Una crisis de identidad
La respuesta a la llegada de los refugiados ha desatado un nuevo debate sobre qué es Alemania. Angela Merkel afronta dificultades mientras emerge una alternativa extremista
Hans Kundnani
El País
Durante la última década ha existido en la política alemana un consenso notable, encarnado en la figura de la canciller Angela Merkel. En dos de los tres legislaturas que lleva en el poder, desde 2005, ha encabezado una gran coalición de demócratas cristianos y socialdemócratas. Incluso ha habido cierta convergencia ideológica, porque los socialdemócratas se han movido hacia la derecha en política económica y los demócratas cristianos hacia la izquierda en cuestiones sociales y medioambientales. Entre los dos, ocupan en la actualidad 503 de los 630 escaños del Bundestag, una mayoría extraordinaria que significa que pueden prescindir —y prescinden— de la izquierda y de los verdes en la oposición. Sin embargo, con el telón de fondo de la crisis de los refugiados, es posible que ese consenso esté llegando a su fin, y Alemania se ha vuelto de pronto mucho más impredecible.
En sí mismo, puede que no esté mal que la política alemana se vuelva más controvertida. El consenso de este último decenio ha sido algo asfixiante. En particular, los socialdemócratas fueron totalmente incapaces de ofrecer una alternativa a la estrategia de Merkel ante la crisis del euro. Aceptaron la declaración postdemocrática de la canciller —"no hay alternativa"—, y la consecuencia directa fue la creación en 2013 del partido euroescéptico Alternative für Deutschland (Alternativa para Alemania, AfD). Sin embargo, no se trata solo de que las políticas vayan a ser debatidas más abiertamente a partir de ahora. Se trata de que, como Merkel sigue insistiendo en que no hay alternativas a su estrategia, algunos están empezando a poner en duda la legitimidad del propio Estado.
Una crisis de identidad pulsa en la foto
En una entrevista el líder democristiano de Baviera, Horst Seehofer, uno de los más ruidosos críticos de la postura de Merkel, dijo que la República Federal ha dejado de ser un Rechtstaat —es decir, un Estado de derecho— y se ha convertido en un Unrechstaat —un término empleado para calificar Estados totalitarios como la República Democrática Alemana— y autorizaba sutilmente a los ciudadanos alemanes a resistir frente al poder del Estado. En otra entrevista en la revista Cicero, el filósofo Peter Sloterdijk dijo que el Estado ha cedido la soberanía a los refugiados. “No tenemos una obligación moral de destruirnos”, concluyó.
Igual que el consenso de la última década se construyó en torno a Merkel, también está en el centro del debate sobre los refugiados, cada vez más polarizado. Desde finales de verano del año pasado, Merkel ha recibido tanto elogios como críticas por abrir las fronteras de Alemania. En realidad, lo que sucedió es más complicado. A mediados de agosto quedó claro que Alemania iba a acoger a un millón de solicitantes de asilo en 2015; no era un cambio de política, sino una aceptación de los hechos. Unos días después, el ministerio de Inmigración y Refugiados decidió dejar en suspenso el Convenio de Dublín para los sirios, una medida que tomó porque estaba desbordado. Luego, a principios de septiembre, Merkel decidió permitir a miles de solicitantes de asilo tirados en la estación de Keleti, en Budapest, que fueran a Alemania, una medida que tomó porque no tuvo más remedio.
Es decir, no se tomó una gran decisión para abrir las fronteras, sino que se dieron una serie de pequeños pasos y hubo una ausencia de medidas para cambiar de rumbo, que tuvo tremendas consecuencias para Alemania y el resto de Europa. La toma de decisiones de Merkel no se aparta tanto de su estilo tradicional. No es que de repente actuara por convicción, como aseguran sus partidarios, ni que de pronto se mostrara inflexible, como dicen sus detractores. Según su costumbre, esperó todo lo que pudo —durante varios años de agravamiento del conflicto sirio, Alemania hizo muy poca cosa mientras los refugiados llegaban a Grecia e Italia— y solo reaccionó, más que actuó, cuando fue necesario. La diferencia es que, mientras que, en la crisis del euro, los reproches le llovieron sobre todo de otros países europeos, con la crisis de los refugiados su actitud está dividiendo Alemania.
Lo que hizo Merkel fue asumir el riesgo de creer que el pueblo alemán iba a aceptar e integrar a millones de solicitantes de asilo. El verano pasado, cuando se vio que el número de refugiados que iban a llegar a Alemania en 2015 sería muy superior al que las autoridades habían previsto, Merkel proclamó ante la opinión pública: “Wir schaffen das!” (“¡Podemos hacerlo!”) Siempre se ha pensado que la canciller adopta políticas populares de los socialdemócratas o los verdes para ocupar el centro político en Alemania. Su aparente determinación de incorporar a millones de refugiados a la sociedad alemana le granjeó nuevos partidarios en la izquierda. Pero también irritó a muchos en la derecha, incluso dentro de su propio partido.
En la izquierda, muchos quieren creer que el país ha superado un sentido clásico de la identidad nacional y ha desarrollado una identidad postnacional, basada en la idea del patriotismo constitucional. A su vez, esta idea se basaba en un sentido de la responsabilidad y el arrepentimiento por el pasado nazi y el Holocausto. Como escribió el filósofo Jürgen Habermas, el principal defensor de la idea del patriotismo constitucional, en los primeros años noventa, “en Alemania, no fue hasta después de Auschwitz —y en cierto sentido, solo por la conmoción de esa catástrofe moral— cuando la democracia empezó a echar raíces”. Alemania, por consiguiente, no podía ser normal. El único sentido de identidad nacional posible era el derivado de las lecciones de 1945, consagrado en la Ley Fundamental, la constitución alemana, y en especial en el Artículo 16, que garantiza el asilo.
Su determinación de incorporar a millones de refugiados le granjeó nuevos partidarios en la izquierda, pero también irritó en la derecha
Sin embargo, a la hora de la verdad, la identidad de Alemania en la posguerra siempre fue más compleja. El embrión de postnacionalismo que se desarrolló en la República Federal a partir de los años sesenta coexistía en incómoda compañía con una ley de ciudadanía más bien regresiva que se basaba en el principio del ius sanguinis, los lazos de sangre, y que se remontaba a 1913. Hasta que el gobierno verdirrojo de Gerhard Schröder reformó la ley en el 2000, Alemania seguía definiéndose en función de términos étnicos. Incluso los inmigrantes turcos de segunda o tercera generación eran oficialmente extranjeros. Ha habido que esperar a los últimos diez años, más o menos, para que Alemania se hiciera a la idea de que es una sociedad multiétnica; y a muchos alemanes les sigue molestando la idea, como muestra la repentina aparición del movimiento antiinmigrantes Pegida en 2014. En otras palabras, Alemania era postnacional más en la teoría que en la práctica.
Además, aunque los intelectuales de izquierdas se identificaban con la noción de una identidad postnacional o de una identidad de Holocausto, los ciudadanos corrientes preferían estar orgullosos del extraordinario éxito económico de la República Federal. En su libro de 2008 sobre el mito alemán, Mythen der Deutschen, el politólogo Herfried Münkler escribe que, en el contexto del Wirtschaftswunder o milagro económico de la posguerra, el logo de Mercedes sustituyó a la cruz de hierro como símbolo del orgullo alemán. La tensión entre estas dos versiones de la identidad alemana de posguerra quedó expresada en la presunta declaración del líder democristiano bávaro Franz Josef Strauss de que “un pueblo que ha logrado un éxito económico como el nuestro tiene derecho a no oír hablar más de Auschwitz”.
La respuesta de Merkel a la crisis de los refugiados ha desatado un nuevo debate sobre la identidad. El partido Alternative für Deutschland (AfD), euroescéptico y cada vez más xenófobo, que pareció desintegrarse cuando su fundador, Bernd Lucke, se fue para formar un partido nuevo en julio, ha vuelto a subir en las encuestas y podría convertirse en la auténtica oposición tras las elecciones regionales del 13 de marzo. Mientras tanto, desde el verano se producen ataques contra los solicitantes de asilo casi a diario. La resurrección de AfD y el aumento de las agresiones a refugiados demuestran lo frágil que sigue siendo la identidad postnacional de Alemania. El peligro es que, al extralimitarse como respuesta a la crisis, Merkel haya desacreditado la idea de Alemania como país de inmigración justo cuando los alemanes corrientes empezaban a reconciliarse con ella.
Cuando los democristianos y los socialdemócratas acordaron formar otra gran coalición en el otoño de 2013, algunos temieron que provocara un aumento del extremismo político, igual que sucedió durante la primera gran coalición en la historia de la República Federal, que duró de 1966 a 1969. Lo extraordinario es que, en esta ocasión, el extremismo procede de dentro de la propia Democracia Cristiana, y en particular de la rama bávara que dirige Seehofer. No es solo que los democristianos de Baviera estén formando una alianza de facto con AfD para presionar a Merkel y obligarla a cambiar de rumbo, sino que, al poner en tela de juicio la legitimidad del gobierno, están animando a emprender acciones directas contra el Estado, incluida la violencia contra quienes solicitan asilo.
Hans Kundnani
El País
Durante la última década ha existido en la política alemana un consenso notable, encarnado en la figura de la canciller Angela Merkel. En dos de los tres legislaturas que lleva en el poder, desde 2005, ha encabezado una gran coalición de demócratas cristianos y socialdemócratas. Incluso ha habido cierta convergencia ideológica, porque los socialdemócratas se han movido hacia la derecha en política económica y los demócratas cristianos hacia la izquierda en cuestiones sociales y medioambientales. Entre los dos, ocupan en la actualidad 503 de los 630 escaños del Bundestag, una mayoría extraordinaria que significa que pueden prescindir —y prescinden— de la izquierda y de los verdes en la oposición. Sin embargo, con el telón de fondo de la crisis de los refugiados, es posible que ese consenso esté llegando a su fin, y Alemania se ha vuelto de pronto mucho más impredecible.
En sí mismo, puede que no esté mal que la política alemana se vuelva más controvertida. El consenso de este último decenio ha sido algo asfixiante. En particular, los socialdemócratas fueron totalmente incapaces de ofrecer una alternativa a la estrategia de Merkel ante la crisis del euro. Aceptaron la declaración postdemocrática de la canciller —"no hay alternativa"—, y la consecuencia directa fue la creación en 2013 del partido euroescéptico Alternative für Deutschland (Alternativa para Alemania, AfD). Sin embargo, no se trata solo de que las políticas vayan a ser debatidas más abiertamente a partir de ahora. Se trata de que, como Merkel sigue insistiendo en que no hay alternativas a su estrategia, algunos están empezando a poner en duda la legitimidad del propio Estado.
Una crisis de identidad pulsa en la foto
En una entrevista el líder democristiano de Baviera, Horst Seehofer, uno de los más ruidosos críticos de la postura de Merkel, dijo que la República Federal ha dejado de ser un Rechtstaat —es decir, un Estado de derecho— y se ha convertido en un Unrechstaat —un término empleado para calificar Estados totalitarios como la República Democrática Alemana— y autorizaba sutilmente a los ciudadanos alemanes a resistir frente al poder del Estado. En otra entrevista en la revista Cicero, el filósofo Peter Sloterdijk dijo que el Estado ha cedido la soberanía a los refugiados. “No tenemos una obligación moral de destruirnos”, concluyó.
Igual que el consenso de la última década se construyó en torno a Merkel, también está en el centro del debate sobre los refugiados, cada vez más polarizado. Desde finales de verano del año pasado, Merkel ha recibido tanto elogios como críticas por abrir las fronteras de Alemania. En realidad, lo que sucedió es más complicado. A mediados de agosto quedó claro que Alemania iba a acoger a un millón de solicitantes de asilo en 2015; no era un cambio de política, sino una aceptación de los hechos. Unos días después, el ministerio de Inmigración y Refugiados decidió dejar en suspenso el Convenio de Dublín para los sirios, una medida que tomó porque estaba desbordado. Luego, a principios de septiembre, Merkel decidió permitir a miles de solicitantes de asilo tirados en la estación de Keleti, en Budapest, que fueran a Alemania, una medida que tomó porque no tuvo más remedio.
Es decir, no se tomó una gran decisión para abrir las fronteras, sino que se dieron una serie de pequeños pasos y hubo una ausencia de medidas para cambiar de rumbo, que tuvo tremendas consecuencias para Alemania y el resto de Europa. La toma de decisiones de Merkel no se aparta tanto de su estilo tradicional. No es que de repente actuara por convicción, como aseguran sus partidarios, ni que de pronto se mostrara inflexible, como dicen sus detractores. Según su costumbre, esperó todo lo que pudo —durante varios años de agravamiento del conflicto sirio, Alemania hizo muy poca cosa mientras los refugiados llegaban a Grecia e Italia— y solo reaccionó, más que actuó, cuando fue necesario. La diferencia es que, mientras que, en la crisis del euro, los reproches le llovieron sobre todo de otros países europeos, con la crisis de los refugiados su actitud está dividiendo Alemania.
Lo que hizo Merkel fue asumir el riesgo de creer que el pueblo alemán iba a aceptar e integrar a millones de solicitantes de asilo. El verano pasado, cuando se vio que el número de refugiados que iban a llegar a Alemania en 2015 sería muy superior al que las autoridades habían previsto, Merkel proclamó ante la opinión pública: “Wir schaffen das!” (“¡Podemos hacerlo!”) Siempre se ha pensado que la canciller adopta políticas populares de los socialdemócratas o los verdes para ocupar el centro político en Alemania. Su aparente determinación de incorporar a millones de refugiados a la sociedad alemana le granjeó nuevos partidarios en la izquierda. Pero también irritó a muchos en la derecha, incluso dentro de su propio partido.
En la izquierda, muchos quieren creer que el país ha superado un sentido clásico de la identidad nacional y ha desarrollado una identidad postnacional, basada en la idea del patriotismo constitucional. A su vez, esta idea se basaba en un sentido de la responsabilidad y el arrepentimiento por el pasado nazi y el Holocausto. Como escribió el filósofo Jürgen Habermas, el principal defensor de la idea del patriotismo constitucional, en los primeros años noventa, “en Alemania, no fue hasta después de Auschwitz —y en cierto sentido, solo por la conmoción de esa catástrofe moral— cuando la democracia empezó a echar raíces”. Alemania, por consiguiente, no podía ser normal. El único sentido de identidad nacional posible era el derivado de las lecciones de 1945, consagrado en la Ley Fundamental, la constitución alemana, y en especial en el Artículo 16, que garantiza el asilo.
Su determinación de incorporar a millones de refugiados le granjeó nuevos partidarios en la izquierda, pero también irritó en la derecha
Sin embargo, a la hora de la verdad, la identidad de Alemania en la posguerra siempre fue más compleja. El embrión de postnacionalismo que se desarrolló en la República Federal a partir de los años sesenta coexistía en incómoda compañía con una ley de ciudadanía más bien regresiva que se basaba en el principio del ius sanguinis, los lazos de sangre, y que se remontaba a 1913. Hasta que el gobierno verdirrojo de Gerhard Schröder reformó la ley en el 2000, Alemania seguía definiéndose en función de términos étnicos. Incluso los inmigrantes turcos de segunda o tercera generación eran oficialmente extranjeros. Ha habido que esperar a los últimos diez años, más o menos, para que Alemania se hiciera a la idea de que es una sociedad multiétnica; y a muchos alemanes les sigue molestando la idea, como muestra la repentina aparición del movimiento antiinmigrantes Pegida en 2014. En otras palabras, Alemania era postnacional más en la teoría que en la práctica.
Además, aunque los intelectuales de izquierdas se identificaban con la noción de una identidad postnacional o de una identidad de Holocausto, los ciudadanos corrientes preferían estar orgullosos del extraordinario éxito económico de la República Federal. En su libro de 2008 sobre el mito alemán, Mythen der Deutschen, el politólogo Herfried Münkler escribe que, en el contexto del Wirtschaftswunder o milagro económico de la posguerra, el logo de Mercedes sustituyó a la cruz de hierro como símbolo del orgullo alemán. La tensión entre estas dos versiones de la identidad alemana de posguerra quedó expresada en la presunta declaración del líder democristiano bávaro Franz Josef Strauss de que “un pueblo que ha logrado un éxito económico como el nuestro tiene derecho a no oír hablar más de Auschwitz”.
La respuesta de Merkel a la crisis de los refugiados ha desatado un nuevo debate sobre la identidad. El partido Alternative für Deutschland (AfD), euroescéptico y cada vez más xenófobo, que pareció desintegrarse cuando su fundador, Bernd Lucke, se fue para formar un partido nuevo en julio, ha vuelto a subir en las encuestas y podría convertirse en la auténtica oposición tras las elecciones regionales del 13 de marzo. Mientras tanto, desde el verano se producen ataques contra los solicitantes de asilo casi a diario. La resurrección de AfD y el aumento de las agresiones a refugiados demuestran lo frágil que sigue siendo la identidad postnacional de Alemania. El peligro es que, al extralimitarse como respuesta a la crisis, Merkel haya desacreditado la idea de Alemania como país de inmigración justo cuando los alemanes corrientes empezaban a reconciliarse con ella.
Cuando los democristianos y los socialdemócratas acordaron formar otra gran coalición en el otoño de 2013, algunos temieron que provocara un aumento del extremismo político, igual que sucedió durante la primera gran coalición en la historia de la República Federal, que duró de 1966 a 1969. Lo extraordinario es que, en esta ocasión, el extremismo procede de dentro de la propia Democracia Cristiana, y en particular de la rama bávara que dirige Seehofer. No es solo que los democristianos de Baviera estén formando una alianza de facto con AfD para presionar a Merkel y obligarla a cambiar de rumbo, sino que, al poner en tela de juicio la legitimidad del gobierno, están animando a emprender acciones directas contra el Estado, incluida la violencia contra quienes solicitan asilo.