Los Balcanes levantan un muro para cortar el flujo migratorio desde Grecia
Al cierre fronterizo se suma la devolución de “migrantes económicos” como los afganos
María Antonia Sánchez-Vallejo
Idomeni (Frontera greco-macedonia), El País
A Mashud Yazidi, un iraquí de 29 años doctor en Literatura, le da igual el destino final de su viaje a Europa. A diferencia de otros refugiados, que repiten machaconamente el nombre de Alemania como un ensalmo, Yazidi lo único que quiere es moverse, la dirección no cuenta. Lleva diez días atrapado en el campamento de Idomeni, en la frontera griega con la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas). Y, como muchos de los concentrados allí —10.000 personas ayer, casi diez veces la capacidad del campo—, tiene un número de registro para pasar, en su caso el 877. Así que, con suerte, y si el arbitrario ritmo de apertura de la frontera se mantiene (de 100 a 300 personas al día, y no todos los días, aleatoriamente), Yazidi, un suní amenazado que dejó en Bagdad a toda su familia, habrá pasado a FYROM este fin de semana. “O no”, musita desesperanzado junto a una endeble tienda de campaña por la que él y su amigo Nuri han pagado 40 euros. Cuando llegaron a Idomeni ya no había literas en las carpas de Acnur (la agencia de la ONU para los refugiados).
El asfixiante cuello de botella en que desde hace una semana se ha convertido el paso fronterizo de Idomeni provoca réplicas en el resto de Grecia, ya que los extranjeros siguen llegando a las islas (unos mil al día), pero no abandonando el país en parecida proporción como venía sucediendo desde septiembre. De ahí que, mientras el ministro de Exteriores griego, Nikos Kotziás, considera que la crisis es “manejable”, su compañero de gabinete Yanis Mouzalas, titular de Inmigración, pidió ayer a los ayuntamientos del país que habiliten lugares de acogida “de larga estancia” para los migrantes, ya que “las fronteras de FYROM no van a volver a abrirse pronto”.
Al atardecer, coincidiendo con un fulgurante atisbo de luz en un día mohíno, la frontera macedonia se abría para dejar pasar, uno por uno, a medio centenar de refugiados (sólo sirios e iraquíes, inscritos previamente por la policía griega). Pero poco antes un pequeño grupo de palestinos de Siria, ahora doblemente refugiados, habían sido devueltos como “inmigrantes económicos”. Los afganos, que hasta el pasado día 20 gozaban de estatus de refugiados, entran ahora en esa categoría, pese a que la mayor parte de ellos son hazaras, una minoría étnica perseguida por los talibanes.
El número de devoluciones de migrantes que no cumplen los requisitos de paso se ha incrementado en las últimas semanas, desde que Austria y los países de la ruta de los Balcanes (FYROM, Serbia, Eslovenia y Croacia) acordaron limitar drásticamente el flujo migratorio a un tope diario de 580 refugiados y ralentizar su llegada al centro de Europa. El bloqueo de Idomeni estalló violentamente el lunes, cuando un grupo de migrantes intentó cruzar por la fuerza, con una lluvia de gases lacrimógenos por parte de la policía macedonia. En comparación, la actuación de la policía griega es ejemplar: ni un empujón, ni un mal gesto pese a colas crispadas y tumultuosas.
El campamento de Idomeni, a cielo abierto, tiene una capacidad de entre 1.200 y 1.500 personas, así que la situación en que se encuentra desde hace días “es peor que una pesadilla”, confiesa un jefe policial, que requiere el anonimato. “Y lo peor está por venir, porque a las islas siguen llegando, y lo harán más en primavera, con mejor tiempo… A la vez nos tememos que las fronteras permanezcan cerradas, quién sabe si para siempre. No es que esto [Idomeni] sea un cuello de botella, es que es un tapón que se enrosca cada día más”. Desbordado en varios kilómetros a la redonda, en los campos vecinos brotan a diario tiendas de plástico mientras por los arcenes y las cunetas desfilan, día y noche, los migrantes. Muchos de ellos hacen parte del camino a pie porque los autobuses que antes los transportaban desde Atenas o Salónica hace días que no circulan para no agravar el colapso.
“Esto va cada día peor y no tenemos ninguna información, que es lo que más preocupa a los refugiados. Pueden pasar penalidades, o no comer, o estar muertos de cansancio, pero todos piden ansiosamente información, saber qué va a ser de ellos”, explica la psicóloga Viki Lilí, de la ONG griega Praksis, que se encarga de la distribución de comida (24.000 bocadillos diarios, en tres turnos). “Muchos pensamos aquí que tras la próxima cumbre europea [sobre los refugiados], acabarán cerrando definitivamente la frontera”, añade. Más pesimista, Kiriakí Jionidu, coordinadora de Arsis, ONG local que se ocupa de los niños en el campo, se pregunta en voz alta “de qué habrán servido tantas horas de trabajo, tantos desvelos, gente trabajando las 24 horas del día desde hace meses para intentar humanizar esta vergüenza, la vergüenza de Europa”.
María Antonia Sánchez-Vallejo
Idomeni (Frontera greco-macedonia), El País
A Mashud Yazidi, un iraquí de 29 años doctor en Literatura, le da igual el destino final de su viaje a Europa. A diferencia de otros refugiados, que repiten machaconamente el nombre de Alemania como un ensalmo, Yazidi lo único que quiere es moverse, la dirección no cuenta. Lleva diez días atrapado en el campamento de Idomeni, en la frontera griega con la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas). Y, como muchos de los concentrados allí —10.000 personas ayer, casi diez veces la capacidad del campo—, tiene un número de registro para pasar, en su caso el 877. Así que, con suerte, y si el arbitrario ritmo de apertura de la frontera se mantiene (de 100 a 300 personas al día, y no todos los días, aleatoriamente), Yazidi, un suní amenazado que dejó en Bagdad a toda su familia, habrá pasado a FYROM este fin de semana. “O no”, musita desesperanzado junto a una endeble tienda de campaña por la que él y su amigo Nuri han pagado 40 euros. Cuando llegaron a Idomeni ya no había literas en las carpas de Acnur (la agencia de la ONU para los refugiados).
El asfixiante cuello de botella en que desde hace una semana se ha convertido el paso fronterizo de Idomeni provoca réplicas en el resto de Grecia, ya que los extranjeros siguen llegando a las islas (unos mil al día), pero no abandonando el país en parecida proporción como venía sucediendo desde septiembre. De ahí que, mientras el ministro de Exteriores griego, Nikos Kotziás, considera que la crisis es “manejable”, su compañero de gabinete Yanis Mouzalas, titular de Inmigración, pidió ayer a los ayuntamientos del país que habiliten lugares de acogida “de larga estancia” para los migrantes, ya que “las fronteras de FYROM no van a volver a abrirse pronto”.
Al atardecer, coincidiendo con un fulgurante atisbo de luz en un día mohíno, la frontera macedonia se abría para dejar pasar, uno por uno, a medio centenar de refugiados (sólo sirios e iraquíes, inscritos previamente por la policía griega). Pero poco antes un pequeño grupo de palestinos de Siria, ahora doblemente refugiados, habían sido devueltos como “inmigrantes económicos”. Los afganos, que hasta el pasado día 20 gozaban de estatus de refugiados, entran ahora en esa categoría, pese a que la mayor parte de ellos son hazaras, una minoría étnica perseguida por los talibanes.
El número de devoluciones de migrantes que no cumplen los requisitos de paso se ha incrementado en las últimas semanas, desde que Austria y los países de la ruta de los Balcanes (FYROM, Serbia, Eslovenia y Croacia) acordaron limitar drásticamente el flujo migratorio a un tope diario de 580 refugiados y ralentizar su llegada al centro de Europa. El bloqueo de Idomeni estalló violentamente el lunes, cuando un grupo de migrantes intentó cruzar por la fuerza, con una lluvia de gases lacrimógenos por parte de la policía macedonia. En comparación, la actuación de la policía griega es ejemplar: ni un empujón, ni un mal gesto pese a colas crispadas y tumultuosas.
El campamento de Idomeni, a cielo abierto, tiene una capacidad de entre 1.200 y 1.500 personas, así que la situación en que se encuentra desde hace días “es peor que una pesadilla”, confiesa un jefe policial, que requiere el anonimato. “Y lo peor está por venir, porque a las islas siguen llegando, y lo harán más en primavera, con mejor tiempo… A la vez nos tememos que las fronteras permanezcan cerradas, quién sabe si para siempre. No es que esto [Idomeni] sea un cuello de botella, es que es un tapón que se enrosca cada día más”. Desbordado en varios kilómetros a la redonda, en los campos vecinos brotan a diario tiendas de plástico mientras por los arcenes y las cunetas desfilan, día y noche, los migrantes. Muchos de ellos hacen parte del camino a pie porque los autobuses que antes los transportaban desde Atenas o Salónica hace días que no circulan para no agravar el colapso.
“Esto va cada día peor y no tenemos ninguna información, que es lo que más preocupa a los refugiados. Pueden pasar penalidades, o no comer, o estar muertos de cansancio, pero todos piden ansiosamente información, saber qué va a ser de ellos”, explica la psicóloga Viki Lilí, de la ONG griega Praksis, que se encarga de la distribución de comida (24.000 bocadillos diarios, en tres turnos). “Muchos pensamos aquí que tras la próxima cumbre europea [sobre los refugiados], acabarán cerrando definitivamente la frontera”, añade. Más pesimista, Kiriakí Jionidu, coordinadora de Arsis, ONG local que se ocupa de los niños en el campo, se pregunta en voz alta “de qué habrán servido tantas horas de trabajo, tantos desvelos, gente trabajando las 24 horas del día desde hace meses para intentar humanizar esta vergüenza, la vergüenza de Europa”.