Atrapados en el puerto de El Pireo
Cinco mil migrantes quedan bloqueados a las puertas de Atenas por el cierre de las fronteras balcánicas
María Antonia Sánchez-Vallejo (Enviada Especial)
El País
Grecia va camino de convertirse en una ratonera para los 24.000 refugiados atrapados en su territorio a causa del cierre de las fronteras balcánicas; los cálculos menos optimistas elevan a 70.000 el volumen de transeúntes que se verán varados a su pesar en los próximos días. La situación desborda la mermada capacidad del Estado griego, que ha solicitado 468 millones de euros de ayuda urgente a Bruselas para habilitar hasta 100.000 plazas para los extranjeros. Sacando fuerzas de flaqueza, las autoridades levantan contrarreloj campamentos y albergues de tránsito para los extranjeros (cuatro más en la próxima semana), a la espera de que estos puedan continuar viaje hacia el centro de Europa. Un trayecto limitado, y con estricto conteo, a los refugiados sirios e iraquíes; para el resto, incluidos los afganos, la frontera seguirá cerrada a cal y canto. Mientras tanto, los ferris siguen llegando desde las islas, con las tripas cargadas de seres desventurados.
Decenas de voluntarios y particulares se ocupaban este martes de los 5.000 refugiados, la mayoría sirios e iraquíes, atrapados en el puerto de El Pireo. “A los afganos se los llevan a Ellinikó [antiguo aeropuerto de la capital griega]; allí las condiciones son mucho peores que aquí”, cuenta Yorgos, voluntario de un instituto de El Pireo. Ellinikó es uno de los tres campamentos de Atenas, y está tan atestado como el resto; las peleas entre los refugiados de primera (sirios e iraquíes) y aquellos otros privados de cualquier documento de viaje son una realidad latente. “¿Sabe si el tren nocturno a Salónica es seguro? Nos han dicho que los afganos nos roban y matan para quedarse con nuestros papeles”, interpela muy convencida Nasima Mohamed, una abogada iraquí recién licenciada que viaja con su hermano gemelo al encuentro de sus padres en Alemania. “Llevamos aquí [en el puerto] seis días pero no queremos arriesgarnos si no hay seguridad suficiente”, confiesa. Los hermanos viajan con otras dos familias, una musulmana, como ellos, y otra cristiana, que forman una madre y sus dos hijos. Por doquier asombra el abultado número de mujeres que viajan solas con su prole. Y los bebés que ajenos al tumulto dormitan entre mantas y maletas.
En cuatro edificios habilitados deprisa y corriendo en las instalaciones del puerto, poco más que un techo bajo el que dormir al pairo del relente y unas pocas raciones de comida —“suficientes”, concede Nasima—, los refugiados son una interrogación continua, una incógnita: “¿Cuándo nos dejarán seguir viaje?”, preguntan con insistencia. Maisá, una damascena de 35 años, viaja sola con sus cinco hijos para reunirse con su esposo, que lleva seis meses en Alemania. La mujer emprendió “la huida de Bachar [el Asad]” en compañía de otras tres familias de su barrio, en el centro de la capital siria. “Nos han dicho que esta noche a las diez hay un tren a Salónica y mañana un autobús a Idomeni”, el paso fronterizo entre Grecia y la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas), cerrado la mayor parte del tiempo tras el acuerdo de los países balcánicos (FYROM, Serbia, Eslovenia y Croacia) de limitar el paso a un máximo de 580 refugiados al día (el promedio real no supera los 300). El grupo damasceno, ocho niños en total, siete adultos, lleva cinco días con sus noches en el edificio de la bocana del puerto, a cuyo alrededor se despliega una populosa ciudad de plástico: pequeñas tiendas de campaña, ropa tendida en cables, un puesto ambulante de frutas bajo focos de neón. Y miles de maletas, y cientos de bultos huidizos entre las sombras, o alguna silla de ruedas. “Macedonia nos tiene que dejar pasar”, suplica Maisá.
Todos ellos, menores incluidos, han pagado ya los 25 euros del billete hasta Salónica —nada que ver con los 4.000 euros que llegan a pedir las mafias estos días por llevarlos hasta FYROM—, y no se quejan de su estancia en el albergue del puerto más que por el hartazgo de la espera y el ansia de seguir adelante. “La única pega es que no hay agua caliente”, cuenta Nur, de 25 años, acompañada de su esposo y su hija. “Pero hay medicinas, leche para los niños e incluso algún juguete”.
Los afganos, refugiados repentinamente devenidos en parias —hasta el pasado 20 de febrero podían cruzar los Balcanes—, acampan en el centro de la ciudad, en una plaza sin servicios ni cobijo, donde por un botellín de agua (precio habitual, 50 céntimos) a ellos les cobran dos euros; o cinco, por usar los servicios de algún establecimiento público. No es una leyenda urbana, ni una infundada vox populi. Lo denunció en su día, hace unas cuantas semanas, el propio ministro de Defensa, Panos Kamenos (el Ejército ha asumido la coordinación de la respuesta a la crisis). Antes aún podían aguardar en Idomeni, ahora su estación término es Atenas. Ajenos a todos ellos, los países balcánicos coordinan su política migratoria —el Gobierno de Skopje con el de Belgrado, por ejemplo— para ralentizar el flujo migratorio. Grecia se queda fuera como ratonera.
El País
Grecia va camino de convertirse en una ratonera para los 24.000 refugiados atrapados en su territorio a causa del cierre de las fronteras balcánicas; los cálculos menos optimistas elevan a 70.000 el volumen de transeúntes que se verán varados a su pesar en los próximos días. La situación desborda la mermada capacidad del Estado griego, que ha solicitado 468 millones de euros de ayuda urgente a Bruselas para habilitar hasta 100.000 plazas para los extranjeros. Sacando fuerzas de flaqueza, las autoridades levantan contrarreloj campamentos y albergues de tránsito para los extranjeros (cuatro más en la próxima semana), a la espera de que estos puedan continuar viaje hacia el centro de Europa. Un trayecto limitado, y con estricto conteo, a los refugiados sirios e iraquíes; para el resto, incluidos los afganos, la frontera seguirá cerrada a cal y canto. Mientras tanto, los ferris siguen llegando desde las islas, con las tripas cargadas de seres desventurados.
Decenas de voluntarios y particulares se ocupaban este martes de los 5.000 refugiados, la mayoría sirios e iraquíes, atrapados en el puerto de El Pireo. “A los afganos se los llevan a Ellinikó [antiguo aeropuerto de la capital griega]; allí las condiciones son mucho peores que aquí”, cuenta Yorgos, voluntario de un instituto de El Pireo. Ellinikó es uno de los tres campamentos de Atenas, y está tan atestado como el resto; las peleas entre los refugiados de primera (sirios e iraquíes) y aquellos otros privados de cualquier documento de viaje son una realidad latente. “¿Sabe si el tren nocturno a Salónica es seguro? Nos han dicho que los afganos nos roban y matan para quedarse con nuestros papeles”, interpela muy convencida Nasima Mohamed, una abogada iraquí recién licenciada que viaja con su hermano gemelo al encuentro de sus padres en Alemania. “Llevamos aquí [en el puerto] seis días pero no queremos arriesgarnos si no hay seguridad suficiente”, confiesa. Los hermanos viajan con otras dos familias, una musulmana, como ellos, y otra cristiana, que forman una madre y sus dos hijos. Por doquier asombra el abultado número de mujeres que viajan solas con su prole. Y los bebés que ajenos al tumulto dormitan entre mantas y maletas.
En cuatro edificios habilitados deprisa y corriendo en las instalaciones del puerto, poco más que un techo bajo el que dormir al pairo del relente y unas pocas raciones de comida —“suficientes”, concede Nasima—, los refugiados son una interrogación continua, una incógnita: “¿Cuándo nos dejarán seguir viaje?”, preguntan con insistencia. Maisá, una damascena de 35 años, viaja sola con sus cinco hijos para reunirse con su esposo, que lleva seis meses en Alemania. La mujer emprendió “la huida de Bachar [el Asad]” en compañía de otras tres familias de su barrio, en el centro de la capital siria. “Nos han dicho que esta noche a las diez hay un tren a Salónica y mañana un autobús a Idomeni”, el paso fronterizo entre Grecia y la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas), cerrado la mayor parte del tiempo tras el acuerdo de los países balcánicos (FYROM, Serbia, Eslovenia y Croacia) de limitar el paso a un máximo de 580 refugiados al día (el promedio real no supera los 300). El grupo damasceno, ocho niños en total, siete adultos, lleva cinco días con sus noches en el edificio de la bocana del puerto, a cuyo alrededor se despliega una populosa ciudad de plástico: pequeñas tiendas de campaña, ropa tendida en cables, un puesto ambulante de frutas bajo focos de neón. Y miles de maletas, y cientos de bultos huidizos entre las sombras, o alguna silla de ruedas. “Macedonia nos tiene que dejar pasar”, suplica Maisá.
Todos ellos, menores incluidos, han pagado ya los 25 euros del billete hasta Salónica —nada que ver con los 4.000 euros que llegan a pedir las mafias estos días por llevarlos hasta FYROM—, y no se quejan de su estancia en el albergue del puerto más que por el hartazgo de la espera y el ansia de seguir adelante. “La única pega es que no hay agua caliente”, cuenta Nur, de 25 años, acompañada de su esposo y su hija. “Pero hay medicinas, leche para los niños e incluso algún juguete”.
Los afganos, refugiados repentinamente devenidos en parias —hasta el pasado 20 de febrero podían cruzar los Balcanes—, acampan en el centro de la ciudad, en una plaza sin servicios ni cobijo, donde por un botellín de agua (precio habitual, 50 céntimos) a ellos les cobran dos euros; o cinco, por usar los servicios de algún establecimiento público. No es una leyenda urbana, ni una infundada vox populi. Lo denunció en su día, hace unas cuantas semanas, el propio ministro de Defensa, Panos Kamenos (el Ejército ha asumido la coordinación de la respuesta a la crisis). Antes aún podían aguardar en Idomeni, ahora su estación término es Atenas. Ajenos a todos ellos, los países balcánicos coordinan su política migratoria —el Gobierno de Skopje con el de Belgrado, por ejemplo— para ralentizar el flujo migratorio. Grecia se queda fuera como ratonera.