Desembarco en Sicilia, ¿ahora qué? “Alemania”
Más de 250 migrantes llegan a puerto en un barco de MSF. "Italia ya no puede más", dice un funcionario
Belén Domínguez Cebrián
Porto Empedocle (Sicilia), El País
Amanece algo nublado en las costas sicilianas y los ojos amarillentos y agotados de los 255 migrantes subsaharianos y un libio se clavan con curiosidad en el horizonte: Europa. “¡Estoy muy feliz!”, exclama Ero, nigeriano de 20 años en un casi perfecto español que un misionero le enseñó años atrás en su tierra. Son 256 personas que se suman a las más de 48.000 que durante este año han sobrevivido a las aguas del Mediterráneo. “Habéis sobrevivido a un viaje muy duro, pero esto no terminará aquí. Tendréis que ser fuertes y estar alerta. Ser inteligentes y pacientes”, alertan los miembros de MSF a los migrantes antes de desembarcar. Ahora empieza la lucha por no ser un inmigrante indocumentado.
Hayley, una de las coordinadoras de MSF en el Dignity I —el buque de rescate de la misma ONG—, organiza a los migrantes por grupos para no perder ni un minuto al llegar a tierra: abajo los menores no acompañados y los que lleven el brazalete rojo que indica que necesitarán atención médica al desembarcar. De un lado las mujeres, de otro los hombres. En tierra, representantes de la Cruz Roja italiana recibirán con agua, zumo, galletas y un par de chanclas a cada uno. Pero también con mascarillas para protegerse de cualquier enfermedad o, quizás, del fuerte olor a sudor y miedo que desprenden los que hace dos días volvieron a nacer.
Un libio entre 255 subsaharianos
Mohamed tiene la piel clara, el pelo castaño y los ojos azules. Destaca entre los 255 subsaharianos con la piel negra que navegan, ahora a salvo, en el Dignity I rumbo a la costa siciliana (Italia). “Soy libio”, reconoce, aunque minutos antes había intentado pasar por ciudadano sirio delante de Salah —el mediador intercultural del buque de MSF nacido en Damasco— que inmediatamente se percata de la mentira. Mohamed es el único con abrigo, con calcetines propios y hasta con unas chanclas azul marino y blancas aparentemente resistentes. Él era amigo del traficante, reconoce mientras charla con los demás en la segunda cubierta del barco. Un día, harto de la situación en Trípoli, llamó a un amigo que a su vez tenía el contacto del traficante. “A las tres horas me dijeron que podía embarcar en una barca” en las playas de Sabratah, al oeste de la capital libia.
Las mafias le dejaron también subir con una pequeña mochila en la que pone “Deutchland” sobre la silueta de un águila. Allí, a Alemania, es adonde Mohamed quisiera llegar algún día y formar una familia. “Mi novia está en Fráncfort”, dice.
Pero lo que él desconoce es que la policía judicial, sedienta de interceptar cualquier indicio de trafico de seres humanos, quiere interrogarlo. El hecho de que sea magrebí ya es un “indicio” de que pudiera estar relacionado con las redes de traficantes en Libia, explica uno de ellos. Mohamed huyó porque su país “está roto”, lamenta. Porque hay guerra y porque le roban el dinero cada día en su tienda de camisetas. “Con [Muamar] Gadafi, todo bien. Ahora, todo mal”, sentencia.
Hay hasta cuatro lecheras de policía antidisturbios “para mantener el orden”, justifica una representante de ACNUR, que observa el procedimiento. Y mucha policía judicial a la que es difícil identificar, pues van vestidos de paisano. “Tenemos que identificar a las mafias”, explican un par de agentes con gafas de sol y semblante serio. Piden a los periodistas las fotografías de los rescates para identificar “indicios” de que hubiera algún traficante en la embarcación. “Suelen ir cerca del motor, suelen ser hombres jóvenes y suelen ser los que están de pie ordenando a los demás que no se levanten cuando un barco como el Dignity va a socorrerlos”, indica un policía que asegura que “alguna vez” han identificado a traficantes entre los gomones que, posteriormente, han detenido.
Primero salen las mujeres y después lo menores. La ONG para la infancia Save the Children tiene a una representante en el puerto que observa, al igual que ACNUR, el proceso. De pronto un hombre de cabellera densa y blanca y perfectamente trajeado destaca entre la multitud. Es Nicola Diomede, el delegado del Gobierno de Matteo Renzi en Agrigento, la provincia donde se produce el desembarco, al sur de Sicilia. “Ellos [los migrantes] no quieren venir a Italia. Ellos quieren continuar al norte pero la única puerta es esta. Italia ya no puede más”, declara a EL PAÍS.
Primer registro
Ni Ero, ni Mohamed, ni Evans, otro nigeriano de 20 años que desconoce la cantidad de trámites que las leyes comunitarias le pondrán en el camino para poder tener el estatus de legal, están impresionados por la presencia de policía. Su alegría de estar en Europa puede con cualquier otro sentimiento. Ya no hay miedo, sólo esperanza. “Ahora van a ser preregistrados, luego el Ministerio del Interior les envía a un Hotspot [centro de detención temporal] en Sicilia, y luego les distribuyen por todo el país”, explica una portavoz de ACNUR en el muelle.
El policía judicial más veterano aclara que se los llevan al norte de la península italiana “para que puedan continuar su camino”. No quieren que se queden. Y los migrantes tampoco quieren quedarse: “Alemania”, repetían a bordo la mayoría de rescatados.
Al sur de Sicilia, una nave del tamaño de una cancha de baloncesto acogerá a los 256 migrantes que han desembarcado durante la mañana. Allí pasarán un primer control médico de la Cruz Roja —las autoridades temen que una persona pueda padecer tuberculosis— y un preregistro. EL PAÍS presencia el primer control de las autoridades. Les toman fotografías de frente y de perfil, les preguntan el nombre, la nacionalidad y la edad, pero no le toman las huellas dactilares. “Eso lo harán en el Hotspot”, sostiene un vigilante. Uno a uno salen del registro con un trozo de papel cuadrado: A partir de ahora serán un número.
Belén Domínguez Cebrián
Porto Empedocle (Sicilia), El País
Amanece algo nublado en las costas sicilianas y los ojos amarillentos y agotados de los 255 migrantes subsaharianos y un libio se clavan con curiosidad en el horizonte: Europa. “¡Estoy muy feliz!”, exclama Ero, nigeriano de 20 años en un casi perfecto español que un misionero le enseñó años atrás en su tierra. Son 256 personas que se suman a las más de 48.000 que durante este año han sobrevivido a las aguas del Mediterráneo. “Habéis sobrevivido a un viaje muy duro, pero esto no terminará aquí. Tendréis que ser fuertes y estar alerta. Ser inteligentes y pacientes”, alertan los miembros de MSF a los migrantes antes de desembarcar. Ahora empieza la lucha por no ser un inmigrante indocumentado.
Hayley, una de las coordinadoras de MSF en el Dignity I —el buque de rescate de la misma ONG—, organiza a los migrantes por grupos para no perder ni un minuto al llegar a tierra: abajo los menores no acompañados y los que lleven el brazalete rojo que indica que necesitarán atención médica al desembarcar. De un lado las mujeres, de otro los hombres. En tierra, representantes de la Cruz Roja italiana recibirán con agua, zumo, galletas y un par de chanclas a cada uno. Pero también con mascarillas para protegerse de cualquier enfermedad o, quizás, del fuerte olor a sudor y miedo que desprenden los que hace dos días volvieron a nacer.
Un libio entre 255 subsaharianos
Mohamed tiene la piel clara, el pelo castaño y los ojos azules. Destaca entre los 255 subsaharianos con la piel negra que navegan, ahora a salvo, en el Dignity I rumbo a la costa siciliana (Italia). “Soy libio”, reconoce, aunque minutos antes había intentado pasar por ciudadano sirio delante de Salah —el mediador intercultural del buque de MSF nacido en Damasco— que inmediatamente se percata de la mentira. Mohamed es el único con abrigo, con calcetines propios y hasta con unas chanclas azul marino y blancas aparentemente resistentes. Él era amigo del traficante, reconoce mientras charla con los demás en la segunda cubierta del barco. Un día, harto de la situación en Trípoli, llamó a un amigo que a su vez tenía el contacto del traficante. “A las tres horas me dijeron que podía embarcar en una barca” en las playas de Sabratah, al oeste de la capital libia.
Las mafias le dejaron también subir con una pequeña mochila en la que pone “Deutchland” sobre la silueta de un águila. Allí, a Alemania, es adonde Mohamed quisiera llegar algún día y formar una familia. “Mi novia está en Fráncfort”, dice.
Pero lo que él desconoce es que la policía judicial, sedienta de interceptar cualquier indicio de trafico de seres humanos, quiere interrogarlo. El hecho de que sea magrebí ya es un “indicio” de que pudiera estar relacionado con las redes de traficantes en Libia, explica uno de ellos. Mohamed huyó porque su país “está roto”, lamenta. Porque hay guerra y porque le roban el dinero cada día en su tienda de camisetas. “Con [Muamar] Gadafi, todo bien. Ahora, todo mal”, sentencia.
Hay hasta cuatro lecheras de policía antidisturbios “para mantener el orden”, justifica una representante de ACNUR, que observa el procedimiento. Y mucha policía judicial a la que es difícil identificar, pues van vestidos de paisano. “Tenemos que identificar a las mafias”, explican un par de agentes con gafas de sol y semblante serio. Piden a los periodistas las fotografías de los rescates para identificar “indicios” de que hubiera algún traficante en la embarcación. “Suelen ir cerca del motor, suelen ser hombres jóvenes y suelen ser los que están de pie ordenando a los demás que no se levanten cuando un barco como el Dignity va a socorrerlos”, indica un policía que asegura que “alguna vez” han identificado a traficantes entre los gomones que, posteriormente, han detenido.
Primero salen las mujeres y después lo menores. La ONG para la infancia Save the Children tiene a una representante en el puerto que observa, al igual que ACNUR, el proceso. De pronto un hombre de cabellera densa y blanca y perfectamente trajeado destaca entre la multitud. Es Nicola Diomede, el delegado del Gobierno de Matteo Renzi en Agrigento, la provincia donde se produce el desembarco, al sur de Sicilia. “Ellos [los migrantes] no quieren venir a Italia. Ellos quieren continuar al norte pero la única puerta es esta. Italia ya no puede más”, declara a EL PAÍS.
Primer registro
Ni Ero, ni Mohamed, ni Evans, otro nigeriano de 20 años que desconoce la cantidad de trámites que las leyes comunitarias le pondrán en el camino para poder tener el estatus de legal, están impresionados por la presencia de policía. Su alegría de estar en Europa puede con cualquier otro sentimiento. Ya no hay miedo, sólo esperanza. “Ahora van a ser preregistrados, luego el Ministerio del Interior les envía a un Hotspot [centro de detención temporal] en Sicilia, y luego les distribuyen por todo el país”, explica una portavoz de ACNUR en el muelle.
El policía judicial más veterano aclara que se los llevan al norte de la península italiana “para que puedan continuar su camino”. No quieren que se queden. Y los migrantes tampoco quieren quedarse: “Alemania”, repetían a bordo la mayoría de rescatados.
Al sur de Sicilia, una nave del tamaño de una cancha de baloncesto acogerá a los 256 migrantes que han desembarcado durante la mañana. Allí pasarán un primer control médico de la Cruz Roja —las autoridades temen que una persona pueda padecer tuberculosis— y un preregistro. EL PAÍS presencia el primer control de las autoridades. Les toman fotografías de frente y de perfil, les preguntan el nombre, la nacionalidad y la edad, pero no le toman las huellas dactilares. “Eso lo harán en el Hotspot”, sostiene un vigilante. Uno a uno salen del registro con un trozo de papel cuadrado: A partir de ahora serán un número.