ANÁLISIS / La Corea que deja ver Kim
El Congreso del Partido de los Trabajadores dio a la prensa extranjera una ventana poco habitual a la vida en Corea del Norte
Macarena Vidal Liy
Pyongyang, El País
Ser periodista extranjero en Corea del Norte es volver a ser un niño. Todo parece asombroso, diferente, una mezcla imprecisa de fantasía y realidad que funciona de acuerdo a unas reglas y mecanismos misteriosos. Se pierde toda capacidad de decidir sobre los horarios o a dónde ir y se gana un padre o madre, un “guía” impuesto por el gobierno, que durante toda la estancia le acompañará dondequiera que vaya. Se sentará con él en el autobús, vigilará que no se le escape ni se acerque a extraños e incluso dormirá en una habitación cercana por si el reportero se despertara durante la noche y se le ocurriese salir a pasear.
Cerca de 130 periodistas de medios de 12 países habíamos recibido autorización para cubrir un evento que no ocurría desde hacía 36 años, un congreso del Partido de los Trabajadores de Corea, el partido del régimen que ha llevado al extremo el culto a la personalidad de su líder.
Pero lo más cerca que estuvo la inmensa mayoría fue a 200 metros de la puerta del Palacio de la Cultura, el día de la inauguración. Tan solo una treintena fueron admitidos -durante menos de 10 minutos-, en aparente gesto de compensación tras el anuncio el lunes de la expulsión de un periodista de la BBC, Rupert Wingfield-Hayes, que no formaba parte del grupo.
Para el resto, la cobertura estuvo compuesta de la visita a una maternidad, a dos paradas del metro, a una fábrica de cables y a una granja modelo, entre otros lugares que al régimen norcoreano le gusta enseñar. Informar se convertía en una tarea complicada. Aunque los guías muestran mayor flexibilidad que en el pasado -ha sido posible organizar alguna breve salida individual al centro-, cualquier movimiento requiere autorización, y contrastar lo que vemos es tarea imposible.
Desconocemos el programa, que también parecen ignorar los guías. Los planes se cancelan o se alteran en el último minuto y con fastidiosa frecuencia. No se nos facilitan entrevistas con funcionarios ni autoridades. Las entrevistas con los ciudadanos de a pie vienen traducidas y mediadas por nuestros guías. Todas las respuestas se deshacen unánimemente en elogios al régimen y al líder supremo.
“¿Podemos ir a una iglesia? Es domingo, y sería una buena ocasión para mostrar la libertad de religión que dice su gobierno que hay”. “Ah, no se puede. Eso hay que pedirlo temprano”. “¿Puedo pedirlo entonces para otro día? Da igual cuál”. Silencio administrativo. Horas después: “No. La iglesia está en obras”.
Los reporteros estamos alojados en el hotel Yanggakdo, en una isla sobre el río Taedong de la que solo se puede salir acompañado de un guía. Una sala alejada del resto de las instalaciones del hotel, y similar a la del Consejo de Seguridad de la ONU, hace las veces de centro de prensa. Hay Internet, y funciona a velocidad surcoreana, aunque a un precio de 4 euros la media hora y sin acceso a las páginas del vecino del sur. Desde las habitaciones se ven algunos de los logros más recientes del “boom” inmobiliario que Pyongyang está viviendo en los últimos años: el barrio Mirae, de viviendas de hasta 200 metros cuadrados para los académicos y científicos que más leales se hayan mostrado con el régimen; el flamante Centro Tecnológico al que nos prometen llevar en varias ocasiones, sin llegar a verlo nunca; la iglesia ortodoxa que Kim Jong-il mandó construir en 2006, y que desde aquí no parece en obras.
Pyongyang se ha dado un lavado de cara para el Congreso. Las fachadas de los edificios parecen recién pintadas, comparadas con el aspecto que presentaban en octubre pasado. El barrio MIrae, vacío entonces, está ahora plenamente ocupado. Los parques y jardines presentan un aspecto inmaculado. No se perciben efectos de las nuevas sanciones impuestas por la comunidad internacional tras la prueba nuclear norcoreana de enero.
Pese a los cortes de luz que son la plaga del país y que incluso Pyongyang padece habitualmente, el centro luce para estos días más iluminado que nunca. Pasos subterráneos a oscuras hace seis meses, cuando la prensa extranjera pudo asistir al desfile del aniversario del partido, muestran sus bombillas encendidas.
Se ven más puestos callejeros que venden chucherías, y más variedad en las tiendas, que pueden combinar en un solo comercio objetos tan dispares como medicinas, ropa para niños y hasta un monociclo. Abundan los taxis, todos de procedencia china, y los móviles. Empiezan a circular bicicletas eléctricas llegadas del gigante vecino. En el río, varios deportistas practican el piragüismo. Son ya numerosos los restaurantes que sirven las necesidades de ocio de la incipiente clase media norcoreana, que ha descubierto placeres como el café, los cigarrillos importados o las imitaciones de marca. Aunque inexistente según el régimen, la nueva clase media está formada por aquellos con buenos contactos con la jerarquía -nuestros guías lucen ropa de buena calidad, gafas modernas y algún reloj ostentoso- pero sobre todo por quienes han aprendido a hacer negocios, los “donju”, los “amos del dinero”.
“Cuando sea mayor, quisiera que mi hijo se hiciera hombre de negocios”, admite Choe, uno de los norcoreanos con los que podemos hablar durante nuestra semana en Pyongyang.
Los grandes beneficiados siguen siendo los comerciantes chinos que hacen negocios en Corea del Norte. Alguno de ellos, recién llegado de la frontera, presume en mandarín en el vestíbulo del Yanggakdo de lo fácil que es hacer negocios en este país, mientras descarga un cajón de licor.
No es la Corea del Norte que el régimen quiere que veamos. A sus ojos, estamos aquí para ver el desfile con el que concluye el Congreso y con el que Kim Jong-un, fortalecido tras la reunión, quiere dejar claro el fervor que suscita en el pueblo. No hay ningún problema para entrevistar a alguno entre las decenas de miles que se han desgañitado gritando “¡Manse!” (¡Larga Vida!) al líder supremo. Tampoco para observar el inquietante desfile nocturno de antorchas en la plaza Kim Il-sung, en el que otras tantas decenas de miles de personas marcan el paso mientras componen figuras y lemas y repiten al unísono y hasta la saciedad vez el nombre de su líder. Forman con sus antorchas mensajes como “Lealtad al Partido” o “Socialismo”. También el lema “5 millones de jóvenes coreanos están dispuestos a convertirse en bombas nucleares para defender a nuestro mariscal Kim Jong-un”.
Para el último día, los organizadores de la visita se han dejado el plato fuerte. Pasamos casi seis horas de controles de seguridad, una más que para el desfile: no se sabe si acabará acudiendo el propio Kim al evento, aunque al final veremos solo su silla vacía.
La “importante actividad” resulta ser un concierto de los grupos favoritos de Kim Jong-un y, por ende, del resto del país: Moranbong -la banda femenina que combina instrumentos clásicos y de rock´n´roll-, el Coro Distinguido Estatal y la novedad más reciente, Chonbong, un grupo en la onda de Moranbong pero de composición mixta, más melódico y en el que ellas llevan trajes más ceñidos, tacones más altos y minifaldas más breves.
Esas diferencias no se plasman en el contenido de sus canciones, con títulos como. “La voz de mi madre, el Partido”, o “Nuestro camarada Kim Jong-un”. “Somos una gran familia, unida en torno a nuestro padre y nuestra madre, que es el partido. Ninguna bomba de nuestros enemigos conseguirá separarnos”, baila Moranbong. “Haga el favor de descansar, mariscal, ya ha pasado la medianoche… El mariscal pasa la noche en vela para buscar el bien de su pueblo”, susurra Chonbong. El éxtasis llega con la última canción, todos a coro, mientras una pantalla gigante muestra el retrato de Kim Jong-un, sobre el que cae una lluvia de purpurina dorada.
Con el concierto acaba el programa oficial. Ya solo queda regresar al aeropuerto y hacer el check-in bajo la atenta mirada de los guías. Como si de verdaderos padres se tratara, esperan hasta que hemos pasado los controles de seguridad para darse la vuelta y marcharse. Para nosotros ha llegado el momento de dejar la infancia y volver al mundo adulto.
Aunque aún no se han acabado las oportunidades para la propaganda. En el avión de la línea norcoreana Air Koryo hacia Pekín, lleno casi exclusivamente de periodistas extranjeros, la azafata hace un anuncio. “Estamos atravesando la frontera entre la República Popular Democrática de Corea y China. Dediquemos un momento a recordar los esfuerzos de Kim Il-sung durante la guerra para liberar nuestro país”.
Macarena Vidal Liy
Pyongyang, El País
Ser periodista extranjero en Corea del Norte es volver a ser un niño. Todo parece asombroso, diferente, una mezcla imprecisa de fantasía y realidad que funciona de acuerdo a unas reglas y mecanismos misteriosos. Se pierde toda capacidad de decidir sobre los horarios o a dónde ir y se gana un padre o madre, un “guía” impuesto por el gobierno, que durante toda la estancia le acompañará dondequiera que vaya. Se sentará con él en el autobús, vigilará que no se le escape ni se acerque a extraños e incluso dormirá en una habitación cercana por si el reportero se despertara durante la noche y se le ocurriese salir a pasear.
Cerca de 130 periodistas de medios de 12 países habíamos recibido autorización para cubrir un evento que no ocurría desde hacía 36 años, un congreso del Partido de los Trabajadores de Corea, el partido del régimen que ha llevado al extremo el culto a la personalidad de su líder.
Pero lo más cerca que estuvo la inmensa mayoría fue a 200 metros de la puerta del Palacio de la Cultura, el día de la inauguración. Tan solo una treintena fueron admitidos -durante menos de 10 minutos-, en aparente gesto de compensación tras el anuncio el lunes de la expulsión de un periodista de la BBC, Rupert Wingfield-Hayes, que no formaba parte del grupo.
Para el resto, la cobertura estuvo compuesta de la visita a una maternidad, a dos paradas del metro, a una fábrica de cables y a una granja modelo, entre otros lugares que al régimen norcoreano le gusta enseñar. Informar se convertía en una tarea complicada. Aunque los guías muestran mayor flexibilidad que en el pasado -ha sido posible organizar alguna breve salida individual al centro-, cualquier movimiento requiere autorización, y contrastar lo que vemos es tarea imposible.
Desconocemos el programa, que también parecen ignorar los guías. Los planes se cancelan o se alteran en el último minuto y con fastidiosa frecuencia. No se nos facilitan entrevistas con funcionarios ni autoridades. Las entrevistas con los ciudadanos de a pie vienen traducidas y mediadas por nuestros guías. Todas las respuestas se deshacen unánimemente en elogios al régimen y al líder supremo.
“¿Podemos ir a una iglesia? Es domingo, y sería una buena ocasión para mostrar la libertad de religión que dice su gobierno que hay”. “Ah, no se puede. Eso hay que pedirlo temprano”. “¿Puedo pedirlo entonces para otro día? Da igual cuál”. Silencio administrativo. Horas después: “No. La iglesia está en obras”.
Los reporteros estamos alojados en el hotel Yanggakdo, en una isla sobre el río Taedong de la que solo se puede salir acompañado de un guía. Una sala alejada del resto de las instalaciones del hotel, y similar a la del Consejo de Seguridad de la ONU, hace las veces de centro de prensa. Hay Internet, y funciona a velocidad surcoreana, aunque a un precio de 4 euros la media hora y sin acceso a las páginas del vecino del sur. Desde las habitaciones se ven algunos de los logros más recientes del “boom” inmobiliario que Pyongyang está viviendo en los últimos años: el barrio Mirae, de viviendas de hasta 200 metros cuadrados para los académicos y científicos que más leales se hayan mostrado con el régimen; el flamante Centro Tecnológico al que nos prometen llevar en varias ocasiones, sin llegar a verlo nunca; la iglesia ortodoxa que Kim Jong-il mandó construir en 2006, y que desde aquí no parece en obras.
Pyongyang se ha dado un lavado de cara para el Congreso. Las fachadas de los edificios parecen recién pintadas, comparadas con el aspecto que presentaban en octubre pasado. El barrio MIrae, vacío entonces, está ahora plenamente ocupado. Los parques y jardines presentan un aspecto inmaculado. No se perciben efectos de las nuevas sanciones impuestas por la comunidad internacional tras la prueba nuclear norcoreana de enero.
Pese a los cortes de luz que son la plaga del país y que incluso Pyongyang padece habitualmente, el centro luce para estos días más iluminado que nunca. Pasos subterráneos a oscuras hace seis meses, cuando la prensa extranjera pudo asistir al desfile del aniversario del partido, muestran sus bombillas encendidas.
Se ven más puestos callejeros que venden chucherías, y más variedad en las tiendas, que pueden combinar en un solo comercio objetos tan dispares como medicinas, ropa para niños y hasta un monociclo. Abundan los taxis, todos de procedencia china, y los móviles. Empiezan a circular bicicletas eléctricas llegadas del gigante vecino. En el río, varios deportistas practican el piragüismo. Son ya numerosos los restaurantes que sirven las necesidades de ocio de la incipiente clase media norcoreana, que ha descubierto placeres como el café, los cigarrillos importados o las imitaciones de marca. Aunque inexistente según el régimen, la nueva clase media está formada por aquellos con buenos contactos con la jerarquía -nuestros guías lucen ropa de buena calidad, gafas modernas y algún reloj ostentoso- pero sobre todo por quienes han aprendido a hacer negocios, los “donju”, los “amos del dinero”.
“Cuando sea mayor, quisiera que mi hijo se hiciera hombre de negocios”, admite Choe, uno de los norcoreanos con los que podemos hablar durante nuestra semana en Pyongyang.
Los grandes beneficiados siguen siendo los comerciantes chinos que hacen negocios en Corea del Norte. Alguno de ellos, recién llegado de la frontera, presume en mandarín en el vestíbulo del Yanggakdo de lo fácil que es hacer negocios en este país, mientras descarga un cajón de licor.
No es la Corea del Norte que el régimen quiere que veamos. A sus ojos, estamos aquí para ver el desfile con el que concluye el Congreso y con el que Kim Jong-un, fortalecido tras la reunión, quiere dejar claro el fervor que suscita en el pueblo. No hay ningún problema para entrevistar a alguno entre las decenas de miles que se han desgañitado gritando “¡Manse!” (¡Larga Vida!) al líder supremo. Tampoco para observar el inquietante desfile nocturno de antorchas en la plaza Kim Il-sung, en el que otras tantas decenas de miles de personas marcan el paso mientras componen figuras y lemas y repiten al unísono y hasta la saciedad vez el nombre de su líder. Forman con sus antorchas mensajes como “Lealtad al Partido” o “Socialismo”. También el lema “5 millones de jóvenes coreanos están dispuestos a convertirse en bombas nucleares para defender a nuestro mariscal Kim Jong-un”.
Para el último día, los organizadores de la visita se han dejado el plato fuerte. Pasamos casi seis horas de controles de seguridad, una más que para el desfile: no se sabe si acabará acudiendo el propio Kim al evento, aunque al final veremos solo su silla vacía.
La “importante actividad” resulta ser un concierto de los grupos favoritos de Kim Jong-un y, por ende, del resto del país: Moranbong -la banda femenina que combina instrumentos clásicos y de rock´n´roll-, el Coro Distinguido Estatal y la novedad más reciente, Chonbong, un grupo en la onda de Moranbong pero de composición mixta, más melódico y en el que ellas llevan trajes más ceñidos, tacones más altos y minifaldas más breves.
Esas diferencias no se plasman en el contenido de sus canciones, con títulos como. “La voz de mi madre, el Partido”, o “Nuestro camarada Kim Jong-un”. “Somos una gran familia, unida en torno a nuestro padre y nuestra madre, que es el partido. Ninguna bomba de nuestros enemigos conseguirá separarnos”, baila Moranbong. “Haga el favor de descansar, mariscal, ya ha pasado la medianoche… El mariscal pasa la noche en vela para buscar el bien de su pueblo”, susurra Chonbong. El éxtasis llega con la última canción, todos a coro, mientras una pantalla gigante muestra el retrato de Kim Jong-un, sobre el que cae una lluvia de purpurina dorada.
Con el concierto acaba el programa oficial. Ya solo queda regresar al aeropuerto y hacer el check-in bajo la atenta mirada de los guías. Como si de verdaderos padres se tratara, esperan hasta que hemos pasado los controles de seguridad para darse la vuelta y marcharse. Para nosotros ha llegado el momento de dejar la infancia y volver al mundo adulto.
Aunque aún no se han acabado las oportunidades para la propaganda. En el avión de la línea norcoreana Air Koryo hacia Pekín, lleno casi exclusivamente de periodistas extranjeros, la azafata hace un anuncio. “Estamos atravesando la frontera entre la República Popular Democrática de Corea y China. Dediquemos un momento a recordar los esfuerzos de Kim Il-sung durante la guerra para liberar nuestro país”.