Donald Trump busca la bendición del republicano emérito Henry Kissinger
El multimillonario, candidato imprevisible e indomable, lanza mensajes al 'establishment' de su partido
Marc Bassets
Washington, El País
Donald Trump es Donald Trump, un hombre imprevisible e indomable por cualquier disciplina partidista. Contra pronóstico, ha derrotado a 16 rivales en el proceso de nominación del Partido Republicano, la mayoría políticos experimentados. Se siente ganador, porque lo es, y cree que por sí solo, con su talento para conectar con los votantes, se vale para llegar a la Casa Blanca.
Pero desde que hace dos semanas se confirmó como candidato a las presidenciales de noviembre se ha embarcado en una peregrinación para recabar el apoyo de las élites de la derecha de Estados Unidos.
Trump se ha desplazado a Washington para reunirse con la cúpula del Partido Republicana en el Congreso. Ha hecho las paces con la presentadora estrella de la cadena conservadora Fox News, a quien había insultado repetidamente. Este miércoles ha publicado una lista de sus candidatos para ocupar la plaza vacante de juez del Tribunal Supremo, un anuncio inusual, destinado a persuadir al ala conservadora de que el juez que él nombre tendrá las credenciales adecuadas. Después, se ha reunido en privado durante cerca de una hora con el líder emérito del establishment, Henry Kissinger.
La visita a Kissinger es un ritual para todo político republicano con aspiraciones. Kissinger, de 92 años, fue entre 1969 y 1977 consejero de seguridad nacional y secretario de Estado con los presidentes Richard Nixon y Gerald Ford. Su nombre se asocia a bombardeos contra civiles y golpes de estado durante la Guerra Fría, pero también a la reconciliación de EE UU con China durante la presidencia de Nixon. Kissinger era un intelectual, proveniente de la universidad, un teórico y práctico de la realpolitik, la doctrina según la cual la política exterior de un país debe regirse puramente por sus intereses nacionales y no por el idealismo que busca expandir la democracia y los derechos humanos.
Trump, un novato en la arena electoral con conocimientos muy precarios de política exterior, ha llegado a ser candidato oponiéndose al establishment de su partido. Kissinger, un alemán judío que llegó a EE UU antes de la Segunda Guerra Mundial como refugiado de la Alemania hitleriana, ha criticado propuestas del multimillonario neoyorquino como la de vetar la entrada de musulmanes. En sus mítines Trump suele atacar a China, país con el que Kissinger mantiene una relación estrecha y al que ha dedicado un libro. A primera vista, Kissinger y Trump comparten poco.
Pero ambos viven en Nueva York y Kissinger, además de un sesudo intelectual y un político escuchado a izquierda y derecha, también fue en sus mejores años una estrella de la alta sociedad.
A Trump le conviene una mínima estampa de seriedad del establishment. Su impreciso programa de política exterior coincide en algunos puntos con el de Kissinger. No en el aislacionismo ni en el eslogan de America first, que evoca el eslogan de los filonazis americanos contrarios a la intervención contra Hitler. Pero sí en la idea trumpiana de que EE UU vele por sus intereses propios y aparque el afán idealista y democratizador.
Aunque siempre conviene tomar con una dosis de escepticismo las palabras de Trump, en algunos momentos puede llegar a sonar como un realpolitiker en la tradición kissingeriana. La semana pasada, Trump se reunió con James Baker, que fue secretario de Estado con George Bush padre, que era realista pero también defensor de las alianzas internacionales, al contrario que Trump. No es seguro que estas figuras le acaben apoyando. Los Bush ya lo han repudiado.
Con su reconciliación con Fox News, su lista de candidatos conservadores para el Tribunal Supremo y con sus reuniones con viejos sabios como Kissinger, el candidato díscolo acepta algunos requisitos para todo buen republicano. Son gestos. Un paso más hacia la homologación del magnate y showman —un excéntrico al que hasta hace unas semanas pocos tomaban en serio— como un candidato aceptable, alguien a quien sea posible imaginar en el despacho oval de la Casa Blanca, con el botón nuclear al alcance de la mano.
Marc Bassets
Washington, El País
Donald Trump es Donald Trump, un hombre imprevisible e indomable por cualquier disciplina partidista. Contra pronóstico, ha derrotado a 16 rivales en el proceso de nominación del Partido Republicano, la mayoría políticos experimentados. Se siente ganador, porque lo es, y cree que por sí solo, con su talento para conectar con los votantes, se vale para llegar a la Casa Blanca.
Pero desde que hace dos semanas se confirmó como candidato a las presidenciales de noviembre se ha embarcado en una peregrinación para recabar el apoyo de las élites de la derecha de Estados Unidos.
Trump se ha desplazado a Washington para reunirse con la cúpula del Partido Republicana en el Congreso. Ha hecho las paces con la presentadora estrella de la cadena conservadora Fox News, a quien había insultado repetidamente. Este miércoles ha publicado una lista de sus candidatos para ocupar la plaza vacante de juez del Tribunal Supremo, un anuncio inusual, destinado a persuadir al ala conservadora de que el juez que él nombre tendrá las credenciales adecuadas. Después, se ha reunido en privado durante cerca de una hora con el líder emérito del establishment, Henry Kissinger.
La visita a Kissinger es un ritual para todo político republicano con aspiraciones. Kissinger, de 92 años, fue entre 1969 y 1977 consejero de seguridad nacional y secretario de Estado con los presidentes Richard Nixon y Gerald Ford. Su nombre se asocia a bombardeos contra civiles y golpes de estado durante la Guerra Fría, pero también a la reconciliación de EE UU con China durante la presidencia de Nixon. Kissinger era un intelectual, proveniente de la universidad, un teórico y práctico de la realpolitik, la doctrina según la cual la política exterior de un país debe regirse puramente por sus intereses nacionales y no por el idealismo que busca expandir la democracia y los derechos humanos.
Trump, un novato en la arena electoral con conocimientos muy precarios de política exterior, ha llegado a ser candidato oponiéndose al establishment de su partido. Kissinger, un alemán judío que llegó a EE UU antes de la Segunda Guerra Mundial como refugiado de la Alemania hitleriana, ha criticado propuestas del multimillonario neoyorquino como la de vetar la entrada de musulmanes. En sus mítines Trump suele atacar a China, país con el que Kissinger mantiene una relación estrecha y al que ha dedicado un libro. A primera vista, Kissinger y Trump comparten poco.
Pero ambos viven en Nueva York y Kissinger, además de un sesudo intelectual y un político escuchado a izquierda y derecha, también fue en sus mejores años una estrella de la alta sociedad.
A Trump le conviene una mínima estampa de seriedad del establishment. Su impreciso programa de política exterior coincide en algunos puntos con el de Kissinger. No en el aislacionismo ni en el eslogan de America first, que evoca el eslogan de los filonazis americanos contrarios a la intervención contra Hitler. Pero sí en la idea trumpiana de que EE UU vele por sus intereses propios y aparque el afán idealista y democratizador.
Aunque siempre conviene tomar con una dosis de escepticismo las palabras de Trump, en algunos momentos puede llegar a sonar como un realpolitiker en la tradición kissingeriana. La semana pasada, Trump se reunió con James Baker, que fue secretario de Estado con George Bush padre, que era realista pero también defensor de las alianzas internacionales, al contrario que Trump. No es seguro que estas figuras le acaben apoyando. Los Bush ya lo han repudiado.
Con su reconciliación con Fox News, su lista de candidatos conservadores para el Tribunal Supremo y con sus reuniones con viejos sabios como Kissinger, el candidato díscolo acepta algunos requisitos para todo buen republicano. Son gestos. Un paso más hacia la homologación del magnate y showman —un excéntrico al que hasta hace unas semanas pocos tomaban en serio— como un candidato aceptable, alguien a quien sea posible imaginar en el despacho oval de la Casa Blanca, con el botón nuclear al alcance de la mano.