El abandono de los sin papeles en Libia
Cientos de indocumentados extranjeros llevan meses encarcelados en Misrata
Francisco Peregil (Enviado especial)
Misrata, El País
El capitán de policía que está a cargo del centro de inmigrantes indocumentados de Misrata, Mohamed Kahol, trabajaba hace cuatro meses en Homicidios. “Antes trataba con asesinos, presencié historias horribles. Pero aquí me dan ganas de llorar con lo que veo”. Lo que ve no le está permitido verlo a los periodistas. No se puede acceder al lugar donde se hacinan los sin papeles detrás de las rejas. Pero, a cambio, permite que vengan ellos a su despacho y hablen. Algunos no necesitan hablar para describir el horror de la experiencia. Es el caso de dos hermanos de cuatro y cinco años de Níger. Llegaron hace una semana a esa antigua escuela reconvertida en cárcel y les quedan meses por vivir en esta prisión, como al resto de los 400 inmigrantes.
Al menos esos dos niños tienen la suerte de que su madre está con ellos. También entran en esa cárcel niños y adolescentes sin ninguna compañía. Buhacar Jassey es un pintor de brocha gorda que ha cumplido los 19 años ahí dentro. En 2013 se le ocurrió emigrar desde Gambia a Libia para enviar dinero a su familia. Está acatarrado y se suena los mocos en una toalla. “La policía me detuvo una noche en Trípoli y me envió a Misrata hace un año. Y aquí sigo. Un amigo de Gambia tuvo peor suerte aún, porque intentó escapar de aquí, los policías lo cogieron y le dieron tal paliza que murió al cabo de siete días. Eso lo he visto yo con estos ojos”.
Buhacar Jassey sostiene que las condiciones de vida han mejorado desde que llegó el nuevo director, el capitán Kahol. “Ayer, por ejemplo, vino un médico. Eso antes no pasaba”. “Pero a pesar de eso, en esta cárcel se vive muy mal. La comida es insuficiente, el agua es de muy mala calidad, nuestra cama es el suelo, dormimos 13 en la misma habitación, hace mucho frío y vivimos aislados del mundo, no sabemos qué pasa en el exterior, no hay tele ni radio”. Por supuesto, tampoco tienen teléfonos. “De vez en cuando les dejamos hacer alguna llamada a sus casas con nuestros propios móviles”, admite el policía.
De pronto se presenta en el despacho de Kahol el cónsul de Chad en Misrata, Ibrahim Jalaby. Kahol lo invita a café y comenta en su presencia: “Él hará lo que hacen todos los cónsules. Hacen fotos a los inmigrantes de sus países, hablan con ellos y se van. Pero no se llevan a ninguno”. El cónsul sonríe y explica que no es fácil sacar a la gente de Libia. Las carreteras no ofrecen seguridad y no hay vuelos directos a su país. ¿Y los vuelos a través de Túnez? Son caros, pero no lo dice.
Kahol mete en su despacho a cuatro inmigrantes para que hablen con el periodista. Ahí está Melzah Mohamed, de 20 años. “Hay muchos paquistaníes. Pagaron 1.800 euros por un visado y cuando llegaron aquí se dieron cuenta de que el visado era falso”, dice Kahol. A su lado, el argelino Abdul Kader, de 57 años. Trabajaba en Sirte cuando llegó el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés). “Me ofrecieron reclutarme, pero yo solo quería trabajar. Perdí mi trabajo, me vine aquí y ahora no tengo forma de salir de aquí”.
Hay presos de Nigeria, Somalia, Eritrea, Gambia, Egipto… Unos huyeron del hambre y otros de la guerra en sus países. Pero en Libia no se distingue entre inmigrantes o refugiados políticos. La única manera de salir de esa cárcel sin que sus embajadas los reclamen es obteniendo un permiso de cualquier libio que los necesite para hacer algún trabajo en sus casas, cualquiera que se responsabilice de ellos. Pero en las calles de Misrata hay miles de inmigrantes subsaharianos, muchos de ellos indocumentados. Se ponen al lado de la autopista a cualquier hora del día o de la noche, con una maza y un martillo en el suelo como reclamo. ¿Por qué, entonces, unos están en la calle y otros en la cárcel?
Controles contra el ISIS
“Las fuerzas de seguridad”, explica Kahol, “estarían encantadas de traerme aquí a todos los que ven por las calles de Misrata. Pero yo no tengo espacio. Lo primero que hice cuando llegué fue preguntar quién llevaba aquí más tiempo. Uno levantó la mano y dijo que llevaba un año y seis meses. Le dije: ‘Fuera de aquí”.
En la calle, la policía está alerta con los extranjeros ante su posible pertenencia al Estado Islámico. Abundan los controles de tráfico dentro la ciudad, aparte de los que ya hay en los principales puestos de entrada y salida. El agente Salem al Majeay dirige uno de esos controles y cuenta que este mes detuvo a dos tunecinos sin papeles. “Supongo que pertenecen al Estado Islámico. Yo me limité a mandarlos al Servicio de Inteligencia”. Al Majey explica que él procura centrarse en los coches sin matrícula, “que hay muchísimos en Libia”.
Pero la mayor parte de los extranjeros recluidos en la antigua escuela de Misrata reconvertida en cárcel de inmigrantes nunca tuvieron la oportunidad de conducir un coche en Libia. Y puede que tarden mucho tiempo en hacerlo. “Si nadie se los lleva se quedarán aquí toda la vida”, augura el capitán Kahol.
Francisco Peregil (Enviado especial)
Misrata, El País
El capitán de policía que está a cargo del centro de inmigrantes indocumentados de Misrata, Mohamed Kahol, trabajaba hace cuatro meses en Homicidios. “Antes trataba con asesinos, presencié historias horribles. Pero aquí me dan ganas de llorar con lo que veo”. Lo que ve no le está permitido verlo a los periodistas. No se puede acceder al lugar donde se hacinan los sin papeles detrás de las rejas. Pero, a cambio, permite que vengan ellos a su despacho y hablen. Algunos no necesitan hablar para describir el horror de la experiencia. Es el caso de dos hermanos de cuatro y cinco años de Níger. Llegaron hace una semana a esa antigua escuela reconvertida en cárcel y les quedan meses por vivir en esta prisión, como al resto de los 400 inmigrantes.
Al menos esos dos niños tienen la suerte de que su madre está con ellos. También entran en esa cárcel niños y adolescentes sin ninguna compañía. Buhacar Jassey es un pintor de brocha gorda que ha cumplido los 19 años ahí dentro. En 2013 se le ocurrió emigrar desde Gambia a Libia para enviar dinero a su familia. Está acatarrado y se suena los mocos en una toalla. “La policía me detuvo una noche en Trípoli y me envió a Misrata hace un año. Y aquí sigo. Un amigo de Gambia tuvo peor suerte aún, porque intentó escapar de aquí, los policías lo cogieron y le dieron tal paliza que murió al cabo de siete días. Eso lo he visto yo con estos ojos”.
Buhacar Jassey sostiene que las condiciones de vida han mejorado desde que llegó el nuevo director, el capitán Kahol. “Ayer, por ejemplo, vino un médico. Eso antes no pasaba”. “Pero a pesar de eso, en esta cárcel se vive muy mal. La comida es insuficiente, el agua es de muy mala calidad, nuestra cama es el suelo, dormimos 13 en la misma habitación, hace mucho frío y vivimos aislados del mundo, no sabemos qué pasa en el exterior, no hay tele ni radio”. Por supuesto, tampoco tienen teléfonos. “De vez en cuando les dejamos hacer alguna llamada a sus casas con nuestros propios móviles”, admite el policía.
De pronto se presenta en el despacho de Kahol el cónsul de Chad en Misrata, Ibrahim Jalaby. Kahol lo invita a café y comenta en su presencia: “Él hará lo que hacen todos los cónsules. Hacen fotos a los inmigrantes de sus países, hablan con ellos y se van. Pero no se llevan a ninguno”. El cónsul sonríe y explica que no es fácil sacar a la gente de Libia. Las carreteras no ofrecen seguridad y no hay vuelos directos a su país. ¿Y los vuelos a través de Túnez? Son caros, pero no lo dice.
Kahol mete en su despacho a cuatro inmigrantes para que hablen con el periodista. Ahí está Melzah Mohamed, de 20 años. “Hay muchos paquistaníes. Pagaron 1.800 euros por un visado y cuando llegaron aquí se dieron cuenta de que el visado era falso”, dice Kahol. A su lado, el argelino Abdul Kader, de 57 años. Trabajaba en Sirte cuando llegó el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés). “Me ofrecieron reclutarme, pero yo solo quería trabajar. Perdí mi trabajo, me vine aquí y ahora no tengo forma de salir de aquí”.
Hay presos de Nigeria, Somalia, Eritrea, Gambia, Egipto… Unos huyeron del hambre y otros de la guerra en sus países. Pero en Libia no se distingue entre inmigrantes o refugiados políticos. La única manera de salir de esa cárcel sin que sus embajadas los reclamen es obteniendo un permiso de cualquier libio que los necesite para hacer algún trabajo en sus casas, cualquiera que se responsabilice de ellos. Pero en las calles de Misrata hay miles de inmigrantes subsaharianos, muchos de ellos indocumentados. Se ponen al lado de la autopista a cualquier hora del día o de la noche, con una maza y un martillo en el suelo como reclamo. ¿Por qué, entonces, unos están en la calle y otros en la cárcel?
Controles contra el ISIS
“Las fuerzas de seguridad”, explica Kahol, “estarían encantadas de traerme aquí a todos los que ven por las calles de Misrata. Pero yo no tengo espacio. Lo primero que hice cuando llegué fue preguntar quién llevaba aquí más tiempo. Uno levantó la mano y dijo que llevaba un año y seis meses. Le dije: ‘Fuera de aquí”.
En la calle, la policía está alerta con los extranjeros ante su posible pertenencia al Estado Islámico. Abundan los controles de tráfico dentro la ciudad, aparte de los que ya hay en los principales puestos de entrada y salida. El agente Salem al Majeay dirige uno de esos controles y cuenta que este mes detuvo a dos tunecinos sin papeles. “Supongo que pertenecen al Estado Islámico. Yo me limité a mandarlos al Servicio de Inteligencia”. Al Majey explica que él procura centrarse en los coches sin matrícula, “que hay muchísimos en Libia”.
Pero la mayor parte de los extranjeros recluidos en la antigua escuela de Misrata reconvertida en cárcel de inmigrantes nunca tuvieron la oportunidad de conducir un coche en Libia. Y puede que tarden mucho tiempo en hacerlo. “Si nadie se los lleva se quedarán aquí toda la vida”, augura el capitán Kahol.