Muerte a diario: San Pedro Sula, la capital mundial de la violencia

lanacion.com
"Matan hombre de varios machetazos." "Matan mujer y le sacan ojos." "Encuentran hombre envuelto con sábanas." En San Pedro Sula , la muerte es un ritual despojado de todo dramatismo. Un título frío que se repite cada día en la prensa de una ciudad dominada por el narcotráfico y la violencia desmedida de las maras. En la capital industrial de Honduras, la morgue nunca cierra.


No es fácil vivir en la ciudad más violenta del mundo fuera de una zona de guerra. Aunque a los sanpedranos no les guste el rótulo, así catalogó a San Pedro Sula el ranking que divulgó en enero pasado la ONG mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública. Según el organismo, la segunda ciudad de Honduras tuvo una tasa de 171,21 homicidios por cada 100.000 habitantes, y superó así por cuarto año consecutivo a Acapulco y Caracas.

San Pedro Sula tiene unos 782.000 habitantes y un centro bullicioso de día que de noche parece un pueblo fantasma. "A ciertas horas uno ya no puede andar por la calle. Hace sus quehaceres, va a comprar las cosas a la pulpería [almacén] y se mete a la casa para que no le pase nada", cuenta por Skype a LA NACION María Guadalupe Hernández.

Habla resignada. La muerte la golpeó ya demasiadas veces. Su hijo mayor, Santos Geovanni, murió el 5 de febrero pasado en la zona de Villanueva, en las afueras de la ciudad. Tenía 22 años e iba en su moto-taxi cuando una bala que no iba dirigida a él, sino a un importante empresario, le atravesó la cabeza. Otra ráfaga de balas mató luego al empresario y a su guardaespaldas.

En la capital industrial de Honduras, la morgue nunca cierra

Hace cuatro años fue el turno de su yerno. "Le dieron una muerte bien fea. Lo torturaron y lo metieron en un saco. Sus familiares querían averiguar qué pasó, pero la mamá de él no quiso", cuenta Guadalupe. Ella sospecha de las maras (pandillas juveniles), pero dice que la resolución del crimen "quedará en las manos de Dios".

Las maras son uno de los tantos flagelos que azotan a 14 ciudades de Honduras, de acuerdo con un informe divulgado por Unicef en 2012. Pero como siempre San Pedro Sula se lleva la peor parte: el 60% de las pandillas están afincadas en esta ciudad.

La Salvatrucha (MS, conocida también como MS13) y Barrio 18 son las maras más importantes. Entre ellas libran una sangrienta lucha territorial. "Hay barrios enteros en manos de los mareros. Vigilan quién entra y quién sale, y hasta cobran para vivir", explica a LA NACION Migdonia Ayestas, directora del Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.

Hasta en las colonias (barrios) las maras cobran un impuesto para vivir. Por ejemplo, en el Chamalecón, un barrio pobre, cuando los residentes vuelven a su casa hacen señales de luces para avisar que son del lugar. Durante el día, bajan las persianas y así los mareros los reconocen.

Las maras actuales se formaron en Estados Unidos en la década del 80, cuando miles de salvadoreños huyeron de la guerra civil (1980-1992) y se agruparon en pandillas en Los Angeles, California. Hondureños y guatemaltecos se sumaron luego a los grupos, pero a mediados de los 90 Estados Unidos endureció su postura y deportó a miles de pandilleros, que regresaron a sus países de origen.

Desde que las maras se afianzaron en Honduras, empezaron a cobrar el llamado "impuesto de guerra" en las zonas marginales que controlaban. Pero en los últimos años esta práctica se extendió a pequeños y medianos negocios, como pulperías, panaderías, ferreterías y farmacias.

"Yo pagaba en mi casa un impuesto de guerra, porque vivo en una zona peligrosa. Pensamos con mi mamá que era un vigilante normal, pero después nos dimos cuenta de que se trataba del impuesto. Un señor pasa en bicicleta cada 15 días a cobrarnos 150 lempiras [siete dólares], que no es mucho", cuenta a LA NACION Keren Dunaway, de 19 años.

A Keren, una reconocida activista por los derechos de las personas que sufren VIH, esta situación le parece normal. "Todo el mundo está mentalizado de que hay que pagarles, si no, se sabe que algo malo puede pasar."

"Además, ahora a los mareros no se los reconoce como antes. No andan llenos de tatuajes ni vestidos como raperos. Se camuflan entre la gente, por eso Keren se confundió", explica su novio, Edgardo Paz, de 24 años.

Hace más de un mes que los jóvenes sanpedranos viven en Buenos Aires. Viajaron para estudiar a la UBA. Keren, Ciencias Políticas, y Edgardo, Economía. Recién ahora, lejos de su ciudad natal, la joven activista se anima a hablar de la violencia en San Pedro Sula y del secuestro exprés que sufrió hace dos meses.

Dice que no tuvo miedo cuando dos hombres la bajaron de su auto y la metieron en una casa abandonada, donde permaneció sola durante 12 horas, con las muñecas atadas con cinta tape. Su madre, que es presidenta de la ONG Llaves, estaba preocupada porque Keren debía tomar sus medicamentos para el VIH y pidió ayuda en los medios.

Pero Keren permaneció tranquila y hoy jura que lo suyo fue un secuestro al azar. Más miedo le dan los asaltos, "porque esos sí suceden a menudo", dice. Y enseguida añade: "La verdad es que como sanpedrana ando medio paranoica en Buenos Aires y miro para todos lados".

'Estamos a la buena de Dios. La violencia abarca todos los niveles. En definitiva, no sabemos si vamos a volver vivos del trabajo', dice Glenda Perdomo, editora del diario local La Prensa

"Un amigo me dijo que Buenos Aires no era tan segura, pero lo que nos contaron de los robos aquí nos parece una broma. Prefiero mil veces que me roben así", acota Edgardo, que fue asaltado varias veces en San Pedro Sula. Keren se ríe y dice que lo que más le sorprende es ver a chicos pequeños caminando por la calle de noche. "¡Métanse adentro, por Dios!", piensa en esos momentos.

En San Pedro Sula el robo básico se desfiguró a uno con mucha violencia, explica a LA NACION la periodista Glenda Perdomo, editora del diario local La Prensa. "Estamos a la buena de Dios. La violencia abarca todos los niveles. No sabemos si nos van a matar para robarnos el celular o por nada. En definitiva, no sabemos si vamos a volver vivos del trabajo", cuenta.

Los que más sufren la violencia son los taxistas y colectiveros. Así lo señala Pompilio Coello, dirigente de transporte en Honduras. "El conductor de un ómnibus o de un taxi sale a trabajar en la mañana y lo único que le queda es encomendarse a Dios para que lo proteja en la calle", dice.

Pero además del crimen organizado, los transportistas cargan con el peso extra del impuesto de guerra. "El delincuente le dice al conductor: «Me tenés que dar 100.000 lempiras [4600 dólares], 50.000 lempiras, si no ya sabés, te venimos a matar aquí». Desde ese punto la gente se ve obligada a negociar con ellos y darles el dinero", detalla Coello.

Según la fiscalía de delitos comunes, en San Pedro Sula los taxistas y conductores de ómnibus pagan unos 2,5 millones de lempiras (115.000 dólares) por mes a las maras.

Guerra sin trincheras

Los pandilleros no son los únicos que libran esta guerra sin trincheras. Hace algunos años los carteles del narcotráfico penetraron en Honduras, y muchas veces siembran el terror aliados con las maras.

"Con la ofensiva de los gobiernos mexicano y colombiano, los carteles de la droga desplazaron hace algunos años sus operaciones a Honduras, un país situado en una posición estratégica en la ruta de la cocaína hacia Estados Unidos", explica a LA NACION Guillermo Peña, de la Fundación Eléutera, una ONG contra la violencia.

Según el Departamento de Estado norteamericano, el 80% de la cocaína que se transporta hacia el Norte pasa por Honduras.

De acuerdo con Peña, a este panorama se sumó la crisis política de 2009 -cuando el ex presidente Manuel Zelaya fue destituido por un golpe de Estado-, que produjo un descuido en las instituciones de seguridad.

Según el Departamento de Estado norteamericano, el 80% de la cocaína que se transporta hacia el Norte pasa por Honduras

"Estamos viviendo lo que vivió Colombia hace 15 años con Pablo Escobar. Vemos que hay municipios, especialmente los que están en la frontera, en el triángulo norte, donde sus alcaldes están permeados con el crimen organizado. En esos lugares hubo muertes de periodistas, abogados, policías, precisamente porque estaban involucrados o defendiendo casos contrarios a los narcotraficantes", explica Ayestas, del Observatorio de Violencia.

Desde su llegada al poder, en enero de 2014, el presidente Juan Orlando Hernández le declaró la guerra al narcotráfico para disminuir los niveles de violencia. Por ahora no hubo grandes resultados. Su mayor victoria fue la extradición de siete cabecillas de los carteles hacia Estados Unidos.

Los intolerables niveles de violencia produjeron el aumento de seguridad privada en todo el país. Según un informe de la ONU, en Honduras hay aproximadamente 79.000 guardias privados, cifra que supera a la policía y al ejército. Esto se palpa en San Pedro Sula. No importa el tamaño del local comercial, en todos lados hay guardias armados. Es común que las pulperías estén completamente enrejadas y que los vendedores atiendan a través de un "hueco" (ventanilla).

En algunos lugares los vecinos tomaron una medida radical: como no pueden acceder a vivir en un barrio privado, se encerraron ellos mismos. Instalaron portones o rejas y les pagan un sueldo a uno o dos guardias. El diario El Heraldo detalla que más de 100.000 personas viven de esta manera porque se sienten "desamparadas de la policía".

"La desconfianza ciudadana hacia la policía es uno de los grandes problemas de San Pedro Sula y de Honduras en general", cuenta a LA NACION Carlos Sierra, coordinador del Área de Seguridad del Centro de Investigación y Promoción de los Derechos Humanos (Ciprodeh). Muchas veces la policía es parte del problema porque está asociada a los narcotraficantes y a las maras, por eso la gente ni siquiera piensa en hacer las denuncias, sostiene Sierra.

Ayestas explica que otro de los grandes problemas del país es que en más del 70% de los homicidios no hay información sobre el contexto y el móvil de la muerte. De los que sí están documentados, alrededor de un 15% son por ajuste de cuentas, a partir de la modalidad del sicariato. Estas muertes son propias del narcotráfico, señala la directora del Observatorio de la Violencia, e indica que la mayoría de las víctimas son menores de 30 años.

A pesar de que las estadísticas no son favorables, muchos sanpedranos se muestran optimistas y dicen que las medidas del presidente contra la violencia están dando algunos resultados. Cuentan que anhelan cosas básicas: poder salir a correr en el parque por la tarde, viajar tranquilos en ómnibus, poder hablar con el celular por la calle. En definitiva, no vivir con ese miedo constante a convertirse en un nuevo titular de las noticias policiales.

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