Del miedo a Gadafi al miedo al ISIS
La ciudad de Libia que capturó a Gadafi se consume entre la carestía de la vida y la amenaza yihadista
Francisco Peregil (Enviado Especial)
Misrata, El País
Mientras Libia aplazaba el martes su enésima fecha límite para aprobar un Gobierno de unidad, en la avenida principal de Misrata, el brigadista Jalid Shabha, de 41 años, contemplaba ante el museo callejero de la revolución los tanques despanzurrados de Muamar el Gadafi, los trofeos de guerra que la gente de Misrata lograron arrebatar en 2011. Su hijo, Abdur, que nació el mismo 20 de octubre a las once de la noche en que la gente de Misrata capturaba y mataba a Muamar el Gadafi, corría feliz entre los cañones y los casquillos oxidados. Pero al padre le vencía la amargura.
“Los políticos nos decían en 2011 que en cuanto terminara la revolución, en cuanto venciéramos a Gadafi, íbamos a construir un gran país. Y mira cómo estamos. No se ve futuro y hemos dejado de creer en los políticos”, dice Shabha.
Trípoli cuenta con un Gobierno no reconocido por la comunidad internacional y apoyado por las principales milicias de Misrata. Pero en la ciudad de Tobruk, al este, hay otro Gobierno reconocido internacionalmente, aunque sin poder ejecutivo real. Cada uno cuenta con sus fuerzas militares financiadas por las dos grandes instituciones del país, que aún siguen repartiendo dinero: la Empresa Nacional de Petróleo y el Banco Central. Mientras tanto, la amenaza del Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés) se extiende a solo tres horas en coche de Misrata, en la ciudad de Sirte, cuna de Gadafi.
“El Banco Central paga sueldos”, reconoce el ingeniero Ibrahim al Shereky, de 46 años, “pero después no lo fiscaliza, no se interesa en cómo se emplea ese dinero”. Al Shereky se confiesa decepcionado con los políticos y la gente que se enriquece con la guerra. Con los primeros, porque no consiguen formar un Gobierno de unidad. Y con los segundos, porque “no tienen escrúpulos”.
Los salarios unas veces llegan y otras se retrasan hasta cuatro meses. Y cada banco fija límites mensuales para retirar dinero. Hay oficinas que solo permiten retirar 300 dinares y otras 2.000. El alquiler de la casa más barata puede costar unos 700 dinares al mes, 411 euros en el mercado oficial. El problema es que el mercado oficial, el euro que venden los bancos, no existe para casi nadie. “Para el ciudadano de a pie no hay dólares en el banco”, indica Al Shereky, “pero hay quienes lo compran en el banco y después lo revenden”. El mercado negro de divisas se ha convertido en una próspera empresa de la que solo se benefician unos cuantos.
“Aquí los políticos no hablan de economía, de los problemas reales de la gente”, dice el jubilado Ibrahim Iowzi sentado en un café. El gran tema de discusión en la calle es la subida de precios. El gas para cocinar se ha vuelto un bien escaso, más estos días tras un ataque a una planta perpetrado por un grupo islamista. El café vale casi el doble que hace cuatro meses. El pan, tres cuartos de lo mismo. La gasolina no ha subido (subvencionado, un litro de combustible es más barato que uno de agua) y los colegios funcionan. Pero la sanidad es un desastre.
El gran hospital de Accidentes y Emergencias funciona a medio gas porque las obras llevan meses paradas. “La constructora”, explica Abdulfziz Issa, portavoz del centro, “nos dice que si le pagan, en cuatro meses termina las obras. Pero falta dinero y solo funcionan las urgencias”.
La entrada del hospital la custodian hombres armados. “No están ahí por amenazas del ISIS sino porque ya hemos tenido más de diez ataques personales dentro del centro de gente que viene a matar a un paciente porque sabe que acaba de ingresar”.
En el hospital faltan manos. “El Gobierno de Trípoli”, continúa Issa, “obligó a los médicos a elegir entre sus clases en la universidad de Misrata o el hospital, y se quedaron con las clases porque ganan más. Después tuvimos médicos de Filipinas y Bangladesh que se fueron porque no podían enviar dinero al extranjero”. La gente termina yendo a curarse a Túnez, que es el único país que no pide visado a los libios. Para ir a Túnez se necesita dinares tunecinos o euros, solo disponibles en el mercado negro.
Sin obreros
En alguna calle se ve una obra con albañiles subsaharianos. Los seis millones de libios nunca se caracterizaron por trabajar en la construcción. Eso quedaba para subsaharianos y egipcios, pero desde que el ISIS decapitó a 21 cristianos egipcios en febrero de 2015, muchos abandonaron el país. Ahora la mayoría de los edificios se encuentran a medio hacer. Misrata es un inmenso museo en el que casi todo sigue igual desde que cayó Gadafi en 2011. Los edificios de la Trípoli, la principal avenida de la ciudad, continúan con los inmensos boquetes que abrieron los tanques en las fachadas hace cinco años, con la metralla y los techos a medio caer.
Pero en este reloj parado hay una diferencia sustancial respecto a 2011: el ISIS. “Están a 300 kilómetros, en Sirte”, dice el jubilado Iowzi. “Temo levantarme un día y verlos enfrente de casa”. La calma de Misrata es solo aparente. La gente sabe que el ISIS se ha infiltrado en la ciudad.
Unos quieren que intervengan las fuerzas extranjeras sobre el terreno y otros dicen que eso atraería más yihadistas a Libia. Y todo el mundo da por hecho que hay fuerzas especiales extranjeras adiestrando a los libios en las inmediaciones de Misrata, ante un posible ataque yihadista. Cinco años tras Gadafi y con las heridas aún abiertas, Misrata podría convertirse en punta de lanza de otra guerra, contra el ISIS.
Francisco Peregil (Enviado Especial)
Misrata, El País
Mientras Libia aplazaba el martes su enésima fecha límite para aprobar un Gobierno de unidad, en la avenida principal de Misrata, el brigadista Jalid Shabha, de 41 años, contemplaba ante el museo callejero de la revolución los tanques despanzurrados de Muamar el Gadafi, los trofeos de guerra que la gente de Misrata lograron arrebatar en 2011. Su hijo, Abdur, que nació el mismo 20 de octubre a las once de la noche en que la gente de Misrata capturaba y mataba a Muamar el Gadafi, corría feliz entre los cañones y los casquillos oxidados. Pero al padre le vencía la amargura.
“Los políticos nos decían en 2011 que en cuanto terminara la revolución, en cuanto venciéramos a Gadafi, íbamos a construir un gran país. Y mira cómo estamos. No se ve futuro y hemos dejado de creer en los políticos”, dice Shabha.
Trípoli cuenta con un Gobierno no reconocido por la comunidad internacional y apoyado por las principales milicias de Misrata. Pero en la ciudad de Tobruk, al este, hay otro Gobierno reconocido internacionalmente, aunque sin poder ejecutivo real. Cada uno cuenta con sus fuerzas militares financiadas por las dos grandes instituciones del país, que aún siguen repartiendo dinero: la Empresa Nacional de Petróleo y el Banco Central. Mientras tanto, la amenaza del Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés) se extiende a solo tres horas en coche de Misrata, en la ciudad de Sirte, cuna de Gadafi.
“El Banco Central paga sueldos”, reconoce el ingeniero Ibrahim al Shereky, de 46 años, “pero después no lo fiscaliza, no se interesa en cómo se emplea ese dinero”. Al Shereky se confiesa decepcionado con los políticos y la gente que se enriquece con la guerra. Con los primeros, porque no consiguen formar un Gobierno de unidad. Y con los segundos, porque “no tienen escrúpulos”.
Los salarios unas veces llegan y otras se retrasan hasta cuatro meses. Y cada banco fija límites mensuales para retirar dinero. Hay oficinas que solo permiten retirar 300 dinares y otras 2.000. El alquiler de la casa más barata puede costar unos 700 dinares al mes, 411 euros en el mercado oficial. El problema es que el mercado oficial, el euro que venden los bancos, no existe para casi nadie. “Para el ciudadano de a pie no hay dólares en el banco”, indica Al Shereky, “pero hay quienes lo compran en el banco y después lo revenden”. El mercado negro de divisas se ha convertido en una próspera empresa de la que solo se benefician unos cuantos.
“Aquí los políticos no hablan de economía, de los problemas reales de la gente”, dice el jubilado Ibrahim Iowzi sentado en un café. El gran tema de discusión en la calle es la subida de precios. El gas para cocinar se ha vuelto un bien escaso, más estos días tras un ataque a una planta perpetrado por un grupo islamista. El café vale casi el doble que hace cuatro meses. El pan, tres cuartos de lo mismo. La gasolina no ha subido (subvencionado, un litro de combustible es más barato que uno de agua) y los colegios funcionan. Pero la sanidad es un desastre.
El gran hospital de Accidentes y Emergencias funciona a medio gas porque las obras llevan meses paradas. “La constructora”, explica Abdulfziz Issa, portavoz del centro, “nos dice que si le pagan, en cuatro meses termina las obras. Pero falta dinero y solo funcionan las urgencias”.
La entrada del hospital la custodian hombres armados. “No están ahí por amenazas del ISIS sino porque ya hemos tenido más de diez ataques personales dentro del centro de gente que viene a matar a un paciente porque sabe que acaba de ingresar”.
En el hospital faltan manos. “El Gobierno de Trípoli”, continúa Issa, “obligó a los médicos a elegir entre sus clases en la universidad de Misrata o el hospital, y se quedaron con las clases porque ganan más. Después tuvimos médicos de Filipinas y Bangladesh que se fueron porque no podían enviar dinero al extranjero”. La gente termina yendo a curarse a Túnez, que es el único país que no pide visado a los libios. Para ir a Túnez se necesita dinares tunecinos o euros, solo disponibles en el mercado negro.
Sin obreros
En alguna calle se ve una obra con albañiles subsaharianos. Los seis millones de libios nunca se caracterizaron por trabajar en la construcción. Eso quedaba para subsaharianos y egipcios, pero desde que el ISIS decapitó a 21 cristianos egipcios en febrero de 2015, muchos abandonaron el país. Ahora la mayoría de los edificios se encuentran a medio hacer. Misrata es un inmenso museo en el que casi todo sigue igual desde que cayó Gadafi en 2011. Los edificios de la Trípoli, la principal avenida de la ciudad, continúan con los inmensos boquetes que abrieron los tanques en las fachadas hace cinco años, con la metralla y los techos a medio caer.
Pero en este reloj parado hay una diferencia sustancial respecto a 2011: el ISIS. “Están a 300 kilómetros, en Sirte”, dice el jubilado Iowzi. “Temo levantarme un día y verlos enfrente de casa”. La calma de Misrata es solo aparente. La gente sabe que el ISIS se ha infiltrado en la ciudad.
Unos quieren que intervengan las fuerzas extranjeras sobre el terreno y otros dicen que eso atraería más yihadistas a Libia. Y todo el mundo da por hecho que hay fuerzas especiales extranjeras adiestrando a los libios en las inmediaciones de Misrata, ante un posible ataque yihadista. Cinco años tras Gadafi y con las heridas aún abiertas, Misrata podría convertirse en punta de lanza de otra guerra, contra el ISIS.