La última batalla del doctor Kim

El presidente del Banco Mundial convierte la educación en la baza contra la desigualdad en América Latina

Jan Martínez Ahrens
Chontabamba (Perú), El País
En Oxapampa, en el corazón de la selva alta peruana, hoy ha descendido del cielo un ser de otro planeta. Es un tipo tranquilo, de 55 años y con el aspecto de un médico dispuesto a operar. Muchos saben que se llama Jim Yong Kim y preside el Banco Mundial, pero pocos se acuerdan de que ese hombre que baja las escalerillas del helicóptero con paso elástico fue, mucho antes que banquero, un revolucionario. Y que su primer gran combate se libró en esa misma tierra.


A Kim le aguarda una multitud. Bajo una lluvia fina, sonríe, saluda y avanza entre el gentío. Un todoterreno irrumpe en la escena, y de la puerta del conductor desciende el presidente del Perú, Ollanta Humala. Ambos se saludan y parten hacia la cercana aldea de Chontabamba. Van a visitar el colegio de alto rendimiento del departamento de Pasco, una de las joyas del esfuerzo peruano por mejorar la calidad educativa. El centro forma parte de una red de 13 escuelas públicas de privilegiada infraestructura, profesores altamente cualificados y alumnos seleccionados por su rendimiento. El proyecto, que se complementa con un potente programa de becas integrales, trata de dar una oportunidad a los alumnos de entornos más humildes. El modelo, aunque no recibe fondos directos del Banco Mundial, sí que se ajusta a uno de sus objetivos: combatir la pobreza desde la educación. Para ello, la entidad financia en Perú una batería de iniciativas encaminadas a reverdecer el árbol docente y mejorar su calidad. Es parte del giro que el doctor Kim, estadounidense de origen coreano, ha impuesto a la organización. Un banco que hace veinte años, cuando navegaba lejos de sus principios originales y postulaba la privatización de los servicios sanitarios, tenía en este médico y antropólogo un feroz enemigo. Un activista que luchaba por cerrarlo. Kim fracasó en su intento de echarle el cerrojo, pero acabó logrando una conquista mayor.

En 2012, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, le puso al frente del Banco Mundial. Por primera vez quien ocupaba el cargo y decidía sobre una chequera de 130.000 millones de dólares no era un financiero ni un político. Era alguien hecho de otro material. “Cuando Obama me designó dijo que había llegado el tiempo de que un profesional del desarrollo se hiciera cargo de los temas” del desarrollo. Durante 30 años he realizado ese trabajo en África, América Latina, Asia… me resulta natural y es lo que me une a mi equipo”, explica Kim.

Perú es una tierra bien conocida para él. Allí nació su leyenda. Fue a mediados de los años noventa, en los arrabales de Carabayllo, en la Lima más pobre. Kim era entonces un brillante médico de Harvard que años antes había fundado, con otros cuatro colegas, una ONG (Partners in Health) para enfrentarse a los problemas de salud de las poblaciones marginadas.

En Carabayllo se topó con un mortífero brote de tuberculosis resistente a los fármacos habituales. La ecuación era diabólica. Las tasas de supervivencia eran mínimas en zonas estragadas como esa. Y el coste del tratamiento (15.000 dólares por persona), inaccesible. Nadie apoyaba gastar tanto para tan poco resultado. Y aún menos en ese infierno. Pese a ello, Kim no se arredró. Logró los fármacos con el apoyo de un filántropo de Boston y diseñó una revolucionaria estrategia, en la que empleó equipos de trabajadores comunitarios para distribuir los diferentes combinados de medicinas. En cuatro años, había alcanzado tasas de curación del 80%, mejores que en muchos hospitales del mundo avanzado. Un muro había caído. La idea, apoyada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), se globalizó. Los precios de los fármacos bajaron. Miles de personas en todo el planeta empezaron a recibir tratamiento combinado.

Tras el éxito, la Organización Mundial de la Salud lo reclutó para hacer frente al mayor desafío sanitario del siglo: la lucha contra el VIH. Fue entonces cuando Kim dio un giro copernicano al combate contra el virus y puso en marcha un plan para dar tratamiento a tres millones de portadores. Los olvidados, los parias del planeta, vieron llegar el combinado de antirretrovirales. La universalización barrió prejuicios e intereses. El virus, en parte gracias al esfuerzo de este médico y el de millones de activistas, dejó de ser una maldición para convertirse una enfermedad crónica.

Ha escampado. La selva, verde y lenta, bulle al sol. El presidente del Banco Mundial se sienta junto a Humala bajo una carpa. En la escuela de Chontabamba, decenas de becarios y de alumnos de los centros de alto rendimiento le escuchan sin parpadear. Kim les habla de Corea, de cómo el esfuerzo educativo transformó un país que en 1959, cuando él nació, tenía un PIB per cápita inferior al de Ghana. “Ahí estudian de siete de la mañana a once de la noche”, les alecciona. Por momentos habla en español. Les recuerda que fue profesor y que lo que más le gustaba sentir en sus alumnos era el “fuego de aprender”.

La educación de calidad se ha convertido en la gran batalla de Kim. En la máquina capaz de acabar con la desigualdad, esa lacra que, reconoce, pasa de generación en generación en Latinoamérica. “Subir el gasto en educación debe ser una política de Estado, no puede ser cambiada por un gobierno concreto. Se necesitarán 10, 20, 30 años. La clave radica en desarrollar cuadros de buenos profesores. La enseñanza debe aportar prestigio. Hay que aumentar los sueldos, y los mejores deben dedicarse a la docencia. Pasó en Corea y Finlandia. Y ese es el gran reto para Latinoamérica”.

Kim es un banquero atípico. Para él, invertir es gastar en la enseñanza de calidad. Se nota que se siente a gusto entre los desfavorecidos. Antes de despedirse, recuerda sus años en Perú. “Vosotros, ahora, tenéis la oportunidad de convertiros en presidentes del Banco Mundial”, les dice a los estudiantes. Luego subirá a un helicóptero militar y se perderá, muy arriba, en el cielo del mundo.

Entradas populares