La silla eléctrica no se jubila: “Old Sparky” cumple 125 años
Nueva York, dpa
Las últimas palabras de William Kemmler estaban dirigidas a su ejecutor en la silla eléctrica: “Tenga cuidado, no tengo prisa”, dijo antes de que el 6 de agosto de 1890 le cubrieran la cabeza con un saco y le pusieran un electrodo en su cráneo rasurado. El asesino del hacha, hijo de un inmigrante alemán, se convertía entonces en el primero al que se le aplicaba ese nuevo y supuestamente “más humano” tipo de ejecución.
Pero el proceso hasta morir, en la prisión Auburn al norte de Nueva York, duró ocho largos minutos. Las venas estallaban mientras saltaban chispas en medio de un olor a carne quemada.
El condenado de 30 años se convirtió en el primero en ser ejecutado en la silla eléctrica. De eso se cumplen mañana jueves 125 años, en un momento en que el debate en torno a la pena de muerte está más de actualidad que nunca en Estados Unidos.
“Actos horribles requieren un castigo adecuado”, asegura Dudley Sharp. El que antes se opusiera a la pena capital es hoy uno de sus defensores y no ve problema moral alguno. “Al contrario, es inmoral cuando alguien comete crímenes inefables y por ello se le sigue recompensando con la vida. Porque la vida es un regalo que conlleva responsabilidades”.
Sharp no duda tampoco en el efecto disuasorio de la pena de muerte. “Incluso el delincuente más común, el mayor canalla, quiere vivir. De la cárcel hay una salida, legal o ilegal, pero de la pena de muerte no escapa nadie”.
Tampoco Bryan Stevenson quiere indulgencia para los criminales. “Hay que obligarlos a responder. Pero de forma responsable”. Quitar una vida que a uno no le han dado es erróneo, eso sólo le coresponde a dios. “No debemos matar para mostrar que matar es un error. Tampoco violamos a los violadores”.
Stevenson comprende bien a quienes defiende la pena capital, sobre todo cuando se trata de las víctimas de los crímenes. “Pero ahí hay mucha venganza e ira en juego. Y eso no es lo que debe buscar la Justicia. Hay tantas formas de castigar duramente a las personas”.
31 de los 50 estados de Estados Unidos contemplan la pena de muerte, aunque algunos sólo lo hacen formalmente. 35 presos fueron ejecutados en el país el año pasado, y unos 3.000 esperan en el corredor de la muerte. Normalmente pasan diez y a veces 20 años desde la condena hasta la ejecución, si es que se produce. La mayoría de las ejecuciones se suceden en Texas, que acogió diez el año pasado y nueve en lo que va de 2015. En cuanto a volumen de población, le adelanta sin embarga la vecina Oklahoma.
En torno a la mitad de los condenados son afroamericanos, cuatro veces más que su cuota de población en el país. ¿Una prueba estadística del racismo imperante? “Es una tontería”, afirma Sharp. “Los criminales no son una muestra representativa de la sociedad. Entonces al aplicar la pena de muerte habría también discriminación masculina, porque casi exclusivamente son hombres quienes están en el corredor de la muerte. Pero entre los condenados hay más hombres que mujeres, más jóvenes que jubilados y más negros que latinos o blancos”.
Un argumento que Stevenson acepta, pero sólo en parte, y considera que las raíces son más profundas. “La pena de muerte fue siempre un instrumento dominador y se utilizó contra los negros”. Además se trata menos del color de la piel del criminal que de la víctima. “Si su víctima es negra, tendrá buenas posibilidades de salir con vida. Si es blanca, la probabilidad de una condena a muerte es 11 veces mayor”.
En la silla eléctrica murieron sobre todo asesinos y también espías alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, seis en un día en el año 1942. Después de la guerra también fue electrocutado Julius Rosenberg, espía nuclear, y su mujer Ethel, posiblemente su cómplice.
Pero lo cierto es que la “Old Sparky”, algo así como “la vieja echa-chispas” fue controvertida desde sus orígenes.
“Mejor que hubieran utilizado un hacha”, llegó a decir el empresario George Westinghouse tras la ejecución de Kemmler. Y las informaciones sobre el cráneo en llamas hicieron que la silla eléctrica dejara de emplearse en casi todas partes. Actualmente, en las ejecuciones en Estados Unidos se utiliza principalmente la inyección letal.
Sharp considera que la pena de muerte es necesaria, pero que el procedimiento debe ser más efectivo para que no pasen tantos años entre la condena y la ejecución.
Stevenson, por el contrario, considra que el dinero está mal empleado en las ejecuciones. “California gasta al año 200 millones de dólares, se lleven a cabo las ejecuciones o no. Al mismo tiempo la policía afirma que una tercera parte de todos los asesinatos no se aclara por falta de dinero. Es una tontería. Derrochamos millones en una condena que no aporta nada”.
Las últimas palabras de William Kemmler estaban dirigidas a su ejecutor en la silla eléctrica: “Tenga cuidado, no tengo prisa”, dijo antes de que el 6 de agosto de 1890 le cubrieran la cabeza con un saco y le pusieran un electrodo en su cráneo rasurado. El asesino del hacha, hijo de un inmigrante alemán, se convertía entonces en el primero al que se le aplicaba ese nuevo y supuestamente “más humano” tipo de ejecución.
Pero el proceso hasta morir, en la prisión Auburn al norte de Nueva York, duró ocho largos minutos. Las venas estallaban mientras saltaban chispas en medio de un olor a carne quemada.
El condenado de 30 años se convirtió en el primero en ser ejecutado en la silla eléctrica. De eso se cumplen mañana jueves 125 años, en un momento en que el debate en torno a la pena de muerte está más de actualidad que nunca en Estados Unidos.
“Actos horribles requieren un castigo adecuado”, asegura Dudley Sharp. El que antes se opusiera a la pena capital es hoy uno de sus defensores y no ve problema moral alguno. “Al contrario, es inmoral cuando alguien comete crímenes inefables y por ello se le sigue recompensando con la vida. Porque la vida es un regalo que conlleva responsabilidades”.
Sharp no duda tampoco en el efecto disuasorio de la pena de muerte. “Incluso el delincuente más común, el mayor canalla, quiere vivir. De la cárcel hay una salida, legal o ilegal, pero de la pena de muerte no escapa nadie”.
Tampoco Bryan Stevenson quiere indulgencia para los criminales. “Hay que obligarlos a responder. Pero de forma responsable”. Quitar una vida que a uno no le han dado es erróneo, eso sólo le coresponde a dios. “No debemos matar para mostrar que matar es un error. Tampoco violamos a los violadores”.
Stevenson comprende bien a quienes defiende la pena capital, sobre todo cuando se trata de las víctimas de los crímenes. “Pero ahí hay mucha venganza e ira en juego. Y eso no es lo que debe buscar la Justicia. Hay tantas formas de castigar duramente a las personas”.
31 de los 50 estados de Estados Unidos contemplan la pena de muerte, aunque algunos sólo lo hacen formalmente. 35 presos fueron ejecutados en el país el año pasado, y unos 3.000 esperan en el corredor de la muerte. Normalmente pasan diez y a veces 20 años desde la condena hasta la ejecución, si es que se produce. La mayoría de las ejecuciones se suceden en Texas, que acogió diez el año pasado y nueve en lo que va de 2015. En cuanto a volumen de población, le adelanta sin embarga la vecina Oklahoma.
En torno a la mitad de los condenados son afroamericanos, cuatro veces más que su cuota de población en el país. ¿Una prueba estadística del racismo imperante? “Es una tontería”, afirma Sharp. “Los criminales no son una muestra representativa de la sociedad. Entonces al aplicar la pena de muerte habría también discriminación masculina, porque casi exclusivamente son hombres quienes están en el corredor de la muerte. Pero entre los condenados hay más hombres que mujeres, más jóvenes que jubilados y más negros que latinos o blancos”.
Un argumento que Stevenson acepta, pero sólo en parte, y considera que las raíces son más profundas. “La pena de muerte fue siempre un instrumento dominador y se utilizó contra los negros”. Además se trata menos del color de la piel del criminal que de la víctima. “Si su víctima es negra, tendrá buenas posibilidades de salir con vida. Si es blanca, la probabilidad de una condena a muerte es 11 veces mayor”.
En la silla eléctrica murieron sobre todo asesinos y también espías alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, seis en un día en el año 1942. Después de la guerra también fue electrocutado Julius Rosenberg, espía nuclear, y su mujer Ethel, posiblemente su cómplice.
Pero lo cierto es que la “Old Sparky”, algo así como “la vieja echa-chispas” fue controvertida desde sus orígenes.
“Mejor que hubieran utilizado un hacha”, llegó a decir el empresario George Westinghouse tras la ejecución de Kemmler. Y las informaciones sobre el cráneo en llamas hicieron que la silla eléctrica dejara de emplearse en casi todas partes. Actualmente, en las ejecuciones en Estados Unidos se utiliza principalmente la inyección letal.
Sharp considera que la pena de muerte es necesaria, pero que el procedimiento debe ser más efectivo para que no pasen tantos años entre la condena y la ejecución.
Stevenson, por el contrario, considra que el dinero está mal empleado en las ejecuciones. “California gasta al año 200 millones de dólares, se lleven a cabo las ejecuciones o no. Al mismo tiempo la policía afirma que una tercera parte de todos los asesinatos no se aclara por falta de dinero. Es una tontería. Derrochamos millones en una condena que no aporta nada”.