COLUMNA / Iconografía del terror
El Estado Islámico utiliza los iconos de la guerra global contra el terror, que Obama no puede borrar
Lluís Bassets, El País
El prisionero arrodillado y enfundado en una blusa de color naranja y el guerrero vestido de negro y enmascarado, cuchillo en mano, dispuesto a degollarle, componen la estampa con la que el Estado Islámico difunde su propaganda para reclutar a jóvenes ávidos de sangre y aterrorizar al resto de los mortales.
El nutrido grupo terrorista que encabeza el iraquí Abubaker al Bagdadi, varios millares de combatientes organizados en un buen número de países, se diferencia en muchas cosas de Al Qaeda —la organización que dirigió Osama bin Laden y encabeza ahora Ayman al Zawahiri—, pero una de las más notables es iconográfica.
En la postal que definía a la ya vieja Al Qaeda, fundada probablemente en 1989, y ahora en franco declive frente al Estado Islámico, veíamos a unos tipos vestidos con los hábitos salafistas de los piadosos compañeros del profeta, con el kaláshnikov en los brazos naturalmente, ante una cueva de una remota región montañosa.
Al Qaeda reclutaba y entrenaba a los jóvenes que querían revolverse contra el mundo impío occidental y sobre todo contra quienes había mancillado el territorio sagrado del islam, inspirándose en la lectura coránica y en las azoras de contenido más belicista. El Estado Islámico, en cambio, busca su iconografía en el pasado más reciente, y lo que es más astuto, en las actuaciones del enemigo occidental en Irak.
El califa autoproclamado Al Bagdadi en el púlpito de la mezquita de Mosul, con ese reloj de pulsera que no puede ocultar, impresiona mucho menos que los iconos extraídos de la guerra global contra el terror, que son el prisionero de Guantánamo o Abu Graib, encapuchado y con blusa naranja, y el marine o el agente privado, armado hasta los dientes, enmascarado y enfundado en su mono negro de combate.
Obama ha sacado a la Cuba de los Castro del limbo internacional y está a punto de hacer lo propio con el Irán de los ayatolás. Entraba en sus propósitos, pero no prometió ninguna de las dos cosas. Sí era una promesa electoral en cambio la clausura de la prisión de Guantánamo, donde todavía quedan unos 120 detenidos. Sigue funcionando, por tanto, el icono de la blusa naranja como símbolo del limbo jurídico y de una represión sin normas ni control.
También sigue funcionando el otro icono, el del soldado exterminador de civiles, transmutado en los últimos años en drones que asesinan ciegamente. Y esto a pesar de que la justicia estadounidense, cuando puede, cumple con su deber, como ha sido el caso de la cadena perpetua y las penas de 30 años impuestas a cuatro mercenarios de la compañía de seguridad Blackwater, la principal contratista privada durante la ocupación de Irak, acusados de una de las peores matanzas de toda la guerra, la de 14 civiles en una plaza de Bagdad en 2007. A Obama le servirá de poco, pero vale la pena que cunda el ejemplo.
Lluís Bassets, El País
El prisionero arrodillado y enfundado en una blusa de color naranja y el guerrero vestido de negro y enmascarado, cuchillo en mano, dispuesto a degollarle, componen la estampa con la que el Estado Islámico difunde su propaganda para reclutar a jóvenes ávidos de sangre y aterrorizar al resto de los mortales.
El nutrido grupo terrorista que encabeza el iraquí Abubaker al Bagdadi, varios millares de combatientes organizados en un buen número de países, se diferencia en muchas cosas de Al Qaeda —la organización que dirigió Osama bin Laden y encabeza ahora Ayman al Zawahiri—, pero una de las más notables es iconográfica.
En la postal que definía a la ya vieja Al Qaeda, fundada probablemente en 1989, y ahora en franco declive frente al Estado Islámico, veíamos a unos tipos vestidos con los hábitos salafistas de los piadosos compañeros del profeta, con el kaláshnikov en los brazos naturalmente, ante una cueva de una remota región montañosa.
Al Qaeda reclutaba y entrenaba a los jóvenes que querían revolverse contra el mundo impío occidental y sobre todo contra quienes había mancillado el territorio sagrado del islam, inspirándose en la lectura coránica y en las azoras de contenido más belicista. El Estado Islámico, en cambio, busca su iconografía en el pasado más reciente, y lo que es más astuto, en las actuaciones del enemigo occidental en Irak.
El califa autoproclamado Al Bagdadi en el púlpito de la mezquita de Mosul, con ese reloj de pulsera que no puede ocultar, impresiona mucho menos que los iconos extraídos de la guerra global contra el terror, que son el prisionero de Guantánamo o Abu Graib, encapuchado y con blusa naranja, y el marine o el agente privado, armado hasta los dientes, enmascarado y enfundado en su mono negro de combate.
Obama ha sacado a la Cuba de los Castro del limbo internacional y está a punto de hacer lo propio con el Irán de los ayatolás. Entraba en sus propósitos, pero no prometió ninguna de las dos cosas. Sí era una promesa electoral en cambio la clausura de la prisión de Guantánamo, donde todavía quedan unos 120 detenidos. Sigue funcionando, por tanto, el icono de la blusa naranja como símbolo del limbo jurídico y de una represión sin normas ni control.
También sigue funcionando el otro icono, el del soldado exterminador de civiles, transmutado en los últimos años en drones que asesinan ciegamente. Y esto a pesar de que la justicia estadounidense, cuando puede, cumple con su deber, como ha sido el caso de la cadena perpetua y las penas de 30 años impuestas a cuatro mercenarios de la compañía de seguridad Blackwater, la principal contratista privada durante la ocupación de Irak, acusados de una de las peores matanzas de toda la guerra, la de 14 civiles en una plaza de Bagdad en 2007. A Obama le servirá de poco, pero vale la pena que cunda el ejemplo.