Las contradicciones del mosaico iraní
El diálogo nuclear evidencia las divergencias en la plural sociedad iraní
Ángeles Espinosa
Teherán, El País
La información sobre Irán resulta a menudo confusa. En la misma página de uno de sus periódicos el líder supremo, el ayatolá Ali Jamenei, insta a “no parar la lucha contra la Arrogancia” (uno de los apodos que la retórica oficial atribuye a Occidente), mientras el presidente, Hasan Rohaní, subraya “el impulso a los lazos culturales con el mundo”. ¿En qué quedamos? ¿Aislamiento o integración? Ni una ni otra describen por completo este país en proceso de reconciliarse consigo mismo para encontrar su encaje en el mundo.
Las contradicciones no son una exclusiva de Irán, sólo que se ven agravadas por los 36 años de excepcionalidad derivados de la revolución de 1979. Los iraníes —una nación de 78 millones de almas— son mucho más diversos de lo que a algunos de sus dirigentes les gustaría. Tradicionalistas y modernizadores, persas y de otras etnias (kurdos, azeríes, árabes, baluches, turcomanos, lores…), religiosos y laicos (chiíes, suníes, cristianos, zoroastrianos, bahais…), revolucionarios y liberales, conservadores y reformistas… Múltiples identidades se cruzan como en un caleidoscopio proyectando imágenes diferentes cada vez que algún suceso les agita.
De ahí la sorpresa que generan. El médico iraní que uno conoce en Londres o Nueva York no encaja con los clérigos que llevan las riendas. “La prensa da una imagen errónea”, suelen quejarse quienes visitan el país por unos días. Pero, como sus cárceles y su cine, el activismo de sus mujeres y su discriminación legal, sus artistas y sus drogadictos, todo son pedazos del gigantesco puzle que es Irán.
“No es contradictorio que quememos banderas de Estados Unidos mientras no sentamos con sus representantes a negociar [el acuerdo nuclear]”, explica el profesor Foad Izadi, de la Universidad de Teherán. “La protesta se basa en la experiencia que hemos tenido: Estados Unidos apoyó el golpe de Estado de 1953, al brutal régimen del shah, a Sadam Husein en la guerra que lanzó contra nosotros, nos ha impuesto sanciones… La negociación es una oportunidad para que cambie de rumbo”.
Falta de autocrítica
El discurso victimista es habitual aquí, incluso en los sectores críticos con el sistema. Lo alimenta la renuencia occidental a aceptar la República Islámica como un régimen legítimo tras la revolución. Así como la falta de autocrítica respecto al asalto a la embajada norteamericana en Teherán, que rompió normas internacionales de las que Irán era y sigue siendo signatario. La historia es aún demasiado reciente, la sangre está demasiado fresca y las autoridades se ocupan de mantener viva la memoria, dificultando que se cierren las heridas.
En el Museo de la Sagrada Defensa y la Promoción de la Cultura de Resistencia, cerca de uno de los pulmones del centro de la capital iraní, los coches en los que fueron asesinados varios científicos nucleares en los últimos años se han sumado a la parafernalia de la “guerra impuesta” que Irán libró contra su vecino Irak entre 1980 y 1988.
Pero tres décadas después, Irán ha cambiado. Como señala Izadi, “la mayoría de los iraníes no ha vivido bajo el shah, no tiene memoria de la presencia militar estadounidense; los jóvenes tienen mejor opinión de Estados Unidos que sus padres”. También, aunque el profesor no lo menciona, encuentran agobiante el control social al que aspiran los más puritanos y muchos están defraudados por el incumplimiento de las promesas de la revolución.
Algunos dirigentes iraníes parecen haberlo comprendido y están tratando, no sólo de alcanzar un acuerdo nuclear, sino de tender puentes para reconciliar a los iraníes y volverles a ilusionar en un proyecto común más allá del tópico nacionalista. “Si no se alcanza el acuerdo, las nuevas generaciones serán tan antiamericanas como sus padres”, advierte Foad Izadí.
Ángeles Espinosa
Teherán, El País
La información sobre Irán resulta a menudo confusa. En la misma página de uno de sus periódicos el líder supremo, el ayatolá Ali Jamenei, insta a “no parar la lucha contra la Arrogancia” (uno de los apodos que la retórica oficial atribuye a Occidente), mientras el presidente, Hasan Rohaní, subraya “el impulso a los lazos culturales con el mundo”. ¿En qué quedamos? ¿Aislamiento o integración? Ni una ni otra describen por completo este país en proceso de reconciliarse consigo mismo para encontrar su encaje en el mundo.
Las contradicciones no son una exclusiva de Irán, sólo que se ven agravadas por los 36 años de excepcionalidad derivados de la revolución de 1979. Los iraníes —una nación de 78 millones de almas— son mucho más diversos de lo que a algunos de sus dirigentes les gustaría. Tradicionalistas y modernizadores, persas y de otras etnias (kurdos, azeríes, árabes, baluches, turcomanos, lores…), religiosos y laicos (chiíes, suníes, cristianos, zoroastrianos, bahais…), revolucionarios y liberales, conservadores y reformistas… Múltiples identidades se cruzan como en un caleidoscopio proyectando imágenes diferentes cada vez que algún suceso les agita.
De ahí la sorpresa que generan. El médico iraní que uno conoce en Londres o Nueva York no encaja con los clérigos que llevan las riendas. “La prensa da una imagen errónea”, suelen quejarse quienes visitan el país por unos días. Pero, como sus cárceles y su cine, el activismo de sus mujeres y su discriminación legal, sus artistas y sus drogadictos, todo son pedazos del gigantesco puzle que es Irán.
“No es contradictorio que quememos banderas de Estados Unidos mientras no sentamos con sus representantes a negociar [el acuerdo nuclear]”, explica el profesor Foad Izadi, de la Universidad de Teherán. “La protesta se basa en la experiencia que hemos tenido: Estados Unidos apoyó el golpe de Estado de 1953, al brutal régimen del shah, a Sadam Husein en la guerra que lanzó contra nosotros, nos ha impuesto sanciones… La negociación es una oportunidad para que cambie de rumbo”.
Falta de autocrítica
El discurso victimista es habitual aquí, incluso en los sectores críticos con el sistema. Lo alimenta la renuencia occidental a aceptar la República Islámica como un régimen legítimo tras la revolución. Así como la falta de autocrítica respecto al asalto a la embajada norteamericana en Teherán, que rompió normas internacionales de las que Irán era y sigue siendo signatario. La historia es aún demasiado reciente, la sangre está demasiado fresca y las autoridades se ocupan de mantener viva la memoria, dificultando que se cierren las heridas.
En el Museo de la Sagrada Defensa y la Promoción de la Cultura de Resistencia, cerca de uno de los pulmones del centro de la capital iraní, los coches en los que fueron asesinados varios científicos nucleares en los últimos años se han sumado a la parafernalia de la “guerra impuesta” que Irán libró contra su vecino Irak entre 1980 y 1988.
Pero tres décadas después, Irán ha cambiado. Como señala Izadi, “la mayoría de los iraníes no ha vivido bajo el shah, no tiene memoria de la presencia militar estadounidense; los jóvenes tienen mejor opinión de Estados Unidos que sus padres”. También, aunque el profesor no lo menciona, encuentran agobiante el control social al que aspiran los más puritanos y muchos están defraudados por el incumplimiento de las promesas de la revolución.
Algunos dirigentes iraníes parecen haberlo comprendido y están tratando, no sólo de alcanzar un acuerdo nuclear, sino de tender puentes para reconciliar a los iraníes y volverles a ilusionar en un proyecto común más allá del tópico nacionalista. “Si no se alcanza el acuerdo, las nuevas generaciones serán tan antiamericanas como sus padres”, advierte Foad Izadí.