Atrapados en La Jungla
Francia redobla la vigilancia tras los atentados en el campamento de Calais
Daniel Verdú
Calais El País
El día después de los atentados de París, el ejército francés bombardeó la casa de Odai Alsaleh en Raqa haciéndola volar por los aires. Su familia sobrevivió. Él hacía tiempo que se había marchado a Europa. Desde hace un mes y medio vive con dos amigos en La Jungla, el campamento de refugiados en Calais donde 6.000 hombres esperan cruzar al Reino Unido. Nunca imaginó una Francia como esta, cuenta. Pero esto es lo que hay. Aquí le ha pasado de todo. Pero lo peor, masculla, han sido las palizas de la policía al tratar de cruzar.
Alsaleh tiene 24 años y es médico. Huyó de Siria y atravesó media Europa para escapar de la guerra y del Estado Islámico (ISIS). Pero la guerra y los terroristas lo persiguen a él. Atrapado en Calais, no puede avanzar ni retroceder. “Lo del viernes en París fue terrible. Y ahora también pagaremos nosotros las consecuencias”, lamenta en un excelente inglés. La gendarmería patrulla por primera vez, armada con fusiles y chalecos antibalas, por los encharcados caminos que serpentean alrededor de las tiendas de campaña y las chabolas. Los habitantes nómadas de este lugar han construido una iglesia y una mezquita. Pero ahora los refugiados apenas pueden salir del perímetro del campo, desde el que se ven las concertinas del puente por donde pasan los camiones que se dirigen al puerto y al Eurotúne que a menudo invaden.
Empieza a llover a mares. La radio anuncia temporal, alerta naranja. La Jungla, un enorme descampado de un kilómetro de largo y medio de ancho, huele a barro, basura y especias. Las calles son ahora enormes charcos casi imposibles de atravesar y las estructuras se tambalean. Alsaleh se coloca la capucha del anorak y corre a su tienda en una zona que las ONG están acondicionando en medio del vergonzoso lodazal que sirve de antesala al viaje a Reino Unido. Hasta hace un mes y medio lograban llegar alrededor de un centenar. Desde hace 20 días, cuentan aquí, casi nadie ha conseguido cruzar. Tras los atentados, ni lo intentan. Él sonríe, seguirá aquí hasta que lo consiga.
Kane (32 años) es otro de los 400 sirios instalados aquí (hay muchos más sudaneses o afganos), él lleva solo 17 días. Abandonó su casa en Al Hassaka y atravesó Europa dejando atrás a su esposa y su familia. Lleva un anillo de oro con filigranas que ella le regaló antes de irse. “Para conseguir llegar a Inglaterra tienes que ser Jackie Chan”, bromea. Dentro de dos días intentará subir a algún tren a Manchester. Si vuelve a fracasar, terminará pagando para que las mafias que controlan los aparcamientos de camiones lo escondan en algún remolque. Le han dicho que están pidiendo hasta 5.000 euros por ello. 13 personas se dejaron la vida este verano.
Kane también llegó a la Jungla huyendo del ISIS. Ahora camina por el campamento con sandalias, un chándal y su chupa de cuero. Como la mayoría de refugiados aquí es extremadamente educado y generoso. Levanta la mirada por encima de sus pequeñas gafas e insiste en invitar él a un té en una de las casetas que los afganos han montado. Los negocios en este lugar son siempre suyos y muchos empiezan a sedentarizarse: algunos refugiados han empezado a pedir asilo (2.000 en 2015 frente los 895 de 2014). Sami, por ejemplo, llegó hace seis meses. Intentó cruzar varias veces y no lo consiguió. “Por eso monté este restaurante”, dice. Es una de tantas casetas de madera cubiertas de lona donde se come bien por muy poco dinero. En el bar de Sami hay a las dos de la tarde 30 personas. Algunos acaban de levantarse. En general aquí se duerme hasta tarde y por la noche se intenta cruzar. O eso es lo que se hacía antes del 13 de noviembre.
En la Jungla saben que los atentados de París cambiarán sus vidas. Y desde hace tiempo siempre es a peor. Dentro de un mes hay elecciones regionales en Francia y Calais, una ciudad obrera de 80.000 habitantes, es el núcleo principal del nuevo gran feudo del Frente Nacional de Le Pen. Nadie duda que el malestar provocado por los problemas de empleo (una de las tasas más altas de Francia) y la seguridad (como la muerte de una niña en abril) acabará castigando a los habitantes de la Jungla. Los esfuerzos de algunas fuerzas políticas por vincular a los refugiados con un problema de seguridad ante el terrorismo no les benefician. En las organizaciones de derechos humanos y los partidos de izquierda de la zona cunde esa sensación. “No se pueden justificar reacciones violentas de un odio inimaginables. La gente debería ponerse en la piel de esa gente. La violencia empieza por ser verbal y luego termina siendo física”, protesta Alain Privot, presidente de la Liga de Derechos Humanos de la provincia Paso de Calais. “Me preocupa que haya represalias contra los refugiados. Es posible que los usen como argumento para las próximas elecciones”, señala Marine Tondelier, concejal de Los Verdes.
Ahmad (30 años) dejó Alepo hace tres años. Viste bien, es decorador de interiores y montó un negocio en Turquía cuando huyó de su país. Pero le estafaron. Acabó cruzando el resto de Europa Serbia, Croacia, Eslovenia, Austria… para terminar en La Jungla. La llaman así, cree, para tratarles como animales. En Reino Unido piensa que le recibirán mejor. “La policía tiene rabia estos días y creo que nos culpan. Están muy agresivos. Pero nosotros no queríamos venir aquí, estábamos muy bien en Siria hasta que empezaron a bombardearla”. La policía ya no permite a todo el munod salir del campamento. Ahmad tiene miedo de que si esta noche logra llegar al centro de Calais para visitar a alguien que puede ayudarle, termine pasándole algo. “El día antes del atentado hubo protestas. Hasta quemaron un Corán”, relata. Peor que la Jungla, piensan todos aquí, es quedarse atrapado en ella.
Daniel Verdú
Calais El País
El día después de los atentados de París, el ejército francés bombardeó la casa de Odai Alsaleh en Raqa haciéndola volar por los aires. Su familia sobrevivió. Él hacía tiempo que se había marchado a Europa. Desde hace un mes y medio vive con dos amigos en La Jungla, el campamento de refugiados en Calais donde 6.000 hombres esperan cruzar al Reino Unido. Nunca imaginó una Francia como esta, cuenta. Pero esto es lo que hay. Aquí le ha pasado de todo. Pero lo peor, masculla, han sido las palizas de la policía al tratar de cruzar.
Alsaleh tiene 24 años y es médico. Huyó de Siria y atravesó media Europa para escapar de la guerra y del Estado Islámico (ISIS). Pero la guerra y los terroristas lo persiguen a él. Atrapado en Calais, no puede avanzar ni retroceder. “Lo del viernes en París fue terrible. Y ahora también pagaremos nosotros las consecuencias”, lamenta en un excelente inglés. La gendarmería patrulla por primera vez, armada con fusiles y chalecos antibalas, por los encharcados caminos que serpentean alrededor de las tiendas de campaña y las chabolas. Los habitantes nómadas de este lugar han construido una iglesia y una mezquita. Pero ahora los refugiados apenas pueden salir del perímetro del campo, desde el que se ven las concertinas del puente por donde pasan los camiones que se dirigen al puerto y al Eurotúne que a menudo invaden.
Empieza a llover a mares. La radio anuncia temporal, alerta naranja. La Jungla, un enorme descampado de un kilómetro de largo y medio de ancho, huele a barro, basura y especias. Las calles son ahora enormes charcos casi imposibles de atravesar y las estructuras se tambalean. Alsaleh se coloca la capucha del anorak y corre a su tienda en una zona que las ONG están acondicionando en medio del vergonzoso lodazal que sirve de antesala al viaje a Reino Unido. Hasta hace un mes y medio lograban llegar alrededor de un centenar. Desde hace 20 días, cuentan aquí, casi nadie ha conseguido cruzar. Tras los atentados, ni lo intentan. Él sonríe, seguirá aquí hasta que lo consiga.
Kane (32 años) es otro de los 400 sirios instalados aquí (hay muchos más sudaneses o afganos), él lleva solo 17 días. Abandonó su casa en Al Hassaka y atravesó Europa dejando atrás a su esposa y su familia. Lleva un anillo de oro con filigranas que ella le regaló antes de irse. “Para conseguir llegar a Inglaterra tienes que ser Jackie Chan”, bromea. Dentro de dos días intentará subir a algún tren a Manchester. Si vuelve a fracasar, terminará pagando para que las mafias que controlan los aparcamientos de camiones lo escondan en algún remolque. Le han dicho que están pidiendo hasta 5.000 euros por ello. 13 personas se dejaron la vida este verano.
Kane también llegó a la Jungla huyendo del ISIS. Ahora camina por el campamento con sandalias, un chándal y su chupa de cuero. Como la mayoría de refugiados aquí es extremadamente educado y generoso. Levanta la mirada por encima de sus pequeñas gafas e insiste en invitar él a un té en una de las casetas que los afganos han montado. Los negocios en este lugar son siempre suyos y muchos empiezan a sedentarizarse: algunos refugiados han empezado a pedir asilo (2.000 en 2015 frente los 895 de 2014). Sami, por ejemplo, llegó hace seis meses. Intentó cruzar varias veces y no lo consiguió. “Por eso monté este restaurante”, dice. Es una de tantas casetas de madera cubiertas de lona donde se come bien por muy poco dinero. En el bar de Sami hay a las dos de la tarde 30 personas. Algunos acaban de levantarse. En general aquí se duerme hasta tarde y por la noche se intenta cruzar. O eso es lo que se hacía antes del 13 de noviembre.
En la Jungla saben que los atentados de París cambiarán sus vidas. Y desde hace tiempo siempre es a peor. Dentro de un mes hay elecciones regionales en Francia y Calais, una ciudad obrera de 80.000 habitantes, es el núcleo principal del nuevo gran feudo del Frente Nacional de Le Pen. Nadie duda que el malestar provocado por los problemas de empleo (una de las tasas más altas de Francia) y la seguridad (como la muerte de una niña en abril) acabará castigando a los habitantes de la Jungla. Los esfuerzos de algunas fuerzas políticas por vincular a los refugiados con un problema de seguridad ante el terrorismo no les benefician. En las organizaciones de derechos humanos y los partidos de izquierda de la zona cunde esa sensación. “No se pueden justificar reacciones violentas de un odio inimaginables. La gente debería ponerse en la piel de esa gente. La violencia empieza por ser verbal y luego termina siendo física”, protesta Alain Privot, presidente de la Liga de Derechos Humanos de la provincia Paso de Calais. “Me preocupa que haya represalias contra los refugiados. Es posible que los usen como argumento para las próximas elecciones”, señala Marine Tondelier, concejal de Los Verdes.
Ahmad (30 años) dejó Alepo hace tres años. Viste bien, es decorador de interiores y montó un negocio en Turquía cuando huyó de su país. Pero le estafaron. Acabó cruzando el resto de Europa Serbia, Croacia, Eslovenia, Austria… para terminar en La Jungla. La llaman así, cree, para tratarles como animales. En Reino Unido piensa que le recibirán mejor. “La policía tiene rabia estos días y creo que nos culpan. Están muy agresivos. Pero nosotros no queríamos venir aquí, estábamos muy bien en Siria hasta que empezaron a bombardearla”. La policía ya no permite a todo el munod salir del campamento. Ahmad tiene miedo de que si esta noche logra llegar al centro de Calais para visitar a alguien que puede ayudarle, termine pasándole algo. “El día antes del atentado hubo protestas. Hasta quemaron un Corán”, relata. Peor que la Jungla, piensan todos aquí, es quedarse atrapado en ella.