Fukushima redescubre el miedo a la radiación

Cuatro años después del accidente de la central nuclear japonesa, la brecha de percepción del riesgo nuclear está más abierta que nunca entre los expertos y la sociedad

Javier Salas, El País
El 23 de mayo de 2013, mientras un grupo de investigadores realizaba un experimento irradiando un objeto de oro con un haz de protones se produjo una liberación inesperada de sustancias radiactivas tóxicas. Las alarmas sonaron de inmediato, en cuanto los sensores lo detectaron. Los científicos apagaron las alarmas, accionaron la ventilación para dejar salir el material radiactivo y siguieron trabajando durante casi tres días. Un total de 34 investigadores recibieron dosis detectables de radiación en su organismo; dos de ellos recibieron en todo su cuerpo el equivalente a una veintena de radiografías de pecho. Esta negligencia se produjo en el laboratorio J-PARC, dependiente de la Agencia para la Energía Atómica de Japón, dos años después del accidente de Fukushima. El Gobierno nipón tuvo que pedir disculpas por la actitud de los científicos —se tardó 36 horas en informar al público— y el laboratorio permaneció cerrado casi un año hasta que se aclararon las responsabilidades.


El 12 de febrero de 2012, se celebró en la localidad conquense de Villar de Cañas una manifestación contra la instalación de un Almacén Temporal Centralizado (ATC) de residuos nucleares. Todas las organizaciones ecologistas españolas abordaron el pueblo con cientos de activistas llevados en autobuses para una concentración a la que también acudieron representantes políticos como Cayo Lara. Entre los manifestantes, numerosas pancartas cargando contra el ATC y recordando el desastre de Fukushima. En uno de estos carteles, adornado con una señal de peligro radiactivo, se podía leer: "Quiero morir a los 90 de un orgasmo, no a los 60 de un cáncer". La activista que portaba esa pancarta estaba fumando, una de las actividades conscientes que más nos acercan a sufrir cáncer, entre otras cosas por la exposición a los isótopos radiactivos del radón.

El ser humano es tan contradictorio como su relación con la radiación. Tras el terremoto y tsunami que golpearon la costa este de Japón hace ahora cuatro años, se produjo un accidente en la central nuclear de Fukushima Daiichi, el mayor de la historia junto al de Chernóbil. Nadie ha muerto como consecuencia directa de la liberación de materiales radiactivos de Fukushima; alrededor de 18.000 personas murieron con el terremoto y, sobre todo, el tsunami posterior. Sin embargo, la ansiedad que provoca entre los japoneses la posibilidad de un accidente en una central nuclear ha crecido el triple que el miedo a un nuevo terremoto catastrófico, según un estudio de varias universidades japonesas que compararon los miedos frente a 51 amenazas (como desempleo, guerras o enfermedades) de la población nipona en 2008 y en 2012.

Al margen de las específicas circunstancias del pueblo japonés, la supuesta incoherencia del miedo a la radiación es un fenómeno global. Los expertos explican que se debe a que es invisible, genera incertidumbre sobre qué efectos causará y que su daño, al contrario que otras catástrofes, permanece en el tiempo. Además, evoca el secretismo y el horror de la bomba atómica. Pero la brecha de percepción es evidente al comparar los muertos provocados en los accidente nucleares y los provocados por otras industrias. Tras Chernóbil, en 1986, murieron unos 50 trabajadores implicados en el accidente y la OMS estima que otras 9.000 personas morirán a lo largo de su vida por culpa de la exposición a los materiales tóxicos que liberó. Dos años antes, el desastre de Bhopal mató de golpe a más de 3.700 personas, e hirió a medio millón, 4.000 de ellas de gravedad. En 1975, los fallos de la presa china de Banqiao mataron a 171.000 personas. Ni la industria química y ni las represas aparecen en encuestas entre las amenazas que preocupen a la sociedad.

Aquí es donde surge la brecha de percepción: los especialistas y el resto de la sociedad ven las cosas de manera muy distinta. En EE UU, el mayor productor mundial de energía nuclear con sus 100 reactores, la brecha es muy notoria: el 51% de los ciudadanos se oponen a la construcción de más centrales, frente al 65% de sus científicos que se se muestra a favor de construirlas, según una encuesta de enero de Pew Research. Un estudio belga de 2014 contrastó la percepción de riesgo de la población general con la de más de 330 trabajadores del Centro de Estudios Nucleares: los expertos —expuestos habitualmente a la radiación— consideraban que los rayos X usados en medicina suponen una amenaza mayor para la salud que un accidente en una instalación nuclear. Para la gente sin experiencia, el resultado fue exactamente el opuesto.

El resultado de estos estudios podría llevarnos a concluir que el miedo surge del desconocimiento. Sin embargo, los especialistas en la materia tienen claro que el recelo no se resuelve con información. En 2008, hubo un serio escape de yodo radiactivo en Fleurus (Bélgica) que obligó al Gobierno a recomendar no consumir productos de huertas de la zona. Los investigadores que trabajaron con la población publicaron sus conclusiones: la información ayudaba a recibir los mensajes sobre el riesgo, pero para que calaran en el aspecto psicológico, en la actitud frente al riesgo, "la confianza era el factor más influyente para la aceptación de los mensajes". No sucede solo con gente sometida a situaciones de estrés: un estudio entre estudiantes universitarios californianos sobre una central cercana mostró que su aceptación no dependía de sus conocimientos sobre energía nuclear, sino de su nivel de confianza en la industria nuclear, al margen de lo que supieran sobre isótopos o reactores.
Lo peor de cada sistema

"El accidente nuclear en Chernóbil, fue tal vez —incluso más que la perestroika iniciada por mi gobierno— la verdadera causa del colapso de la Unión Soviética. De hecho, la catástrofe de Chernóbil fue un punto de inflexión histórica que marcó una era anterior y una posterior al desastre (...) al punto que el sistema no pudo continuar tal como lo conocíamos", escribió hace años Mijail Gorbachov. Muchos analistas se apresuraron a comparar Chernóbil y Fukushima desde el punto de vista de la catástrofe en su vertiente tecnológica. Algunos coincidieron en establecer un paralelismo más allá, en lo que suponía de reflejo del sistema en el que ambas centrales estallaron. El primer ministro japonés durante la crisis, Naoto Kan, hizo suyas las palabras del líder soviético, hablando de derrumbe de la nación, criticando al establishment nuclear de no mostrar arrepentimiento: "Gorbachov dijo en sus memorias que el accidente de Chernóbil expuso los males del sistema soviético. El accidente de Fukushima hizo lo mismo con Japón". Kan hablaba de la desregulación, la opacidad, las puertas giratorias, el beneficio empresarial por encima del bien colectivo, factores que, como más tarde se supo, llevaron al desastre o agravaron la situación provocada por el tsunami.

El pionero en el estudio de esta brecha de percepción es el psicólogo de la Universidad de Chicago Paul Slovic, que viene publicando trabajos sobre este asunto desde hace décadas. Sus estudios fueron los primeros en observar cómo los expertos en riesgos colocaban las centrales nucleares en la parte baja de la lista de posibles peligros mientras el resto de la gente las elevaban a las primeras posiciones. Sin embargo, observó que la población de un pueblo de Nueva Jersey con altos niveles de radiación natural por culpa del radón de la zona no parecían preocuparse en exceso mientras la oposición a la instalación de almacenes como el ATC siempre es importante. "Parece resultar del hecho de que [el radón] es de origen natural, sin nadie a quien culpar. Y nunca puede ser totalmente eliminado. La oposición al cementerio radiactivo, por el contrario, probablemente se deriva de que es un peligro importado y de origen tecnológico; se puede culpar a la industria y al estado; el riesgo es involuntario", explicaba en un artículo reciente.

¿Es irracional, por tanto, el miedo a la radiación? "No se debe denominar como irracional un comportamiento sin conocer el contexto de la situación", explica Slovic en conversación por correo electrónico. "La radiación puede ser perjudicial y beneficiosa. Si no se está gestionando cuidadosamente, no es irracional temerla", asegura este experto en percepción del riesgo. Desde su perspectiva, "es claramente injustificado" calificar de irracionales estas reacciones: la gente acepta sin problemas el riesgo de los rayos X porque percibe los beneficios directos y porque confía en los especialistas que gestionan la máquina. "Los gestores de la energía nuclear claramente reciben menos confianza y los beneficios de estas tecnologías no son muy apreciados; por lo tanto, sus riesgos son menos aceptables", asegura.

No obstante, hay casos de éxito en la consolidación del apoyo a la energía nuclear: en Japón, en 2008, los niveles de apoyo a los reactores se alzaban hasta el 82% de la población. ¿Cómo llegó a entusiasmarse de este modo un país en el que sus ciudades sirvieron como banco de pruebas de los más salvajes bombardeos de la historia? Justo después del famoso discurso Átomos para la Paz del presidente Dwight D. Eisenhower anunciando el uso civil del poder nuclear, Japón lanzó en 1954 una campaña respaldada por el dinero de EE UU. Y con el decisivo apoyo de Matsutaro Shoriki, padre del béisbol nipón, dueño del periódico con mayor difusión del mundo (Yomiuri), la primera televisión (recién creada) y cofundador del partido que ha gobernado Japón en 56 de los últimos 60 años, el LDP. Ese mismo año, nacía Godzilla en las pantallas de cine, justo después de que una prueba nuclear en Bikini del Ejército de EE UU rociara con una lluvia radiactiva a los marineros de un atunero nipón, lo que obligó a trabajar duro a la maquinaria propagandística de Shoriki.

Hoy, Japón vive otra situación. El miedo a lo atómico ha resucitado: tras Fukushima, los nietos de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki —los hibakusha— han mostrado ser más vulnerables al estrés postraumático y al miedo a la radiación, algo parecido a lo que se ha observado en los descendientes de las víctimas del holocausto. Todo a pesar de que hoy sabemos que las terribles consecuencias de las bombas nucleares no lo fueron tanto: no ha habido daño genético en las siguientes generaciones y apenas aumentó un 1% la mortandad por cáncer entre los supervivientes.

Tras Fukushima, como sucedió en otros accidentes nucleares, la ansiedad y la depresión ya hacen mella entre los vecinos de las localidades afectadas, entre otras cosas, por culpa de este pavor hacia la radiación. Hasta allí se ha acercado Evelyn Bromet, como hizo anteriormente a Chernóbil y a Three Mile Island, para estudiar el efecto de este estrés en la población afectada. "No es justo en absoluto calificar este miedo como irracional. Hay un temor universal a las armas y las plantas de energía nuclear que se remonta a la bomba atómica. Continúa por muchas razones, una de las cuales es la comunicación inadecuada sobre sus efectos en la salud por parte de los científicos y, al mismo tiempo, el alarmismo de otros científicos que dicen cosas ridículas", critica la epidemióloga de la Universidad Estatal de Nueva York especializada en las secuelas psicológicas de los desastres de las centrales nucleares.

En la población del entorno de la central estadounidense de Three Mile Island, donde nadie sufrió una grave exposición a la radiación tras el accidente de 1979, los índices de ansiedad y depresión duplicaban lo normal incluso 10 años después. Bromet ha observado cifras similares en la población evacuada de Chernóbil incluso 19 años después, con importantes porcentajes de personas afectadas por enfermedades psicosomáticas. También aumentan las muertes por problemas de salud derivados de esta situación, que empujan al alcoholismo o al suicidio. "El impacto en la salud mental es el mayor problema de salud pública desatado por el accidente de Chernóbil hasta la fecha", según el Foro de Chernóbil. En Japón, todos estos cuadros se empiezan a reproducir de la misma forma.

En los tres escenarios, según Bromet, la ansiedad surge de unas circunstancias que se repiten en cada accidente: secretismo por parte de las autoridades, informaciones contradictorias, rumores y una negligente evacuación de la población. Inmediatamente después del accidente de Fukushima, los habitantes de la cercana localidad de Namie huyeron hacia el norte pensando que en aquella dirección estarían más seguros. En los ordenadores de las agencias gubernamentales se veía con claridad que la nube radiactiva viajaba precisamente en su misma dirección, pero nadie les avisó. Cuando se supo, dos meses después, el alcalde de Namie calificó de "crimen" esta ocultación de datos esenciales. Tal fue la desconfianza generada por las autoridades japonesas dentro y fuera del país que EE UU desplegó sus drones sobre la costa de Fukushima para ver con sus propios ojos lo que ocurría en realidad.

Bromet incide en la importancia de periodistas que sepan informar con conocimientos sobre la materia: tras la rueda de prensa posterior al accidente de Three Mile Island, alguno de los 300 periodistas que asistieron no sabía si se había anunciado la fusión del núcleo, el peor de los escenarios, porque no entendía el lenguaje usado por los expertos de la Comisión Reguladora Nuclear. Bromet señala que estos miedos solo podrán mitigarse recuperando la confianza de la sociedad, contando con los propios afectados a la hora de afrontar las decisiones y ofreciendo información permanente con la debida transparencia.

En su último libro sobre la historia de la era atómica (The Age of Radiance), el divulgador Craig Nelson cita una frase que al parecer repiten mucho en los círculos de la energía nuclear, en referencia a la imagen asociada a Hiroshima: "Si el primer uso de la gasolina hubiera sido el napalm, todos estaríamos conduciendo coches eléctricos". Antes del lanzamiento de las dos bombas atómicas, los aviones aliados castigaron decenas de ciudades japonesas con bombas incendiarias abrasando hasta la muerte a entre 250.000 y 900.000 personas, en su gran mayoría civiles. Más que en Hiroshima y Nagasaki juntas.

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