A bordo del tren de la esperanza
Refugiados que lograron llegar a Austria viajan a Alemania entre la felicidad y la nostalgia
Gabriela Cañas (Enviada Especial), El País
Akbar Ali tiene 48 años. Es de Pakistán y está a punto de desesperarse. Ha subido esta mañana a uno de los trenes que ha fletado el Gobierno austriaco para llevarle a Alemania, pero el convoy sigue parado en el pequeño apeadero de Nickelsdorf, al este del país, junto a la frontera de Hungría, donde ha vivido tantas penalidades. Cuando a las 12.55 el tren empieza a andar se lleva la mano al corazón. “¡Gracias a Dios!”. Hay un cierto regocijo en el vagón. En este tren viajan 200 refugiados. Casi ninguno sabe exactamente dónde les llevan. Pero confían. Aquí se sienten bien acogidos y, por primera vez en muchas semanas, disponen de un medio digno de transporte. Su destino es Salzburgo (a 375 kilómetros), en la frontera con Alemania, la tierra prometida.
La policía austriaca ha separado previamente, en el paso fronterizo de Nickelsdorf, a las familias de los hombres que viajan solos. En este tren hay mayoría de hombres, pero también hay muchos niños y mujeres. Proceden de Pakistán, de Irak, de Afganistán y de Siria. Las autoridades han cuidado de no abarrotar los vagones, de modo que viajan cómodos y, sobre todo, felices. Miran por la ventanilla y están impresionados de la belleza del paisaje.
Akbar Ali es muy amigo de Baqir Abbas, de 26 años, que habla inglés y le sirve de intérprete a esta enviada especial que se ha colado en el tren. Ambos llegaron a Nicklsdorf en autobús el sábado. El Gobierno húngaro los envió de Budapest a Györ, al noroeste del país. Desde allí alcanzaron ese pueblo austriaco andando. 23 kilómetros. No era mucho, dice Baqir. Han hecho trayectos a pie muchos más largos y en esta ocasión venían esperanzados y con deseos de dejar un país donde los conductores les gritaban: “Iros a vuestro puto país”. “No nos ha pasado en otros sitios”, asegura Baqir, que también cuenta cómo algunas mujeres húngaras lloraron el sábado en la estación de tren de Keleti cuando vieron que los refugiados recobraban, por fin, la libertad que ansiaban para trasladarse a Alemania o a Austria. También aquí se pueden quedar.
Mohamed Alí, ("sí, como el boxeador", se ríe), procede de Irak y pide a la periodista compartir internet para poder hablar con sus hijos por Whatsapp. Lo logra. Intercambia mensajes hablados. Tiene una niña de seis años y un niño de dos. Viste bañador azul y chándal azul. A su lado, otro iraquí ha hecho miles de kilómetros en chanclas. Ali porta una enorme bolsa con ropa de otros cuatro amigos con los que se verá en Alemania. No ha sido muy buena idea lo de hablar por Whatsapp... Cuando termina, hace esfuerzos por no llorar. Les echa de menos y muestra, orgulloso, sus fotos en el móvil.
Estos refugiados no parecen los mismos que han atravesado tantas penalidades y hemos visto dormir en el suelo, sobre cartones a veces. El tren es viejo, pero aseado y el ratio de lavabos por persona es el mejor que han tenido en todo su largo periplo por Turquía, Grecia, Macedonia, Serbia y Hungría. Atrás han quedado los amables policías, miembros de la Cruz Roja y voluntarios del pueblo de Nickelsdorf que les han acogido con los brazos abiertos. Nadie les ha pedido papeles. No se les ha fichado. Los identificarán y les harán ficha en los centros de acogida. De momento, se fían del aspecto para facilitarles la vida.
Muchos refugiados, que hoy siguen llegando a Nickelsdorf en mucho menor cantidad que el sábado, ayudaban esta mañana a los voluntarios a limpiar el apeadero del pueblo antes de marchar. El paso de estos migrantes ha dejado la instalaciones fronterizas y la estación llenos de desperdicios. No hay cubos de basura para tanta gente.
Al poco de abandonar Nickelsdorf, muchos se han dejado vencer por el sueño. Están agotados. Otros, sin embargo, juegan a las cartas en el suelo. Todos comen los víveres que han recibido: fruta y galletas. Siempre ofrecen al que está al lado antes de empezar. Huele a sudor, pero no a suciedad. Akbar Alí, por cierto, lleva unos dátiles buenísimos, pero la niña siria Razn Alkhalil, de tres años, prefiere los chicles que le ha regalado un pasajero. Viaja con sus padres y su hermano mayor, de siete años. Proceden de Alepo y huyen de la guerra. El padre, Mohamed, ingeniero mecánico, dice que tiene un hermano en Hamburgo, establecido ahí desde hace siete años, y que eso ayudará a la familia a iniciar una nueva vida.
Las autoridades austriacas están evacuando de Nickelsdorf, un pueblo rústico y mínimo, pegado a la frontera con Hungría, a miles de refugiados desde el viernes por la noche. Solo una decena han tenido que ser ingresados en el hospital, aunque muchos estaban desnutridos, sucios y deshidratados. La mayoría son jóvenes y fuertes, aunque hay algunas mujeres embarazadas que no dudaron un instante en invadir la autopista húngara que une Budapest con la frontera austriaca para protagonizar un éxodo a pie que ha avergonzado a Europa.
Con la tranquilidad de sentirse a salvo, lo que más les preocupaba a media tarde en este tren es, aparentemente, contactar con sus familias y saber exactamente cuánto viaje les queda. Una tableta conectada a Internet en, en esta extraordinaria situación, una joya con la que orientarse un poco.
El viaje ha sido corto. A las cinco de la tarde, el tren ha llegado a Salzburgo. Pocos minutos antes, algunos refugiados preguntaban a esta enviada especial qué deberían hacer para seguir viaje hasta Alemania, hasta Munich. Una vez en la estación, han visto, asombrados, que en el mismo andén les esperaba otro convoy con ese destino y que tampoco aquí tenían que comprar billetes. Han corrido a los vagones. No ha habido tiempo de despedidas.
Otros doscientos migrantes se amotinaron en un tren, el jueves pasado, en la ciudad húngara de Biscke. Se sintieron frustrados y engañados. Creían viajar hacia la frontera con Austria, pero la policía detuvo el convoy a 36 kilómetros de Budapest para llevarles al centro de acogida que hay en este pueblo. Fue bautizado como el tren de la vergüenza. Los que parten de Nickelsdorf son, para ellos, los de la esperanza. El último trayecto, quizá, con el que poner fin a un viaje penoso que han pagado a un alto precio. “Hasta la policía serbia nos robaba dinero”, dice un padre afgano que viaja con mujer y dos hijos y que prefiere no dar su nombre.
Gabriela Cañas (Enviada Especial), El País
Akbar Ali tiene 48 años. Es de Pakistán y está a punto de desesperarse. Ha subido esta mañana a uno de los trenes que ha fletado el Gobierno austriaco para llevarle a Alemania, pero el convoy sigue parado en el pequeño apeadero de Nickelsdorf, al este del país, junto a la frontera de Hungría, donde ha vivido tantas penalidades. Cuando a las 12.55 el tren empieza a andar se lleva la mano al corazón. “¡Gracias a Dios!”. Hay un cierto regocijo en el vagón. En este tren viajan 200 refugiados. Casi ninguno sabe exactamente dónde les llevan. Pero confían. Aquí se sienten bien acogidos y, por primera vez en muchas semanas, disponen de un medio digno de transporte. Su destino es Salzburgo (a 375 kilómetros), en la frontera con Alemania, la tierra prometida.
La policía austriaca ha separado previamente, en el paso fronterizo de Nickelsdorf, a las familias de los hombres que viajan solos. En este tren hay mayoría de hombres, pero también hay muchos niños y mujeres. Proceden de Pakistán, de Irak, de Afganistán y de Siria. Las autoridades han cuidado de no abarrotar los vagones, de modo que viajan cómodos y, sobre todo, felices. Miran por la ventanilla y están impresionados de la belleza del paisaje.
Akbar Ali es muy amigo de Baqir Abbas, de 26 años, que habla inglés y le sirve de intérprete a esta enviada especial que se ha colado en el tren. Ambos llegaron a Nicklsdorf en autobús el sábado. El Gobierno húngaro los envió de Budapest a Györ, al noroeste del país. Desde allí alcanzaron ese pueblo austriaco andando. 23 kilómetros. No era mucho, dice Baqir. Han hecho trayectos a pie muchos más largos y en esta ocasión venían esperanzados y con deseos de dejar un país donde los conductores les gritaban: “Iros a vuestro puto país”. “No nos ha pasado en otros sitios”, asegura Baqir, que también cuenta cómo algunas mujeres húngaras lloraron el sábado en la estación de tren de Keleti cuando vieron que los refugiados recobraban, por fin, la libertad que ansiaban para trasladarse a Alemania o a Austria. También aquí se pueden quedar.
Mohamed Alí, ("sí, como el boxeador", se ríe), procede de Irak y pide a la periodista compartir internet para poder hablar con sus hijos por Whatsapp. Lo logra. Intercambia mensajes hablados. Tiene una niña de seis años y un niño de dos. Viste bañador azul y chándal azul. A su lado, otro iraquí ha hecho miles de kilómetros en chanclas. Ali porta una enorme bolsa con ropa de otros cuatro amigos con los que se verá en Alemania. No ha sido muy buena idea lo de hablar por Whatsapp... Cuando termina, hace esfuerzos por no llorar. Les echa de menos y muestra, orgulloso, sus fotos en el móvil.
Estos refugiados no parecen los mismos que han atravesado tantas penalidades y hemos visto dormir en el suelo, sobre cartones a veces. El tren es viejo, pero aseado y el ratio de lavabos por persona es el mejor que han tenido en todo su largo periplo por Turquía, Grecia, Macedonia, Serbia y Hungría. Atrás han quedado los amables policías, miembros de la Cruz Roja y voluntarios del pueblo de Nickelsdorf que les han acogido con los brazos abiertos. Nadie les ha pedido papeles. No se les ha fichado. Los identificarán y les harán ficha en los centros de acogida. De momento, se fían del aspecto para facilitarles la vida.
Muchos refugiados, que hoy siguen llegando a Nickelsdorf en mucho menor cantidad que el sábado, ayudaban esta mañana a los voluntarios a limpiar el apeadero del pueblo antes de marchar. El paso de estos migrantes ha dejado la instalaciones fronterizas y la estación llenos de desperdicios. No hay cubos de basura para tanta gente.
Al poco de abandonar Nickelsdorf, muchos se han dejado vencer por el sueño. Están agotados. Otros, sin embargo, juegan a las cartas en el suelo. Todos comen los víveres que han recibido: fruta y galletas. Siempre ofrecen al que está al lado antes de empezar. Huele a sudor, pero no a suciedad. Akbar Alí, por cierto, lleva unos dátiles buenísimos, pero la niña siria Razn Alkhalil, de tres años, prefiere los chicles que le ha regalado un pasajero. Viaja con sus padres y su hermano mayor, de siete años. Proceden de Alepo y huyen de la guerra. El padre, Mohamed, ingeniero mecánico, dice que tiene un hermano en Hamburgo, establecido ahí desde hace siete años, y que eso ayudará a la familia a iniciar una nueva vida.
Las autoridades austriacas están evacuando de Nickelsdorf, un pueblo rústico y mínimo, pegado a la frontera con Hungría, a miles de refugiados desde el viernes por la noche. Solo una decena han tenido que ser ingresados en el hospital, aunque muchos estaban desnutridos, sucios y deshidratados. La mayoría son jóvenes y fuertes, aunque hay algunas mujeres embarazadas que no dudaron un instante en invadir la autopista húngara que une Budapest con la frontera austriaca para protagonizar un éxodo a pie que ha avergonzado a Europa.
Con la tranquilidad de sentirse a salvo, lo que más les preocupaba a media tarde en este tren es, aparentemente, contactar con sus familias y saber exactamente cuánto viaje les queda. Una tableta conectada a Internet en, en esta extraordinaria situación, una joya con la que orientarse un poco.
El viaje ha sido corto. A las cinco de la tarde, el tren ha llegado a Salzburgo. Pocos minutos antes, algunos refugiados preguntaban a esta enviada especial qué deberían hacer para seguir viaje hasta Alemania, hasta Munich. Una vez en la estación, han visto, asombrados, que en el mismo andén les esperaba otro convoy con ese destino y que tampoco aquí tenían que comprar billetes. Han corrido a los vagones. No ha habido tiempo de despedidas.
Otros doscientos migrantes se amotinaron en un tren, el jueves pasado, en la ciudad húngara de Biscke. Se sintieron frustrados y engañados. Creían viajar hacia la frontera con Austria, pero la policía detuvo el convoy a 36 kilómetros de Budapest para llevarles al centro de acogida que hay en este pueblo. Fue bautizado como el tren de la vergüenza. Los que parten de Nickelsdorf son, para ellos, los de la esperanza. El último trayecto, quizá, con el que poner fin a un viaje penoso que han pagado a un alto precio. “Hasta la policía serbia nos robaba dinero”, dice un padre afgano que viaja con mujer y dos hijos y que prefiere no dar su nombre.