Murray brilla para atrapar su segundo Wimbledon
Wimbledon, ABC
Es Andy Murray un jugador de todas las superficies. Lo dicen sus rivales y sus méritos. Desde hace tiempo situado en el cuarteto campeón de todo, el británico se corona por segunda vez en casa ante Milos Raonic, inexperto en estas superficies pero que ya se ha concienciado de que puede atormentar a la veteranía.
No obstante, le pesó el escenario y el rival, un soberbio Murray que desplegó sus mejores armas para volver a demostrar que el tenis británico está más vivo que nunca con él. Si Inglaterra tuvo que esperar 77 años para ver a otro británico coronarse en el jardín de casa, desde aquel Fred Perry que ganó en 1936, el de Dunblane les ha regalado dos en apenas tres temporadas. Si en 2013 rompió el infortunio, en 2016 se consagra ante los suyos y promete más alegrías. Y con registros de impresión: solo doce errores concedidos y 39 ganadores, un ciclón.
Comprendió Murray enseguida que ante Raonic las oportunidades al resto son puro oro. La victoria no llegaría si desaprovechaba esas pocas opciones que el canadiense suele ofrecer son sus supersónicos servicios a una media superior a 200 kilómetros por hora.
Salió convencido de su victoria y con esa convicción siempre estuvo más ligero sobre la pista. Le faltó convencimiento a Raonic, temeroso incluso cuando disfrutaba de sus turnos de saque. Murray lo entendió bien y con respuestas a todos los misiles que le lanzaba el canadiense se encontró con una primera opción de rotura en el cuarto juego. No pudo ser esta vez, pero fue un aviso de que no iba a despistarse ni un segundo.
A la siguiente que tuvo Murray sacó la pepita de oro: un break en el séptimo juego. Un premio a la constancia, a la seguridad atrás, a la confianza al ataque. Un break que le permitió asegurar el primer set y quebrar el aura de imbatibilidad de su rival al servicio. Raonic no tuvo ningún turno de saque fácil, en todas encontraba al británico en disposición no solo de leerle cada golpe sino de responderle con igual o más intención de ganar el punto. Fruto de ese miedo escénico, su descenso en las estadísticas de «aces»: 27, 25, 27, 22, 13 en cuartos, 24 en semifinales, solo ocho en la final.
Raonic, apagado, no consiguió esa chispa de fortaleza mental en el segundo set. Aguantó su servicios con más corazón que efectividad, ante un Murray que acosó una y otra vez. Pero el británico también comenzó a impacientarse por las opciones de break que no conseguía rentabilizar. Hasta cuatro se ganó en los primeros ocho juegos y hasta cuatro dejó pasar, más por errores propios que por saber hacer del canadiense, agarrado a su servicio como casi único recurso.
Despejar el peligro en tantas ocasiones envalentonó un ápice a Raonic, que se vio casi de regalo restando para ganar el segundo set. Pero Murray no estaba dispuesto a desaprovechar la oportunidad de ganar su segundo Wimbledon. Y subió el nivel para alegría de sus paisanos, volcados con su héroe. Obligado a jugar el tie break, se aprovechó de las debilidades de su rival a la hora de subir a la red, lento y a destiempo, y lo superó en varias ocasiones clave para ponerse en clara ventaja. Logró cinco puntos consecutivos (6-1) y dejó que sacara Raonic a placer sus dos turnos de saque. Fue con su servicio, con sus armas, y consciente de todo lo que había regalado durante los juegos anteriores, no perdonó. Con un segundo saque que más parecía un primero, y a la línea, el británico agarró el segundo parcial. A solo uno de frenar el empuje de la nueva generación e imponer la ley de la tradición.
Tal era la buena actitud de Murray y el nivel que demostró en su undécima gran final que no se inmutó ni cuando Raonic quiso reivindicar su osadía. Más despierto y activo el canadiense, logró dos bolas de break en el quinto juego, pero el escocés frenó sus ímpetus con un soberbio passing y un gran primer servicio que levantó a las gradas de la pista central. Se elevó la intensidad del partido conforme Raonic entendía que debía disfrutar su primera gran final. Encontró por fin sus aces y sus buenas voleas, y alargó la tercera manga hasta el tie break.
Pero Murray había demostrado que tenía más ganas de ganar que su rival: agilidad de piernas, soltura y estrategia en la elección de los golpes, liderazgo en el ataque, reflejos en la defensa. Todo bien. Si en el primer tie break se ayudó de los temblores de Raonic, en este definitivo se ganó el aplauso de la grada en cada punto. Sumó cinco consecutivos y cinco bolas de partido. Perdonó la primera pero no la segunda: saque y derecha abiertos que Raonic no pudo contestar para alegría del británico. Después de tres años de sequía atrapa su segundo Wimbledon, su tercer Grand Slam. La euforia, expresada en unas lágrimas que trató, sin éxito, de esconder tras la toalla. No era para menos.