El Papa topa con una feroz oposición al cambio en el Sínodo de la Familia
Los sectores más conservadores liderados por cardenales como Müller o Rouco tratan de bloquear cualquier apertura en la Iglesia
Pablo Ordaz
Roma, El País
Como si se tratara de una adaptación del cuento de Monterroso, cuando el papa Francisco llegó el 26 de septiembre a Filadelfia para presidir el encuentro mundial de las familias, los dinosaurios de la Iglesia ya estaban allí. Los cardenales Gerhard L. Müller y Antonio María Rouco habían desayunado en el lujoso hotel Marriot –más de 400 euros la noche-, y su sola voluntad de exhibirse juntos en Estados Unidos a pocos días de la inauguración en Roma del Sínodo de los Obispos suponía de por sí una advertencia: la intención de Jorge Mario Bergoglio de abrir la Iglesia a nuevos modelos de familia se iba a encontrar con una oposición fuerte y bien organizada.
Tanto que, el sábado, justo un día antes de la inauguración del Sínodo sobre la Familia, una muy oportuna bomba informativa oscureció las dos intervenciones con las que el Papa tenía previsto marcar ante los 270 padres sinodales –obispos, cardenales y religiosos con derecho a voto—su línea aperturista. El prelado polaco Krzysztof Charamsa, de 43 años, declaraba a los cuatro vientos su homosexualidad, se dejaba fotografiar –de negro riguroso y sin desprenderse del alzacuello-- junto a su novio Edouard y denunciaba “la homofobia del Vaticano”. Lo más curioso del asunto es que tanto el monseñor gay como el cardenal Gerhard L. Müller –el amigo de Rouco, la tradición y el lujo— son teólogos y llevan años trabajando juntos en la Congregación para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio. Aunque por motivos aparentemente contrapuestos, a ambos les interesaba que la noticia bomba explotase en las vísperas del Sínodo.
El prelado polaco no ocultó sus intenciones: “Yo quería decir al Sínodo que el amor homosexual es un amor familiar, que tiene necesidad de la familia. Cada persona, también los gais, las lesbianas o los transexuales, lleva en el corazón un deseo de amor y familiaridad. Cada persona tiene derecho al amor y ese amor debe protegido por la sociedad, por las leyes. Pero sobre todo debe ser cuidado por la Iglesia”. El cardenal Müller no ha hecho declaraciones, pero la confesión de monseñor Charamsa le ha procurado dos motivos de satisfacción. En primer lugar, ha quedado claro que, pese al mensaje de Francisco, el Vaticano sigue siendo intransigente frente a la homosexualidad. El portavoz, Federico Lombardi, reaccionó de forma fulminante calificando la confesión del prelado polaco como “muy grave” y anunciando su expulsión inmediata de sus empleos en la Congregación de la Doctrina de la Fe y en la Pontificia Universidad Gregoriana. En segundo lugar, quienes, como Müller o Rouco se oponen a cualquier apertura, tienen en su mano otro supuesto argumento: el mensaje comprensivo de Bergoglio –“¿quién soy yo para juzgar a los gais?”— contribuye a abrir la puerta a alardes de sinceridad jamás apreciados en el Vaticano, donde la discreción siempre estuvo mejor considerada que la virtud.
Hay, en la inesperada salida del armario de monseñor Charamsa, otro motivo de satisfacción para su jefe Müller. Cualquier apertura que durante las próximas tres semanas pueda adoptar el Sínodo bajo el influjo de Francisco será excesiva para los tradicionalistas, pero –a la vista de los desafíos que ha puesto sobre la mesa el prelado polaco—insuficiente para la mayoría. Esto es, el Sínodo discutirá sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar, los nuevos tipos de familia, la comprensión hacia los homosexuales… mientras que, desde dentro del propio Vaticano, se acaba de demostrar que existen otros asuntos más candentes –la puerta cerrada al sacerdocio de la mujer, la guerra efectiva contra la pederastia, la estigmatización de la homosexualidad-- que siguen durmiendo el sueño de los justos.
Pablo Ordaz
Roma, El País
Como si se tratara de una adaptación del cuento de Monterroso, cuando el papa Francisco llegó el 26 de septiembre a Filadelfia para presidir el encuentro mundial de las familias, los dinosaurios de la Iglesia ya estaban allí. Los cardenales Gerhard L. Müller y Antonio María Rouco habían desayunado en el lujoso hotel Marriot –más de 400 euros la noche-, y su sola voluntad de exhibirse juntos en Estados Unidos a pocos días de la inauguración en Roma del Sínodo de los Obispos suponía de por sí una advertencia: la intención de Jorge Mario Bergoglio de abrir la Iglesia a nuevos modelos de familia se iba a encontrar con una oposición fuerte y bien organizada.
Tanto que, el sábado, justo un día antes de la inauguración del Sínodo sobre la Familia, una muy oportuna bomba informativa oscureció las dos intervenciones con las que el Papa tenía previsto marcar ante los 270 padres sinodales –obispos, cardenales y religiosos con derecho a voto—su línea aperturista. El prelado polaco Krzysztof Charamsa, de 43 años, declaraba a los cuatro vientos su homosexualidad, se dejaba fotografiar –de negro riguroso y sin desprenderse del alzacuello-- junto a su novio Edouard y denunciaba “la homofobia del Vaticano”. Lo más curioso del asunto es que tanto el monseñor gay como el cardenal Gerhard L. Müller –el amigo de Rouco, la tradición y el lujo— son teólogos y llevan años trabajando juntos en la Congregación para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio. Aunque por motivos aparentemente contrapuestos, a ambos les interesaba que la noticia bomba explotase en las vísperas del Sínodo.
El prelado polaco no ocultó sus intenciones: “Yo quería decir al Sínodo que el amor homosexual es un amor familiar, que tiene necesidad de la familia. Cada persona, también los gais, las lesbianas o los transexuales, lleva en el corazón un deseo de amor y familiaridad. Cada persona tiene derecho al amor y ese amor debe protegido por la sociedad, por las leyes. Pero sobre todo debe ser cuidado por la Iglesia”. El cardenal Müller no ha hecho declaraciones, pero la confesión de monseñor Charamsa le ha procurado dos motivos de satisfacción. En primer lugar, ha quedado claro que, pese al mensaje de Francisco, el Vaticano sigue siendo intransigente frente a la homosexualidad. El portavoz, Federico Lombardi, reaccionó de forma fulminante calificando la confesión del prelado polaco como “muy grave” y anunciando su expulsión inmediata de sus empleos en la Congregación de la Doctrina de la Fe y en la Pontificia Universidad Gregoriana. En segundo lugar, quienes, como Müller o Rouco se oponen a cualquier apertura, tienen en su mano otro supuesto argumento: el mensaje comprensivo de Bergoglio –“¿quién soy yo para juzgar a los gais?”— contribuye a abrir la puerta a alardes de sinceridad jamás apreciados en el Vaticano, donde la discreción siempre estuvo mejor considerada que la virtud.
Hay, en la inesperada salida del armario de monseñor Charamsa, otro motivo de satisfacción para su jefe Müller. Cualquier apertura que durante las próximas tres semanas pueda adoptar el Sínodo bajo el influjo de Francisco será excesiva para los tradicionalistas, pero –a la vista de los desafíos que ha puesto sobre la mesa el prelado polaco—insuficiente para la mayoría. Esto es, el Sínodo discutirá sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar, los nuevos tipos de familia, la comprensión hacia los homosexuales… mientras que, desde dentro del propio Vaticano, se acaba de demostrar que existen otros asuntos más candentes –la puerta cerrada al sacerdocio de la mujer, la guerra efectiva contra la pederastia, la estigmatización de la homosexualidad-- que siguen durmiendo el sueño de los justos.