Acapulco, el sol en un ataúd
El puerto intenta dejar atrás la violencia y recuperar el atractivo que lo llenó de estrellas
Juan Diego Quesada
Pablo de Llano
Acapulco, El País
En Acapulco es de noche, aún es de noche. Por más que durante el día brille el sol con desmesura e inunde la bahía de luz blanca, todavía está oscuro. El año pasado hubo 903 homicidios en la ciudad, 104 por cada 100.000 habitantes. Un porcentaje por encima de cualquier otra ciudad de México. Dicho de otra manera: si Acapulco fuera una ostra, estaría tan llena de problemas que apenas se podría ver la perla.
En el malecón se anuncian cócteles al 2x1 y ruidosas fiestas de música banda. Los turistas toman el sol en las tumbonas situadas en primera línea. Por la arena, totalmente fuera de contexto, como si se mezclaran la Ibiza de los dj’s y el Sarajevo de los francotiradores, patrullan militares con el fusil en la mano. Los locales se han acostumbrado a la presencia de los soldados. Los de fuera menos. Una familia de la República Checa observa el desfile de soldados desde la terraza de un restaurante: “¡Wauu!”. ¿Saben ellos qué pinta este escuadrón aquí? “Es por el ISIS, ¿no?”. Hace unas semanas un vendedor ambulante de ropa caminaba por la orilla cuando un sicario lo ejecutó, a la vista de todo el mundo. Como si un guionista de GoldenEye hubiera ideado lo que iba a pasar a continuación, el asesino huyó acelerando una moto acuática que desapareció entre las olas.
Sin embargo, la muerte no ha espantado al lujo. A las once de la mañana, vestido con una camisa de flores, el pecho barnizado de sol y chupando un vaporizador de agua con sabor a tabaco, el empresario inmobiliario Ron Scala recibe a la entrada de su mansión. Neoyorquino de origen napolitano, Scala le compró la casa a Julio Iglesias y la rehabilitó. De 72 años, asiduo a la ciudad desde los sesenta, es un enamorado del lugar y sostiene que ahora es la ocasión de invertir: “Ya hemos tocado fondo. No vamos a estar peor. Si alguien tiene los huevos de invertir ahora en Acapulco, le saldrá bien”.
El empresario vive en su mansión con su esposa Roxanne –“The Señora”, la presenta– durante el invierno estadounidense y el resto del año la renta. La casa, que ha bautizado como Villa Scala, está en el mismo condominio que el hotel Villa Vera, por el que pasaron en los años dorados de Acapulco figurones como John Wayne o Elizabeth Taylor. El plan de Scala es seguir comprando y vendiendo, haciendo negocio. “Esta casa”, dice sobre su querida Villa Scala, “la vendo por cinco millones de dólares”. Opina que los extranjeros no deberían tener miedo a meter dinero en Acapulco. “Los americanos tienen una idea de esto mucho peor de lo que es”. Scala, que cuenta con una cocina con cúpula replicada de un convento de monjas, con una piscina con cascada, un jacuzzi con ideogramas chinos, una tabla de masaje forrada en piel y con maderas de Indonesia y "cien buganvillas" en el jardín, considera que la zona turística es segura. Los muertos están “out of the village”, dice. Fuera la ciudad.
Donde Scala ve una plácida burbuja blindada, el empresario Henri Donnadieu ve algo más parecido a una habitación del pánico con palmeras. “La gente nice se está atrincherando en la zona de Acapulco Diamante”, dice. “Tengo un amigo que dice que va del aeropuerto a su departamento y del departamento al aeropuerto”. Este bon vivant de 73 años vivió también los tiempos en los que las fiestas de la jet set se enlazaban un día tras otro. “Era idílico”.
Los números hablan de las grietas del edén. Los hoteles no pasan de media de un 40% de ocupación, según la Asociación de Hoteles y Empresas Turísticas. La infraestructura antigua no se renueva desde los setenta y la Secretaría de Turismo federal calcula que para ponerla a punto hacen falta más de 300 millones de dólares. Los precios del mercado inmobiliario se han desplomado un 25%, según Ron Lavender, un viejo gurú de los bienes raíces en Acapulco que, pese a todo, hace un matiz: “Acapulco siempre ha tenido épocas altas y bajas. Volverá a su gloria en un cuatro o cinco años. Yo conozco lugares por todo el mundo y hay pocas cosas tan bonitas como este puerto. Es una de las cinco bahías más perfectas del mundo”. Lo anuncia, con perspectiva, un hombre que nació hace 89 años en Iowa durante la Gran Depresión.
En la parte trasera de los taxis cuelga un cartel: “Habla bien de Acapulco”. La campaña publicitaria a contracorriente la comanda Erick de Santiago, un empresario de la Ciudad de México que llegó a la costa hace ocho años a gestionar una discoteca. Después se vino encima la ola de violencia, los decapitados y los colgados en los puentes, y él podría haberse marchado como tantos otros. Sin embargo, se quedó, y resiste contra viento y marea. Regenta un bar a pie de playa, con una extraña carta que mezclan paella y pozole. “Hay muchas cosas buenas que decir de Acapulco, más que malas. Esto pasará y volverá a ser el paraíso que es”, concluye.
Un cadáver tapado ante un hotel de Acapulco.
Un cadáver tapado ante un hotel de Acapulco. PEDRO PARDO
Los habitantes del paraíso tienen una cita fija cada año aunque no les entusiasme el deporte: el abierto mexicano de tenis. Para llegar hasta la pista hay que pasar un primer control policial en la zona de Diamante, la exclusiva playa en el que se disputa el torneo, una segunda revisión y una tercera de acceso al recinto. “Sí, estamos en una burbuja”, reconoce el director del torneo, Raúl Zurutuza. Huyendo de la altura de la Ciudad de México que dejaba sin oxígeno a los deportistas, los organizadores bajaron el abierto al nivel del mar en 2001. Eran buenos tiempos para Acapulco, después todo se derrumbó. “Podríamos habernos ido pero sería rendirse. Vivimos una situación compleja de violencia y hay que afrontarla”, añade Zurutuza.
En las gradas están sentados Roberto García y Javier Álvarez. No han faltado ni a uno solo de los torneos desde hace ocho años. Solían venir en coche desde Uruapan, Michoacán, pero desde hace tres usan el avión por miedo cruzar las carreteras de la región con una matrícula de fuera. Se mueven exclusivamente entre el hotel, la pista y la playa, todo en un radio idílico de 200 metros. “De aquí no salimos, y tan felices”, dice García protegiéndose del sol achicharrante con la mano haciendo de visera.
Unas horas después, en la colonia Zapata, la periferia pobre donde no hay rascacielos y la noche es negra porque no hay farolas ni rótulos luminosos, la policía y un grupo de delincuentes se liaban a tiros, en plena calle. No consta en ninguna crónica que John Wayne caminara por estas aceras levantadas ni que Elizabeth Taylor se casara por enésima vez en algunos de estos antros de mala muerte. La peluquera del barrio decía después del suceso que cerró las persianas del negocio. Los jóvenes que jugaban al voleibol en la cancha se tiraron al suelo. Cuando dejaron de oír detonaciones, sencillamente se levantaron y continuaron el partido donde lo habían dejado. Hay sangre en el suelo. Huele a pólvora. Es Acapulco, “out of the village”.
Juan Diego Quesada
Pablo de Llano
Acapulco, El País
En Acapulco es de noche, aún es de noche. Por más que durante el día brille el sol con desmesura e inunde la bahía de luz blanca, todavía está oscuro. El año pasado hubo 903 homicidios en la ciudad, 104 por cada 100.000 habitantes. Un porcentaje por encima de cualquier otra ciudad de México. Dicho de otra manera: si Acapulco fuera una ostra, estaría tan llena de problemas que apenas se podría ver la perla.
En el malecón se anuncian cócteles al 2x1 y ruidosas fiestas de música banda. Los turistas toman el sol en las tumbonas situadas en primera línea. Por la arena, totalmente fuera de contexto, como si se mezclaran la Ibiza de los dj’s y el Sarajevo de los francotiradores, patrullan militares con el fusil en la mano. Los locales se han acostumbrado a la presencia de los soldados. Los de fuera menos. Una familia de la República Checa observa el desfile de soldados desde la terraza de un restaurante: “¡Wauu!”. ¿Saben ellos qué pinta este escuadrón aquí? “Es por el ISIS, ¿no?”. Hace unas semanas un vendedor ambulante de ropa caminaba por la orilla cuando un sicario lo ejecutó, a la vista de todo el mundo. Como si un guionista de GoldenEye hubiera ideado lo que iba a pasar a continuación, el asesino huyó acelerando una moto acuática que desapareció entre las olas.
Sin embargo, la muerte no ha espantado al lujo. A las once de la mañana, vestido con una camisa de flores, el pecho barnizado de sol y chupando un vaporizador de agua con sabor a tabaco, el empresario inmobiliario Ron Scala recibe a la entrada de su mansión. Neoyorquino de origen napolitano, Scala le compró la casa a Julio Iglesias y la rehabilitó. De 72 años, asiduo a la ciudad desde los sesenta, es un enamorado del lugar y sostiene que ahora es la ocasión de invertir: “Ya hemos tocado fondo. No vamos a estar peor. Si alguien tiene los huevos de invertir ahora en Acapulco, le saldrá bien”.
El empresario vive en su mansión con su esposa Roxanne –“The Señora”, la presenta– durante el invierno estadounidense y el resto del año la renta. La casa, que ha bautizado como Villa Scala, está en el mismo condominio que el hotel Villa Vera, por el que pasaron en los años dorados de Acapulco figurones como John Wayne o Elizabeth Taylor. El plan de Scala es seguir comprando y vendiendo, haciendo negocio. “Esta casa”, dice sobre su querida Villa Scala, “la vendo por cinco millones de dólares”. Opina que los extranjeros no deberían tener miedo a meter dinero en Acapulco. “Los americanos tienen una idea de esto mucho peor de lo que es”. Scala, que cuenta con una cocina con cúpula replicada de un convento de monjas, con una piscina con cascada, un jacuzzi con ideogramas chinos, una tabla de masaje forrada en piel y con maderas de Indonesia y "cien buganvillas" en el jardín, considera que la zona turística es segura. Los muertos están “out of the village”, dice. Fuera la ciudad.
Donde Scala ve una plácida burbuja blindada, el empresario Henri Donnadieu ve algo más parecido a una habitación del pánico con palmeras. “La gente nice se está atrincherando en la zona de Acapulco Diamante”, dice. “Tengo un amigo que dice que va del aeropuerto a su departamento y del departamento al aeropuerto”. Este bon vivant de 73 años vivió también los tiempos en los que las fiestas de la jet set se enlazaban un día tras otro. “Era idílico”.
Los números hablan de las grietas del edén. Los hoteles no pasan de media de un 40% de ocupación, según la Asociación de Hoteles y Empresas Turísticas. La infraestructura antigua no se renueva desde los setenta y la Secretaría de Turismo federal calcula que para ponerla a punto hacen falta más de 300 millones de dólares. Los precios del mercado inmobiliario se han desplomado un 25%, según Ron Lavender, un viejo gurú de los bienes raíces en Acapulco que, pese a todo, hace un matiz: “Acapulco siempre ha tenido épocas altas y bajas. Volverá a su gloria en un cuatro o cinco años. Yo conozco lugares por todo el mundo y hay pocas cosas tan bonitas como este puerto. Es una de las cinco bahías más perfectas del mundo”. Lo anuncia, con perspectiva, un hombre que nació hace 89 años en Iowa durante la Gran Depresión.
En la parte trasera de los taxis cuelga un cartel: “Habla bien de Acapulco”. La campaña publicitaria a contracorriente la comanda Erick de Santiago, un empresario de la Ciudad de México que llegó a la costa hace ocho años a gestionar una discoteca. Después se vino encima la ola de violencia, los decapitados y los colgados en los puentes, y él podría haberse marchado como tantos otros. Sin embargo, se quedó, y resiste contra viento y marea. Regenta un bar a pie de playa, con una extraña carta que mezclan paella y pozole. “Hay muchas cosas buenas que decir de Acapulco, más que malas. Esto pasará y volverá a ser el paraíso que es”, concluye.
Un cadáver tapado ante un hotel de Acapulco.
Un cadáver tapado ante un hotel de Acapulco. PEDRO PARDO
Los habitantes del paraíso tienen una cita fija cada año aunque no les entusiasme el deporte: el abierto mexicano de tenis. Para llegar hasta la pista hay que pasar un primer control policial en la zona de Diamante, la exclusiva playa en el que se disputa el torneo, una segunda revisión y una tercera de acceso al recinto. “Sí, estamos en una burbuja”, reconoce el director del torneo, Raúl Zurutuza. Huyendo de la altura de la Ciudad de México que dejaba sin oxígeno a los deportistas, los organizadores bajaron el abierto al nivel del mar en 2001. Eran buenos tiempos para Acapulco, después todo se derrumbó. “Podríamos habernos ido pero sería rendirse. Vivimos una situación compleja de violencia y hay que afrontarla”, añade Zurutuza.
En las gradas están sentados Roberto García y Javier Álvarez. No han faltado ni a uno solo de los torneos desde hace ocho años. Solían venir en coche desde Uruapan, Michoacán, pero desde hace tres usan el avión por miedo cruzar las carreteras de la región con una matrícula de fuera. Se mueven exclusivamente entre el hotel, la pista y la playa, todo en un radio idílico de 200 metros. “De aquí no salimos, y tan felices”, dice García protegiéndose del sol achicharrante con la mano haciendo de visera.
Unas horas después, en la colonia Zapata, la periferia pobre donde no hay rascacielos y la noche es negra porque no hay farolas ni rótulos luminosos, la policía y un grupo de delincuentes se liaban a tiros, en plena calle. No consta en ninguna crónica que John Wayne caminara por estas aceras levantadas ni que Elizabeth Taylor se casara por enésima vez en algunos de estos antros de mala muerte. La peluquera del barrio decía después del suceso que cerró las persianas del negocio. Los jóvenes que jugaban al voleibol en la cancha se tiraron al suelo. Cuando dejaron de oír detonaciones, sencillamente se levantaron y continuaron el partido donde lo habían dejado. Hay sangre en el suelo. Huele a pólvora. Es Acapulco, “out of the village”.