ANÁLISIS / A Europa le faltan pasos de gigante
El paradigma europeo dio extraordinarios resultados durante 30 años, pero su trepidante éxito impuso también sus limitaciones
Xavier Vidal-Folch
El País
El motor europeo renquea. ¿Por qué? El esquema, paradigma o método de funcionamiento de la Europa comunitaria dio extraordinarios resultados durante al menos 30 largos años: desde la fase fundacional en los años cincuenta hasta el Tratado de Maastricht que en 1992 abrió el camino a la moneda única.
El sistema –llamado funcionalista—consistía en poner en común intereses concretos en asuntos muy tangibles, que supusieran emprender “pequeños pasos” comprobables hacia una mayor trabazón entre los socios, según deletreó la biblia del invento, la Declaración Schuman de 1950: una creciente vinculación explícitamente económica, y solo implícitamente política, para desactivar recelos nacionalistas.
El éxito más rutilante fue la creación de un espacio económico común articulado. Primero fue la puesta en comandita de las producciones del carbón y el acero (las bases de la industria de guerra, con el fin de impedirla) gracias al Tratado CECA de 1951. Pronto el experimento se amplió con carácter general instaurando una zona compartida para comerciar, el Mercado Común (Tratado de Roma, 1957). La Unión aduanera le añadió vertebración interna al establecer aranceles compartidos hacia afuera, la tarifa exterior común.
Distintas políticas de acompañamiento –la de Competencia, la agrícola, la incipiente de cohesión, la igualdad de género y salarial— a veces promovidas por vía jurisprudencial, iban redondeando ese espacio comercial. Hasta que culminó en el mercado interior, mercado único o Europa sin fronteras de 1993, diseñado por el Acta Única (1986/1987): el programa consistió en destruir una por una las distintas barreras no arancelarias (técnicas, fitosanitarias, de seguridad, jurídicas) que aún fragmentaban en doce mercados nacionales distintos el pretendido mercado común. Para desmontar esas regulaciones locales hubo que regular mucho, mediante más de 300 directivas. Y aunque la creación del euro arrancaba de motivaciones propiamente monetarias –sortear las turbulencias provocadas por la volatilidad del dólar después de los primeros años setenta--, la unificación monetaria también se concibió como la coronación de esa unificación comercial.
La secuencia inventada por Jean Monet y los otros fundadores era en apariencia simple. Un pequeño paso desencadenaba el siguiente, mediante un efecto palanca (“levier”): al extraer una cereza del cesto de las soberanías nacionales, se arrancaba imperceptiblemente la siguiente. Así que los avances, aparentemente liliputienses o inocuos, construían en realidad una secuencia de enorme alcance. Mediante esa secuencia, Europa, que tras la segunda guerra mundial no era más que un no-continente vencido, arruinado y dividido, surgía a mediados de los ochenta (al menos) como un actor mundial de primera magnitud.
Pero en su trepidante éxito se enroscaban también sus limitaciones. No es que el proyecto federal naufragase desde Maastricht y la (casi simultánea) reunificación alemana, porque continuó acogiendo a nuevos socios –duplicó su nómina de miembros—, compartiendo nuevas políticas y extendiendo su atractivo hacia el exterior. Pero precisamente al compás de todo ello, la lógica funcionalista del efecto desencadenante de sucesivos avances –huérfana de un mayor acompañamiento de convergencia política-- empezó a generar rendimientos inferiores. Costó mucho más que a cada paso le siguiera el que en buena lógica le debía continuar en la secuencia de la integración.
Los segundos pasos empezaron a ser más pequeños, o más débiles, o a fracasar.
O sea, que los segundos pasos empezaron a ser más pequeños, o más débiles, o a fracasar. La libre circulación de capitales se estableció desde 1990, pero se dejó para más adelante la armonización fiscal. Los resultados fueron la permanencia de la competencia impositiva desleal (en el Impuesto de Sociedades: Irlanda, luego Chipre), distorsiones del mercado, la progresiva desfiscalización (del capital) que amenazaba la financiación del preciado “modelo social europeo” articulado en torno al Estado del bienestar. La muy minimalista armonización de la fiscalidad del ahorro/capital (mera obligación informativa mutua entre los Estados miembros) tardó catorce años (hasta 2003).
La aparición del euro en 2000 fue preparada por una fuerte política de cohesión territorial (entre 1985 y 1995 se duplicaron los fondos estructurales) que debían evitar las enormes disparidades regionales suscitadas por el ingreso de Grecia, España y Portugal y aproximar algo la eurozona a un “área monetaria óptima” y por una coordinación de las políticas presupuestarias (Pacto de Estabilidad, PEC, de 1997). Pero se olvidó el paralelismo propugnado en el Informe Delors de 1989 según el cual “la unión económica y la unión monetaria forman parte de un conjunto y deben realizarse en paralelo”.
La Unión necesita para sobrevivir un nuevo paradigma.
Ese automatismo mutuo, esa simultaneidad, ese enfoque global nunca se alcanzaron espontáneamente. Habría que esperar a la inminencia del abismo, a la Gran Recesión de 2008 para que se acordase la urgencia de establecer fondos de rescate (pues la crisis afectó a unos más que a otros, en los famosos e imprevistos “shocks asimétricos”), la unión bancaria, nuevos instrumentos para la política monetaria del BCE y la --siempre pendiente-- unión fiscal.
Prudencia presupuestaria
La política macroeconómica se empeñó en la prudencia presupuestaria, la ortodoxia fiscal, la disciplina del déficit y la deuda limitados (al 3% y al 60% del PIB, respectivamente) desde Maastricht y el PEC (y luego con las reformas de 2011 y el Tratado de estabilidad (2012). Pero la otra pata complementaria, la estrategia de crecimiento y empleo fue siempre la pata coja. Los ministros de Economía y Hacienda (“ecofines”), acogotados por la influencia del ordoliberalismo alemán y del Bundesbank boicotearon a fondo el Libro Blanco de Delors sobre crecimiento, competitividad y empleo (1993) –sobre todo, sus apuestas por la sociedad de la información, la revolución digital y la emisión de deuda europea para financiar grandes redes--; limitaron el alcance del Pacto por el Crecimiento y el Empleo (2012) impulsado por el retorno del socialismo francés; y diluyeron o ralentizaron las propuestas de los recientes informes de los cuatro (y cinco) presidentes, sobre unión fiscal, eurobonos, Tesoro y Hacienda comunes.
En cuestiones de libertades y seguridad, al achatarramiento de las fronteras internas de la Unión mediante la generalización de los acuerdos de Schengen (firmados en 1985, en vigor diez años después) le siguió una política mucho más débil de reforzamiento de fronteras exteriores (Frontex, tardía y débil), y una política de Interior limitada: una Europol constreñida, una cooperación policial-judicial archi-temerosa (hasta la euroorden de detención de 2002), una política común de visados lenta, y como ahora se constata, frágil.
Y en general, la estrategia de ampliación a nuevos candidatos (de los 6 fundadores hasta los actuales 28 socios) que se había simultaneado con la previa, paralela o inmediata profundización de las políticas, mecanismos y procedimientos de la Unión –a través de sucesivas reformas de los Tratados-- llegó a su techo de eficiencia con la última ampliación, al Este. La rebaja del ambicioso Tratado Constitucional (2004) fue su principal símbolo. Asediada por las oleadas migratorias (crisis de Siria y los refugiados), las tensiones centrífugas (Reino Unido), las pulsiones nacionalistas autoritarias (Polonia, Hungría), y las propias insuficiencias de sus grandes logros (eurozona), la Unión necesita ya, incluso simplemente para sobrevivir, pasos de gigante, no solo pequeños pasos. Un nuevo paradigma. ¿Quién pone el cascabel a ese gato?.
Xavier Vidal-Folch
El País
El motor europeo renquea. ¿Por qué? El esquema, paradigma o método de funcionamiento de la Europa comunitaria dio extraordinarios resultados durante al menos 30 largos años: desde la fase fundacional en los años cincuenta hasta el Tratado de Maastricht que en 1992 abrió el camino a la moneda única.
El sistema –llamado funcionalista—consistía en poner en común intereses concretos en asuntos muy tangibles, que supusieran emprender “pequeños pasos” comprobables hacia una mayor trabazón entre los socios, según deletreó la biblia del invento, la Declaración Schuman de 1950: una creciente vinculación explícitamente económica, y solo implícitamente política, para desactivar recelos nacionalistas.
El éxito más rutilante fue la creación de un espacio económico común articulado. Primero fue la puesta en comandita de las producciones del carbón y el acero (las bases de la industria de guerra, con el fin de impedirla) gracias al Tratado CECA de 1951. Pronto el experimento se amplió con carácter general instaurando una zona compartida para comerciar, el Mercado Común (Tratado de Roma, 1957). La Unión aduanera le añadió vertebración interna al establecer aranceles compartidos hacia afuera, la tarifa exterior común.
Distintas políticas de acompañamiento –la de Competencia, la agrícola, la incipiente de cohesión, la igualdad de género y salarial— a veces promovidas por vía jurisprudencial, iban redondeando ese espacio comercial. Hasta que culminó en el mercado interior, mercado único o Europa sin fronteras de 1993, diseñado por el Acta Única (1986/1987): el programa consistió en destruir una por una las distintas barreras no arancelarias (técnicas, fitosanitarias, de seguridad, jurídicas) que aún fragmentaban en doce mercados nacionales distintos el pretendido mercado común. Para desmontar esas regulaciones locales hubo que regular mucho, mediante más de 300 directivas. Y aunque la creación del euro arrancaba de motivaciones propiamente monetarias –sortear las turbulencias provocadas por la volatilidad del dólar después de los primeros años setenta--, la unificación monetaria también se concibió como la coronación de esa unificación comercial.
La secuencia inventada por Jean Monet y los otros fundadores era en apariencia simple. Un pequeño paso desencadenaba el siguiente, mediante un efecto palanca (“levier”): al extraer una cereza del cesto de las soberanías nacionales, se arrancaba imperceptiblemente la siguiente. Así que los avances, aparentemente liliputienses o inocuos, construían en realidad una secuencia de enorme alcance. Mediante esa secuencia, Europa, que tras la segunda guerra mundial no era más que un no-continente vencido, arruinado y dividido, surgía a mediados de los ochenta (al menos) como un actor mundial de primera magnitud.
Pero en su trepidante éxito se enroscaban también sus limitaciones. No es que el proyecto federal naufragase desde Maastricht y la (casi simultánea) reunificación alemana, porque continuó acogiendo a nuevos socios –duplicó su nómina de miembros—, compartiendo nuevas políticas y extendiendo su atractivo hacia el exterior. Pero precisamente al compás de todo ello, la lógica funcionalista del efecto desencadenante de sucesivos avances –huérfana de un mayor acompañamiento de convergencia política-- empezó a generar rendimientos inferiores. Costó mucho más que a cada paso le siguiera el que en buena lógica le debía continuar en la secuencia de la integración.
Los segundos pasos empezaron a ser más pequeños, o más débiles, o a fracasar.
O sea, que los segundos pasos empezaron a ser más pequeños, o más débiles, o a fracasar. La libre circulación de capitales se estableció desde 1990, pero se dejó para más adelante la armonización fiscal. Los resultados fueron la permanencia de la competencia impositiva desleal (en el Impuesto de Sociedades: Irlanda, luego Chipre), distorsiones del mercado, la progresiva desfiscalización (del capital) que amenazaba la financiación del preciado “modelo social europeo” articulado en torno al Estado del bienestar. La muy minimalista armonización de la fiscalidad del ahorro/capital (mera obligación informativa mutua entre los Estados miembros) tardó catorce años (hasta 2003).
La aparición del euro en 2000 fue preparada por una fuerte política de cohesión territorial (entre 1985 y 1995 se duplicaron los fondos estructurales) que debían evitar las enormes disparidades regionales suscitadas por el ingreso de Grecia, España y Portugal y aproximar algo la eurozona a un “área monetaria óptima” y por una coordinación de las políticas presupuestarias (Pacto de Estabilidad, PEC, de 1997). Pero se olvidó el paralelismo propugnado en el Informe Delors de 1989 según el cual “la unión económica y la unión monetaria forman parte de un conjunto y deben realizarse en paralelo”.
La Unión necesita para sobrevivir un nuevo paradigma.
Ese automatismo mutuo, esa simultaneidad, ese enfoque global nunca se alcanzaron espontáneamente. Habría que esperar a la inminencia del abismo, a la Gran Recesión de 2008 para que se acordase la urgencia de establecer fondos de rescate (pues la crisis afectó a unos más que a otros, en los famosos e imprevistos “shocks asimétricos”), la unión bancaria, nuevos instrumentos para la política monetaria del BCE y la --siempre pendiente-- unión fiscal.
Prudencia presupuestaria
La política macroeconómica se empeñó en la prudencia presupuestaria, la ortodoxia fiscal, la disciplina del déficit y la deuda limitados (al 3% y al 60% del PIB, respectivamente) desde Maastricht y el PEC (y luego con las reformas de 2011 y el Tratado de estabilidad (2012). Pero la otra pata complementaria, la estrategia de crecimiento y empleo fue siempre la pata coja. Los ministros de Economía y Hacienda (“ecofines”), acogotados por la influencia del ordoliberalismo alemán y del Bundesbank boicotearon a fondo el Libro Blanco de Delors sobre crecimiento, competitividad y empleo (1993) –sobre todo, sus apuestas por la sociedad de la información, la revolución digital y la emisión de deuda europea para financiar grandes redes--; limitaron el alcance del Pacto por el Crecimiento y el Empleo (2012) impulsado por el retorno del socialismo francés; y diluyeron o ralentizaron las propuestas de los recientes informes de los cuatro (y cinco) presidentes, sobre unión fiscal, eurobonos, Tesoro y Hacienda comunes.
En cuestiones de libertades y seguridad, al achatarramiento de las fronteras internas de la Unión mediante la generalización de los acuerdos de Schengen (firmados en 1985, en vigor diez años después) le siguió una política mucho más débil de reforzamiento de fronteras exteriores (Frontex, tardía y débil), y una política de Interior limitada: una Europol constreñida, una cooperación policial-judicial archi-temerosa (hasta la euroorden de detención de 2002), una política común de visados lenta, y como ahora se constata, frágil.
Y en general, la estrategia de ampliación a nuevos candidatos (de los 6 fundadores hasta los actuales 28 socios) que se había simultaneado con la previa, paralela o inmediata profundización de las políticas, mecanismos y procedimientos de la Unión –a través de sucesivas reformas de los Tratados-- llegó a su techo de eficiencia con la última ampliación, al Este. La rebaja del ambicioso Tratado Constitucional (2004) fue su principal símbolo. Asediada por las oleadas migratorias (crisis de Siria y los refugiados), las tensiones centrífugas (Reino Unido), las pulsiones nacionalistas autoritarias (Polonia, Hungría), y las propias insuficiencias de sus grandes logros (eurozona), la Unión necesita ya, incluso simplemente para sobrevivir, pasos de gigante, no solo pequeños pasos. Un nuevo paradigma. ¿Quién pone el cascabel a ese gato?.