“El problema no son las armas, es el odio”
En Dallas, marcada por la violencia política desde el asesinato de Kennedy, pocos creen en un mayor control al acceso de las armas
David Marcial Pérez
Dallas, El País
Cuando Jeremy Williams fue a comprar su primer revolver, el dueño de la tienda le puso una condición: “Tenía que asegurarle que estaba dispuesto a matar. Porque si cuando llega el momento de usar un arma te asustas y no lo haces, tu enemigo lo hará primero y te matará a ti”, recordaba el viernes este pastor baptista negro de 38 años sentado en un parque del centro de Dallas, a un par de cuadras de donde la noche anterior murieron acribillados cinco policías.
Williams tardó un par de años, pero ya está convencido de que si un ladrón entra en su casa y tiene que defender a su familia, no se le arrugará la mano. Hoy tiene una colección de nueve armas cortas en un mueble del salón. “No creo este sea el problema fundamental, el problema es el odio”.
El motivo de la manifestación del jueves, que derivó en una lluvia incontrolada de tiros contra los uniformados que acompañaban la marcha, era precisamente protestar contra los abusos y la violencia policial. La tensión volvió a crecer esta semana con la muerte de otros dos hombres negros a manos de policías blancos en circunstancias polémicas. Alton Sterling ya había sido reducido, estaba tumbado en el suelo y con la rodilla de uno de los agentes sobre su hombro cuando le dispararon. Philando Castile murió desangrado en su coche con el cinturón de seguridad puesto y entre los gritos de auxilio de su novia.
Frente al apabullante edificio de cristal del Bank of América que sirvió de trinchera para algunos policías durante el tiroteo, Lee Rose, coleta caribeña y pantalones cortos por debajo de las rodillas, cree que las diferencias entre los bandos no son tan nítidas: “Claro que hay abusos. Pero en la matanza del jueves yo estoy con los policías. Yo tengo familia que son policías. Durante el tiroteo había muchos agentes negros que lo que hacían era ayudar a la gente”.
A Isaiah Truman, un chico negro de 23 años que estudia para contable, le gusta más el soul que el rap, prefiere a Luther King antes que a Malcom X. “Toda esta cultura del enfrentamiento viene de muy atrás. Esas canciones como Cop Killer [asesino de policías] no han ayudado nada. La violencia no es la solución para solucionar los problemas de discriminación de la comunidad afroamericana”. A finales de los ochenta, el rap de la costa oeste retrató con fiereza aquellos picos de antagonismo racial que periódicamente sacuden desde su fundación a la sociedad estadounidense.
“Nos hace falta escuchar, tener empatía los unos con los otros. Nos hemos vuelto muy individualistas y muy egoístas”, dice Crissy Herderson de 29 años, tras unas aparatosas gafas de sol que le tapan la mitad de su cara blanca y pecosa. Tras ese primer mensaje casi ecuménico, el tono cambia al preguntarle por la relación entre el fácil acceso a las armas de fuego y sucesos como el de Dallas. “Es un derecho protegido por la segunda enmienda. ¿Cómo vas a defenderte cuando por ejemplo un loco como el de ayer quiera hacerte daño a ti o tu familia?”.
Es una cuestión natural, un derecho originario para una gran mayoría de estadounidenses. Por el país circulan unas 350 millones de armas de fuego, más que el número de habitantes, según los cálculos del analista Dan Baum en su libro Gun guys, un retrato pesimista sobre las intenciones reguladores de Barack Obama. El lobby del plomo es un poder fáctico y a la vez un gigante cultural muy difícil de derrocar. Cada vez que se intenta abrir el debate sobre una restricción, los amantes de las pistolas lo toman casi como una blasfemia a los valores de Estados Unidos.
David Marcial Pérez
Dallas, El País
Cuando Jeremy Williams fue a comprar su primer revolver, el dueño de la tienda le puso una condición: “Tenía que asegurarle que estaba dispuesto a matar. Porque si cuando llega el momento de usar un arma te asustas y no lo haces, tu enemigo lo hará primero y te matará a ti”, recordaba el viernes este pastor baptista negro de 38 años sentado en un parque del centro de Dallas, a un par de cuadras de donde la noche anterior murieron acribillados cinco policías.
Williams tardó un par de años, pero ya está convencido de que si un ladrón entra en su casa y tiene que defender a su familia, no se le arrugará la mano. Hoy tiene una colección de nueve armas cortas en un mueble del salón. “No creo este sea el problema fundamental, el problema es el odio”.
El motivo de la manifestación del jueves, que derivó en una lluvia incontrolada de tiros contra los uniformados que acompañaban la marcha, era precisamente protestar contra los abusos y la violencia policial. La tensión volvió a crecer esta semana con la muerte de otros dos hombres negros a manos de policías blancos en circunstancias polémicas. Alton Sterling ya había sido reducido, estaba tumbado en el suelo y con la rodilla de uno de los agentes sobre su hombro cuando le dispararon. Philando Castile murió desangrado en su coche con el cinturón de seguridad puesto y entre los gritos de auxilio de su novia.
Frente al apabullante edificio de cristal del Bank of América que sirvió de trinchera para algunos policías durante el tiroteo, Lee Rose, coleta caribeña y pantalones cortos por debajo de las rodillas, cree que las diferencias entre los bandos no son tan nítidas: “Claro que hay abusos. Pero en la matanza del jueves yo estoy con los policías. Yo tengo familia que son policías. Durante el tiroteo había muchos agentes negros que lo que hacían era ayudar a la gente”.
A Isaiah Truman, un chico negro de 23 años que estudia para contable, le gusta más el soul que el rap, prefiere a Luther King antes que a Malcom X. “Toda esta cultura del enfrentamiento viene de muy atrás. Esas canciones como Cop Killer [asesino de policías] no han ayudado nada. La violencia no es la solución para solucionar los problemas de discriminación de la comunidad afroamericana”. A finales de los ochenta, el rap de la costa oeste retrató con fiereza aquellos picos de antagonismo racial que periódicamente sacuden desde su fundación a la sociedad estadounidense.
“Nos hace falta escuchar, tener empatía los unos con los otros. Nos hemos vuelto muy individualistas y muy egoístas”, dice Crissy Herderson de 29 años, tras unas aparatosas gafas de sol que le tapan la mitad de su cara blanca y pecosa. Tras ese primer mensaje casi ecuménico, el tono cambia al preguntarle por la relación entre el fácil acceso a las armas de fuego y sucesos como el de Dallas. “Es un derecho protegido por la segunda enmienda. ¿Cómo vas a defenderte cuando por ejemplo un loco como el de ayer quiera hacerte daño a ti o tu familia?”.
Es una cuestión natural, un derecho originario para una gran mayoría de estadounidenses. Por el país circulan unas 350 millones de armas de fuego, más que el número de habitantes, según los cálculos del analista Dan Baum en su libro Gun guys, un retrato pesimista sobre las intenciones reguladores de Barack Obama. El lobby del plomo es un poder fáctico y a la vez un gigante cultural muy difícil de derrocar. Cada vez que se intenta abrir el debate sobre una restricción, los amantes de las pistolas lo toman casi como una blasfemia a los valores de Estados Unidos.