Otra América
La cumbre de Panamá escenifica el regreso, no solo de Cuba, sino de EE UU a la región
El País
La cumbre de las Américas ha escenificado la nueva realidad a la que se asoma Latinoamérica, donde por un lado se confirma el fin de situaciones heredadas del siglo pasado —con el deshielo entre Washington y La Habana como mejor ejemplo— y por otro se plantean los desafíos que esto supondrá no sólo para las naciones americanas sino para otros países de fuera del continente pero con fuertes intereses en la región, entre ellos China y España. El nuevo tablero geoestratégico que se está dibujando en la cumbre de Panamá demanda un esfuerzo por parte del Gobierno y del mundo económico españoles para no permitir que España quede relegada en un momento clave que definirá el futuro en Latinoamérica.
Por primera vez desde hace años, este encuentro ha servido para mostrar el papel predominante de Estados Unidos en el hemisferio y además de una manera que, también por vez primera, no despierta un coro de protestas y advertencias en contra. El giro dado por Barack Obama con el restablecimiento del diálogo con Cuba como base constata que Estados Unidos ha dejado de centrarse en Europa —esto ya quedó meridianamente claro cuando Washington declaró su interés estratégico en Asia-Pacífico— y que, empujado además por la impredecible volatilidad de la situación de Oriente Próximo, ha puesto sus miras en Latinoamérica. Lo ha hecho de una manera efectiva, muy alejada del intervencionismo tradicional que le ha costado un rechazo general en amplios sectores de las sociedades de continente.
Obama ha llegado a Panamá con una política de hechos y ofertas muy difíciles de rebatir para quienes se han quedado instalados en una obsoleta retórica antiestadounidense. Washington ha sabido identificar las prioridades de Gobiernos y sociedades de amplias zonas del hemisferio, especialmente en materia energética y de seguridad ciudadana. En un momento en el que los países de Centroamérica y el Caribe están muy preocupados por cómo puede afectar la inestabilidad venezolana al suministro de petróleo, Obama se ha presentado como un socio seguro en la implementación de energías limpias, desplazando de este modo además a Brasil, donde ya quedan lejos los días en los que Lula intentó liderar la revolución del biocombustible en toda América. Además, en paralelo, el mandatario estadounidense ha anunciado un paquete de inversiones por valor de 1.000 millones de dólares en Centroamérica para aumentar la seguridad en la vida cotidiana y rebajar así un potente factor de emigración.
Este nuevo panorama reorganizará los equilibrios de afinidades e intereses comunes. Deja en una incómoda situación a Gobiernos como los de Venezuela y, en menor medida, Argentina; y obliga a replantear su papel en la región a Brasil. En cualquier caso se puede afirmar que la de Panamá está muy lejos de ser solo una cumbre protocolaria.
El País
La cumbre de las Américas ha escenificado la nueva realidad a la que se asoma Latinoamérica, donde por un lado se confirma el fin de situaciones heredadas del siglo pasado —con el deshielo entre Washington y La Habana como mejor ejemplo— y por otro se plantean los desafíos que esto supondrá no sólo para las naciones americanas sino para otros países de fuera del continente pero con fuertes intereses en la región, entre ellos China y España. El nuevo tablero geoestratégico que se está dibujando en la cumbre de Panamá demanda un esfuerzo por parte del Gobierno y del mundo económico españoles para no permitir que España quede relegada en un momento clave que definirá el futuro en Latinoamérica.
Por primera vez desde hace años, este encuentro ha servido para mostrar el papel predominante de Estados Unidos en el hemisferio y además de una manera que, también por vez primera, no despierta un coro de protestas y advertencias en contra. El giro dado por Barack Obama con el restablecimiento del diálogo con Cuba como base constata que Estados Unidos ha dejado de centrarse en Europa —esto ya quedó meridianamente claro cuando Washington declaró su interés estratégico en Asia-Pacífico— y que, empujado además por la impredecible volatilidad de la situación de Oriente Próximo, ha puesto sus miras en Latinoamérica. Lo ha hecho de una manera efectiva, muy alejada del intervencionismo tradicional que le ha costado un rechazo general en amplios sectores de las sociedades de continente.
Obama ha llegado a Panamá con una política de hechos y ofertas muy difíciles de rebatir para quienes se han quedado instalados en una obsoleta retórica antiestadounidense. Washington ha sabido identificar las prioridades de Gobiernos y sociedades de amplias zonas del hemisferio, especialmente en materia energética y de seguridad ciudadana. En un momento en el que los países de Centroamérica y el Caribe están muy preocupados por cómo puede afectar la inestabilidad venezolana al suministro de petróleo, Obama se ha presentado como un socio seguro en la implementación de energías limpias, desplazando de este modo además a Brasil, donde ya quedan lejos los días en los que Lula intentó liderar la revolución del biocombustible en toda América. Además, en paralelo, el mandatario estadounidense ha anunciado un paquete de inversiones por valor de 1.000 millones de dólares en Centroamérica para aumentar la seguridad en la vida cotidiana y rebajar así un potente factor de emigración.
Este nuevo panorama reorganizará los equilibrios de afinidades e intereses comunes. Deja en una incómoda situación a Gobiernos como los de Venezuela y, en menor medida, Argentina; y obliga a replantear su papel en la región a Brasil. En cualquier caso se puede afirmar que la de Panamá está muy lejos de ser solo una cumbre protocolaria.