Auge y caída del Partido de los Trabajadores
El PT tendrá que reconstruirse para ganarse la confianza de la parte de la izquierda que se ha sentido traicionada
Talita Bedinelli
Brasilia, El País
Cuando, la tarde del 1 de enero de 2003, el tornero mecánico Luiz Inácio Lula da Silva se dirigía al Congreso Nacional para pronunciar su primer discurso como presidente, ocho de cada 10 brasileños creían que su Gobierno sería excelente o bueno. El nivel de esperanza, una palabra que se había convertido en su lema de campaña, era el más alto jamás visto en un inicio de mandato desde el retorno de la democracia al país. Después de transitar en un coche abierto, rodeado de simpatizantes, y de ser agarrado hasta casi caerse del automóvil, Lula dejó claro su objetivo para los años siguientes: “Si al final de mi mandato todos los brasileños tuvieran la posibilidad de desayunar, comer y cenar, habré cumplido con la misión de mi vida”, afirmó ante los parlamentarios.
El Brasil de 2003 estaba en crisis y quería cambios. El presidente Fernando Henrique Cardoso, padrino de la estabilidad económica derivada del Plan Real, dejaba el país con una inflación del 12,53% acumulado al año, una deuda interna que había llegado al 60% del Producto Interno Bruto y un crecimiento económico, en la víspera de las elecciones, que apenas sobrepasaba el 1% al año. Casi un 30% de los brasileños vivía en la pobreza.
Lula llegó al poder después de tres intentos frustrados de vencer la disputa presidencial. Se benefició no solo del mal momento al que la crisis económica había llevado a la oposición, sino de un giro en la forma del PT de tratar la política. En primer lugar, le propuso al empresariado, que le tenía miedo a la izquierda, un pacto que le aseguraba al mercado un continuismo en el área económica. Se sumergió en el pragmatismo político, que antes condenaba, para tejer las alianzas que necesitaba. Y se apoyó en el llamado fisiologismo del PMDB, un comportamiento caracterizado por estar motivado más por intereses que por ideología para gobernar. Alió sus habilidades como negociador, adquiridas cuando lideraba las históricas huelgas sindicales de los 70, con el apoyo de políticos expertos del Partido de los Trabajadores (PT), como Genoino y José Dirceu, que nueve años más tarde fueron condenados por el escándalo de compra de votos en el Parlamento conocido como mensalão. El PT estaba en su apogeo. Las investigaciones mostraron que el partido era el favorito de los brasileños. Al pueblo le agradaba el carisma de Lula en sus discursos inflamados. En la cresta de la ola de su popularidad, pudo gobernar sin mayores sobresaltos en el Congreso y emprender el cambio social que había prometido.
En 2010, último año de su Gobierno, los más entusiastas denominaban su período en la presidencia como "Década de la inclusión". Debido a políticas de distribución de ingresos como el programa Bolsa Familia, en 10 años logró reducir en un 45% el número de pobres y en un 47% el número de personas extremadamente pobres, según los datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En el mismo período, el Programa Luz para Todos, creado para llevar energía eléctrica a las zonas más remotas del país, casi universalizó el acceso a la electricidad en Brasil y sacó de la oscuridad a ciudades como Queimada Nova, en un rincón del Estado de Piauí, donde solo el 12,62% de los hogares tenía energía en 2000. En 2010 eran el 96%. Entre 2002 y 2012, la tasa real de aumento del salario mínimo al año fue del 5,26%, frente a la reducción anual del 0,22% registrada en la década anterior, según el Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA).
Con la crisis económica internacional, Brasil implementó una política económica anticíclica: estimuló la producción nacional mediante la reducción de los impuestos, con lo que disminuyeron las tasas de desempleo y se inundó el mercado con productos. También facilitó el acceso al crédito personal y se impulsó el consumo de una nueva clase media que surgía, sacada de la pobreza, especialmente en el noreste del país. Entre 2001 y 2011, el número de hogares con nevera, por ejemplo, había aumentado un 12% en el país y un 52%, por ejemplo, en el Estado de Maranhão. El índice de los que tenían lavadora subió un 51% general y un 190% en el Estado de Alagoas; y el de los que tenían televisión en color, creció un 16% nacional y un 51% en Piauí.
Ante la buena aceptación de su Gobierno y el impacto positivo del boom de la compra de materias primas por parte de China, a Lula, reelegido en 2006, no le resultó difícil colocar a su sucesora en 2010. Dilma Rousseff, su exministra, recibió de su padrino político el apodo de madre del PAC (Programa de Aceleración del Crecimiento), un conjunto de obras de infraestructura puesto en práctica por el Gobierno. En su primer mandato, Rousseff consiguió mantener y ampliar los logros de su antecesor. En 2014, la ONU declaró Brasil como un país sin hambre. De alguna manera, Lula había cumplido su promesa. En diciembre de 2014 la tasa de desempleo alcanzó el índice histórico mensual más bajo. Pero, mientras el área social del Gobierno celebraba sus conquistas, la economía comenzaba a dar señales de que las políticas anticíclicas se habían mantenido durante demasiado tiempo. A finales de 2015 el dólar batía récords históricos y la inflación comenzaba a volver a los niveles de finales del Gobierno Cardoso.
La difícil campaña que llevó a la reelección de Rousseff en 2014 se produjo en medio de un escenario tumultuoso. La vida del brasileño había mejorado de puertas adentro, pero la población exigía servicios públicos acordes con los impuestos que pagaba, como mostraron las protestas de 2013, que, en suma, pedían mejores condiciones de salud y educación. La conducción económica, vista como desastrosa por expertos, desagradaba al mercado, que rompió el pacto con Lula años antes. Y la base del PT en las calles estaba debilitada, después de años de tolerancia con un Gobierno que, en nombre de la gobernabilidad, no fue más allá de la implementación de políticas progresistas. Para agradar al grupo ruralista en la Cámara Baja dejó de demarcar tierras indígenas y de hacer la reforma agraria. Para complacer a los aliados evangélicos, no defendió la ampliación del aborto. Era el caldo de cultivo perfecto para que el Parlamento, que nunca había tolerado la falta de tacto político de la presidenta, se rebelase.
Este miércoles, al dejar el Palacio del Planalto junto a la presidenta más impopular de la historia democrática del país, el PT cerrará un ciclo de 13 años en el poder. El partido sale involucrado en un nuevo escándalo de corrupción, todavía en plena investigación. Tendrá que reconstruirse si quiere volver a ganarse la confianza de la parte de la izquierda que se ha sentido traicionada. Su principal estrella, Lula, tendrá que convivir con el fantasma de la cárcel, despertado por el caso Petrobras, sin gran parte del capital político que tuvo otrora. Y la población tendrá como legado un país que, a lo largo de los últimos años, se ha convertido en socialmente más justo, pero que aún nutre la esperanza de ser una nación mejor y más ética.
Talita Bedinelli
Brasilia, El País
Cuando, la tarde del 1 de enero de 2003, el tornero mecánico Luiz Inácio Lula da Silva se dirigía al Congreso Nacional para pronunciar su primer discurso como presidente, ocho de cada 10 brasileños creían que su Gobierno sería excelente o bueno. El nivel de esperanza, una palabra que se había convertido en su lema de campaña, era el más alto jamás visto en un inicio de mandato desde el retorno de la democracia al país. Después de transitar en un coche abierto, rodeado de simpatizantes, y de ser agarrado hasta casi caerse del automóvil, Lula dejó claro su objetivo para los años siguientes: “Si al final de mi mandato todos los brasileños tuvieran la posibilidad de desayunar, comer y cenar, habré cumplido con la misión de mi vida”, afirmó ante los parlamentarios.
El Brasil de 2003 estaba en crisis y quería cambios. El presidente Fernando Henrique Cardoso, padrino de la estabilidad económica derivada del Plan Real, dejaba el país con una inflación del 12,53% acumulado al año, una deuda interna que había llegado al 60% del Producto Interno Bruto y un crecimiento económico, en la víspera de las elecciones, que apenas sobrepasaba el 1% al año. Casi un 30% de los brasileños vivía en la pobreza.
Lula llegó al poder después de tres intentos frustrados de vencer la disputa presidencial. Se benefició no solo del mal momento al que la crisis económica había llevado a la oposición, sino de un giro en la forma del PT de tratar la política. En primer lugar, le propuso al empresariado, que le tenía miedo a la izquierda, un pacto que le aseguraba al mercado un continuismo en el área económica. Se sumergió en el pragmatismo político, que antes condenaba, para tejer las alianzas que necesitaba. Y se apoyó en el llamado fisiologismo del PMDB, un comportamiento caracterizado por estar motivado más por intereses que por ideología para gobernar. Alió sus habilidades como negociador, adquiridas cuando lideraba las históricas huelgas sindicales de los 70, con el apoyo de políticos expertos del Partido de los Trabajadores (PT), como Genoino y José Dirceu, que nueve años más tarde fueron condenados por el escándalo de compra de votos en el Parlamento conocido como mensalão. El PT estaba en su apogeo. Las investigaciones mostraron que el partido era el favorito de los brasileños. Al pueblo le agradaba el carisma de Lula en sus discursos inflamados. En la cresta de la ola de su popularidad, pudo gobernar sin mayores sobresaltos en el Congreso y emprender el cambio social que había prometido.
En 2010, último año de su Gobierno, los más entusiastas denominaban su período en la presidencia como "Década de la inclusión". Debido a políticas de distribución de ingresos como el programa Bolsa Familia, en 10 años logró reducir en un 45% el número de pobres y en un 47% el número de personas extremadamente pobres, según los datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En el mismo período, el Programa Luz para Todos, creado para llevar energía eléctrica a las zonas más remotas del país, casi universalizó el acceso a la electricidad en Brasil y sacó de la oscuridad a ciudades como Queimada Nova, en un rincón del Estado de Piauí, donde solo el 12,62% de los hogares tenía energía en 2000. En 2010 eran el 96%. Entre 2002 y 2012, la tasa real de aumento del salario mínimo al año fue del 5,26%, frente a la reducción anual del 0,22% registrada en la década anterior, según el Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA).
Con la crisis económica internacional, Brasil implementó una política económica anticíclica: estimuló la producción nacional mediante la reducción de los impuestos, con lo que disminuyeron las tasas de desempleo y se inundó el mercado con productos. También facilitó el acceso al crédito personal y se impulsó el consumo de una nueva clase media que surgía, sacada de la pobreza, especialmente en el noreste del país. Entre 2001 y 2011, el número de hogares con nevera, por ejemplo, había aumentado un 12% en el país y un 52%, por ejemplo, en el Estado de Maranhão. El índice de los que tenían lavadora subió un 51% general y un 190% en el Estado de Alagoas; y el de los que tenían televisión en color, creció un 16% nacional y un 51% en Piauí.
Ante la buena aceptación de su Gobierno y el impacto positivo del boom de la compra de materias primas por parte de China, a Lula, reelegido en 2006, no le resultó difícil colocar a su sucesora en 2010. Dilma Rousseff, su exministra, recibió de su padrino político el apodo de madre del PAC (Programa de Aceleración del Crecimiento), un conjunto de obras de infraestructura puesto en práctica por el Gobierno. En su primer mandato, Rousseff consiguió mantener y ampliar los logros de su antecesor. En 2014, la ONU declaró Brasil como un país sin hambre. De alguna manera, Lula había cumplido su promesa. En diciembre de 2014 la tasa de desempleo alcanzó el índice histórico mensual más bajo. Pero, mientras el área social del Gobierno celebraba sus conquistas, la economía comenzaba a dar señales de que las políticas anticíclicas se habían mantenido durante demasiado tiempo. A finales de 2015 el dólar batía récords históricos y la inflación comenzaba a volver a los niveles de finales del Gobierno Cardoso.
La difícil campaña que llevó a la reelección de Rousseff en 2014 se produjo en medio de un escenario tumultuoso. La vida del brasileño había mejorado de puertas adentro, pero la población exigía servicios públicos acordes con los impuestos que pagaba, como mostraron las protestas de 2013, que, en suma, pedían mejores condiciones de salud y educación. La conducción económica, vista como desastrosa por expertos, desagradaba al mercado, que rompió el pacto con Lula años antes. Y la base del PT en las calles estaba debilitada, después de años de tolerancia con un Gobierno que, en nombre de la gobernabilidad, no fue más allá de la implementación de políticas progresistas. Para agradar al grupo ruralista en la Cámara Baja dejó de demarcar tierras indígenas y de hacer la reforma agraria. Para complacer a los aliados evangélicos, no defendió la ampliación del aborto. Era el caldo de cultivo perfecto para que el Parlamento, que nunca había tolerado la falta de tacto político de la presidenta, se rebelase.
Este miércoles, al dejar el Palacio del Planalto junto a la presidenta más impopular de la historia democrática del país, el PT cerrará un ciclo de 13 años en el poder. El partido sale involucrado en un nuevo escándalo de corrupción, todavía en plena investigación. Tendrá que reconstruirse si quiere volver a ganarse la confianza de la parte de la izquierda que se ha sentido traicionada. Su principal estrella, Lula, tendrá que convivir con el fantasma de la cárcel, despertado por el caso Petrobras, sin gran parte del capital político que tuvo otrora. Y la población tendrá como legado un país que, a lo largo de los últimos años, se ha convertido en socialmente más justo, pero que aún nutre la esperanza de ser una nación mejor y más ética.