
Marc Bassets
Washington, El País
Donald Trump quiere cambiar de tema. Después de una de las semanas más difíciles de su campaña, el candidato republicano presentó ayer en Detroit, símbolo del declive industrial de Estados Unidos, su plan económico. Con un discurso nacionalista, con guiños a los conservadores tradicionales del establishment de su partido y a los trabajadores, prometió rebajas de impuestos y proteccionismo comercial. La caída en los sondeos ante su rival demócrata, Hillary Clinton, ha disparado las alarmas en la derecha. “El americanismo, no el globalismo, será nuestro credo”, resumió.
Envuelto en la bandera del tribuno de la clase obrera y de la antiglobalización, leyendo un texto preparado e interrumpido por constantes protestas, Trump atribuyó a los acuerdos comerciales internacionales los males de ciudades como Detroit, la vieja capital del automóvil. Su fórmula consiste en gran parte en recortes fiscales que beneficiarán a los más ricos.
“La ciudad de Detroit es un ejemplo vivo de la agenda económica fracasada de mi oponente. Ella apoya impuestos altos y una regulación radical que ha expulsado los empleos de vuestra comunidad”, dijo.
En los últimos días, los ataques del magnate inmobiliario a la familia de un soldado caído en Irak y las escaramuzas con varios notables de su partido, el republicano, le han dejado magullado. Una serie de sondeos confirma que, tras las convenciones que le proclamaron a él y a Clinton como candidatos de los grandes partidos, la demócrata ha salido reforzada. Algunos de estos sondeos indican que Trump lo tendrá difícil para ganar en los tres Estados que, matemáticamente, debería conquistar el 8 de noviembre si quiere ser presidente: Florida, Ohio y Pensilvania. Tiene una base muy sólida, los hombres blancos sin estudios superiores, pero es demasiado exigua en un país donde ganar la presidencia exige construir amplias coaliciones interétnicas e intergeneracionales.
Esta es la foto hoy, a tres meses de las elecciones, foto que puede cambiar en las próximas semanas. Y es el contexto del discurso ante el Club Económico de Detroit, el enésimo intento de centrar el mensaje y poner un poco de orden al ruido y la furia de Trump, de atenerse a un guión, de hablar de propuestas concretas y factibles en vez de enredarse en espirales de venganza personal, retórica xenófoba y teorías conspirativas.
Pero Trump no sería Trump si en su discurso económico no dejase su marca personal. En este caso, su heterodoxia ideológica. Porque Trump no se deja encasillar: si hubiera que definirlo, podría decirse que su plan económico no es ni de izquierdas ni de derechas, sino todo lo contrario.
Trump baja los impuestos sobre las sociedades del 35 al 15% y desmantela regulaciones federales. Pero impone aranceles a la entrada de productos extranjeros. Ofrece deducciones fiscales para la educación preescolar, que en EE UU es privada y representa un gasto oneroso para millones de familias. Pero niega a una subida del salario mínimo que podría beneficiar a los empleados pobres, entre ellos los blancos de clase trabajadora, golpeados por la globalización, que constituyen su base electoral. Elimina algunas exenciones para los más ricos —una medida que presenta como una defensa de las clases medias en contra de los más ricos como él—, pero suprime el impuesto de sucesiones, que grava a familias de multimillonarios como la de Trump. Se reclama de la revolución reaganiana —la desregulación de la economía en los años ochenta— y así corteja a los líderes de su partido, inquietos por su campaña errática. Pero a la vez se opone frontalmente al recorte del estado del bienestar, que es el mantra republicano desde los años del presidente Ronald Reagan.
Se postula como el hombre que devolverá los empleos “a los que tienen menos”, el que recuperará los millones de empleos industriales perdidos en Detroit y la región del llamado cinturón de la herrumbre. Pero encabeza un partido —y asume algunas de sus políticas— que en las últimas décadas ha contribuido a la erosión de la clase trabajadora.
Esplendor pasado
Trump deberá cuadrar el círculo para reducir los impuestos y aumentar las inversiones en infraestructuras, como promete, y al mismo tiempo evitar que se dispare la deuda. En Detroit no concretó cómo lo haría.
El argumento económico de Trump, al final, es él mismo: la creencia en que sus aparentes éxitos empresariales garantizan que, si derrota a Clinton en noviembre, EE UU volverá al esplendor pasado, que es el esplendor perdido de Detroit. Y lo mezcla con un mensaje contra las élites políticas, demócratas y republicanas, y una retórica nacionalista, en defensa de los trabajadores y los productos norteamericanos, no extranjeros.
Detroit, cuna de la industria del siglo XX, es uno de los lugares de EE UU más dañados por la desindustrialización, una metrópolis que antaño marcaba el paso de la economía de este país y ahora presenta un paisaje de semiabandono. En los años cincuenta vivían 1,8 millones de personas en Detroit; hoy menos de 700.000. El declive de Detroit no es culpa del presidente demócrata Barack Obama, ni de Clinton. Comenzó mucho antes. De hecho, fue la Administración Obama la que rescató en 2009 a General Motors y Chrysler, dos de los big three, los tres grandes fabricantes de coches de Detroit.
“Los coches americanos”, dijo Trump, “volverán a viajar por las carreteras, los aviones americanos conectarán nuestras ciudades, y los barcos americanos patrullarán los mares”.
Marc Bassets
Washington, El País
Donald Trump quiere cambiar de tema. Después de una de las semanas más difíciles de su campaña, el candidato republicano presentó ayer en Detroit, símbolo del declive industrial de Estados Unidos, su plan económico. Con un discurso nacionalista, con guiños a los conservadores tradicionales del establishment de su partido y a los trabajadores, prometió rebajas de impuestos y proteccionismo comercial. La caída en los sondeos ante su rival demócrata, Hillary Clinton, ha disparado las alarmas en la derecha. “El americanismo, no el globalismo, será nuestro credo”, resumió.
Envuelto en la bandera del tribuno de la clase obrera y de la antiglobalización, leyendo un texto preparado e interrumpido por constantes protestas, Trump atribuyó a los acuerdos comerciales internacionales los males de ciudades como Detroit, la vieja capital del automóvil. Su fórmula consiste en gran parte en recortes fiscales que beneficiarán a los más ricos.
“La ciudad de Detroit es un ejemplo vivo de la agenda económica fracasada de mi oponente. Ella apoya impuestos altos y una regulación radical que ha expulsado los empleos de vuestra comunidad”, dijo.
En los últimos días, los ataques del magnate inmobiliario a la familia de un soldado caído en Irak y las escaramuzas con varios notables de su partido, el republicano, le han dejado magullado. Una serie de sondeos confirma que, tras las convenciones que le proclamaron a él y a Clinton como candidatos de los grandes partidos, la demócrata ha salido reforzada. Algunos de estos sondeos indican que Trump lo tendrá difícil para ganar en los tres Estados que, matemáticamente, debería conquistar el 8 de noviembre si quiere ser presidente: Florida, Ohio y Pensilvania. Tiene una base muy sólida, los hombres blancos sin estudios superiores, pero es demasiado exigua en un país donde ganar la presidencia exige construir amplias coaliciones interétnicas e intergeneracionales.
Esta es la foto hoy, a tres meses de las elecciones, foto que puede cambiar en las próximas semanas. Y es el contexto del discurso ante el Club Económico de Detroit, el enésimo intento de centrar el mensaje y poner un poco de orden al ruido y la furia de Trump, de atenerse a un guión, de hablar de propuestas concretas y factibles en vez de enredarse en espirales de venganza personal, retórica xenófoba y teorías conspirativas.
Pero Trump no sería Trump si en su discurso económico no dejase su marca personal. En este caso, su heterodoxia ideológica. Porque Trump no se deja encasillar: si hubiera que definirlo, podría decirse que su plan económico no es ni de izquierdas ni de derechas, sino todo lo contrario.
Trump baja los impuestos sobre las sociedades del 35 al 15% y desmantela regulaciones federales. Pero impone aranceles a la entrada de productos extranjeros. Ofrece deducciones fiscales para la educación preescolar, que en EE UU es privada y representa un gasto oneroso para millones de familias. Pero niega a una subida del salario mínimo que podría beneficiar a los empleados pobres, entre ellos los blancos de clase trabajadora, golpeados por la globalización, que constituyen su base electoral. Elimina algunas exenciones para los más ricos —una medida que presenta como una defensa de las clases medias en contra de los más ricos como él—, pero suprime el impuesto de sucesiones, que grava a familias de multimillonarios como la de Trump. Se reclama de la revolución reaganiana —la desregulación de la economía en los años ochenta— y así corteja a los líderes de su partido, inquietos por su campaña errática. Pero a la vez se opone frontalmente al recorte del estado del bienestar, que es el mantra republicano desde los años del presidente Ronald Reagan.
Se postula como el hombre que devolverá los empleos “a los que tienen menos”, el que recuperará los millones de empleos industriales perdidos en Detroit y la región del llamado cinturón de la herrumbre. Pero encabeza un partido —y asume algunas de sus políticas— que en las últimas décadas ha contribuido a la erosión de la clase trabajadora.
Esplendor pasado
Trump deberá cuadrar el círculo para reducir los impuestos y aumentar las inversiones en infraestructuras, como promete, y al mismo tiempo evitar que se dispare la deuda. En Detroit no concretó cómo lo haría.
El argumento económico de Trump, al final, es él mismo: la creencia en que sus aparentes éxitos empresariales garantizan que, si derrota a Clinton en noviembre, EE UU volverá al esplendor pasado, que es el esplendor perdido de Detroit. Y lo mezcla con un mensaje contra las élites políticas, demócratas y republicanas, y una retórica nacionalista, en defensa de los trabajadores y los productos norteamericanos, no extranjeros.
Detroit, cuna de la industria del siglo XX, es uno de los lugares de EE UU más dañados por la desindustrialización, una metrópolis que antaño marcaba el paso de la economía de este país y ahora presenta un paisaje de semiabandono. En los años cincuenta vivían 1,8 millones de personas en Detroit; hoy menos de 700.000. El declive de Detroit no es culpa del presidente demócrata Barack Obama, ni de Clinton. Comenzó mucho antes. De hecho, fue la Administración Obama la que rescató en 2009 a General Motors y Chrysler, dos de los big three, los tres grandes fabricantes de coches de Detroit.
“Los coches americanos”, dijo Trump, “volverán a viajar por las carreteras, los aviones americanos conectarán nuestras ciudades, y los barcos americanos patrullarán los mares”.