Joao Havelange: visionario, autócrata, corrupto
Havelange, el presidente de la FIFA que transformó el fútbol en una máquina de poder, dinero y fraude, fallece a los 100 años en Río.
Santiago Segurola
As
Dinero y poder fueron el motor de la vida pública de Joao Havelange , presidente de la FIFA durante 24 años (1974-1998), fallecido ayer en Río de Janeiro a los 100 años. Su fallecimiento coincide con la celebración de los Juegos en su ciudad, donde el estadio Olímpico lleva su nombre. Aunque su figura está asociada al fútbol, tanto como presidente de la Confederación Brasileña (CBF) y posteriormente de la FIFA, Joao Havelange se curtió mucho antes, primero como nadador —participó en los Juegos de Berlín 36— y luego como directivo de la Federación Brasileña de Natación y de la Unión Ciclista Internacional (UCI). Pocos dirigentes del deporte han conocido mejor los secretos de los pasillos y los despachos. Y sólo uno, su íntimo amigo Juan Antonio Samaranch, amasó más poder.
Hijo de un multimillonario empresario de origen belga, Jean-Marie Faustin Godefroid Havelange, pasará a la historia del fútbol como un visionario y un corrupto. Como presidente de la CBF entre 1958 y 1974, fue la imagen administrativa de la edad de oro del fútbol brasileño. En el campo jugaba Pelé. En los despachos, Havelange. Brasil ganó tres ediciones de la Copa del Mundo (1958, 1962 y 1970), éxito que no desaprovechó Havelange para erigirse en la alternativa al poder anglosajón, representado por el británico Stanley Rous, presidente de la FIFA y hombre caracterizado por la nostalgia de un mundo ya acabado, el imperial.
Stanley Rous defendía un modelo primario, en muchos aspectos más cercano a los principios amateuristas del Barón de Coubertin que al frenético crecimiento del fútbol profesional en el mundo. Su presidencia satisfacía a los viejos tradicionalistas, empeñados en sospechar de cualquier influencia externa sobre un deporte originado en la Inglaterra del siglo XIX. Esa capacidad para vivir al margen de la realidad acabó con Rous. De ellos se encargó Havelange, hombre de negocios hasta el tuétano. Comprendió antes que nadie las inmensas posibilidades económicas del fútbol.
“Cuando llegué a mi despacho en Suiza, en el cajón solo había 20 dólares. Cuando lo dejé en 1998, la FIFA disponía de 4.000 millones”, declaró el dirigente brasileño tras abandonar el cargo. Le sucedió Sepp Blatter, el astuto suizo que había funcionado como consejero áulico de Havelange. Esa colaboración significó un cambio radical en la FIFA, transformada en una de las máquinas más eficaces de recaudar dinero, eficacia también adherida al vértigo de la corrupción. Tanto Havelange como Ricardo Teixeira, yerno y principal asociado del dirigente brasileño, fueron acusados en 2012 de apropiarse ilegalmente de 42 millones de dólares en operaciones relacionadas con la adjudicación de los derechos de marketing de la Copa del Mundo. En 2013, Hans Joachim Eckert, responsable del comité ético de la FIFA, afirmó que la conducta de Havelange había sido “moral y éticamente reprochable”.
Ultraconservador en asuntos políticos, Havelange fue un dirigente implacable y extremadamente pragmático. Consideró que el fútbol tenía unas condiciones excepcionales para expandirse por el mundo. A esa idea global se aplicó durante todo su mandato, favorecido por la influencia de los satélites de televisión, claves en la ampliación de las fronteras futbolísticas en todos los continentes, y por la multiplicación de federaciones integrantes de la FIFA. Si en Europa siempre encontró opositores, en Sudámerica, África y Asia contaba con un granero de votos que nunca le fallaba.
Dirigió la FIFA con mano de hierro, extendió el Mundial de fútbol de 16 a 32 equipos, convivió sin reproches con las grandes multinacionales que patrocinaban el negocio futbolístico, alimentó la corrupción en un organismo que siempre está bajo sospecha y fue uno de los tres integrantes de lo que se conoció como la mafia latina, el término que los británicos utilizaron a la conexión entre el COI, la FIFA y la Federación Internacional de Atletismo (IAAF). Es decir, Joao Havelange, Juan Antonio Samaranch y el italiano Primo Nebiolo. Los tres cambiaron el paisaje del deporte con la profesionalización exhaustiva del deporte, la promoción de grandes campeonatos mundiales y el afán globalizador.
Apremiado por la edad y por las acusaciones de corrupción, Havelange abandonó la presidencia de la FIFA en 1998. Nunca dejó de creer en su poder dentro del fútbol y del panorama político brasileño. Le sucedió Sepp Blatter. Pequeño y de aspecto irrelevante, el dirigente suizo estaba en las antípodas del gigante rubio brasileño. En todos los demás siguió su ejemplo, incluida la idea autocrática de su personaje y la convicción del incomparable potencial del fútbol como instrumento de riqueza y poder.
Santiago Segurola
As
Dinero y poder fueron el motor de la vida pública de Joao Havelange , presidente de la FIFA durante 24 años (1974-1998), fallecido ayer en Río de Janeiro a los 100 años. Su fallecimiento coincide con la celebración de los Juegos en su ciudad, donde el estadio Olímpico lleva su nombre. Aunque su figura está asociada al fútbol, tanto como presidente de la Confederación Brasileña (CBF) y posteriormente de la FIFA, Joao Havelange se curtió mucho antes, primero como nadador —participó en los Juegos de Berlín 36— y luego como directivo de la Federación Brasileña de Natación y de la Unión Ciclista Internacional (UCI). Pocos dirigentes del deporte han conocido mejor los secretos de los pasillos y los despachos. Y sólo uno, su íntimo amigo Juan Antonio Samaranch, amasó más poder.
Hijo de un multimillonario empresario de origen belga, Jean-Marie Faustin Godefroid Havelange, pasará a la historia del fútbol como un visionario y un corrupto. Como presidente de la CBF entre 1958 y 1974, fue la imagen administrativa de la edad de oro del fútbol brasileño. En el campo jugaba Pelé. En los despachos, Havelange. Brasil ganó tres ediciones de la Copa del Mundo (1958, 1962 y 1970), éxito que no desaprovechó Havelange para erigirse en la alternativa al poder anglosajón, representado por el británico Stanley Rous, presidente de la FIFA y hombre caracterizado por la nostalgia de un mundo ya acabado, el imperial.
Stanley Rous defendía un modelo primario, en muchos aspectos más cercano a los principios amateuristas del Barón de Coubertin que al frenético crecimiento del fútbol profesional en el mundo. Su presidencia satisfacía a los viejos tradicionalistas, empeñados en sospechar de cualquier influencia externa sobre un deporte originado en la Inglaterra del siglo XIX. Esa capacidad para vivir al margen de la realidad acabó con Rous. De ellos se encargó Havelange, hombre de negocios hasta el tuétano. Comprendió antes que nadie las inmensas posibilidades económicas del fútbol.
“Cuando llegué a mi despacho en Suiza, en el cajón solo había 20 dólares. Cuando lo dejé en 1998, la FIFA disponía de 4.000 millones”, declaró el dirigente brasileño tras abandonar el cargo. Le sucedió Sepp Blatter, el astuto suizo que había funcionado como consejero áulico de Havelange. Esa colaboración significó un cambio radical en la FIFA, transformada en una de las máquinas más eficaces de recaudar dinero, eficacia también adherida al vértigo de la corrupción. Tanto Havelange como Ricardo Teixeira, yerno y principal asociado del dirigente brasileño, fueron acusados en 2012 de apropiarse ilegalmente de 42 millones de dólares en operaciones relacionadas con la adjudicación de los derechos de marketing de la Copa del Mundo. En 2013, Hans Joachim Eckert, responsable del comité ético de la FIFA, afirmó que la conducta de Havelange había sido “moral y éticamente reprochable”.
Ultraconservador en asuntos políticos, Havelange fue un dirigente implacable y extremadamente pragmático. Consideró que el fútbol tenía unas condiciones excepcionales para expandirse por el mundo. A esa idea global se aplicó durante todo su mandato, favorecido por la influencia de los satélites de televisión, claves en la ampliación de las fronteras futbolísticas en todos los continentes, y por la multiplicación de federaciones integrantes de la FIFA. Si en Europa siempre encontró opositores, en Sudámerica, África y Asia contaba con un granero de votos que nunca le fallaba.
Dirigió la FIFA con mano de hierro, extendió el Mundial de fútbol de 16 a 32 equipos, convivió sin reproches con las grandes multinacionales que patrocinaban el negocio futbolístico, alimentó la corrupción en un organismo que siempre está bajo sospecha y fue uno de los tres integrantes de lo que se conoció como la mafia latina, el término que los británicos utilizaron a la conexión entre el COI, la FIFA y la Federación Internacional de Atletismo (IAAF). Es decir, Joao Havelange, Juan Antonio Samaranch y el italiano Primo Nebiolo. Los tres cambiaron el paisaje del deporte con la profesionalización exhaustiva del deporte, la promoción de grandes campeonatos mundiales y el afán globalizador.
Apremiado por la edad y por las acusaciones de corrupción, Havelange abandonó la presidencia de la FIFA en 1998. Nunca dejó de creer en su poder dentro del fútbol y del panorama político brasileño. Le sucedió Sepp Blatter. Pequeño y de aspecto irrelevante, el dirigente suizo estaba en las antípodas del gigante rubio brasileño. En todos los demás siguió su ejemplo, incluida la idea autocrática de su personaje y la convicción del incomparable potencial del fútbol como instrumento de riqueza y poder.