El paro y el terrorismo carcomen Túnez
El Gobierno de coalición, fruto de una transición basada en el consenso, se vuelca en reforzar la seguridad, reactivar la economía y sanear las cuentas públicas
ÓSCAR GUTIÉRREZ (ENVIADO ESPECIAL)
Túnez, El País
El martilleo de los disparos en el exterior del Parlamento tunecino, en el barrio del Bardo que aloja el museo homónimo, hizo saltar las alarmas el miércoles. En el instante en el que Yassine Abidi y Hatem Jachnaoui, los atacantes que mataron luego a 20 turistas y tres compatriotas, llegaban a la entrada de la Cámara, los parlamentarios escuchaban a altos mandos militares en una sesión sobre la reforma precisamente de la ley antiterrorista. La comparecencia fue suspendida, pero el texto volverá de forma urgente a la Cámara. No sólo como gesto de repulsa a los atentados, sino porque la norma en vigor es aún la elaborada en 2003 por la dictadura de Zine Abidine Ben Ali, derrocada en 2011. Un paradigma del ritmo que sigue la transición tunecina, pausado pero impulsado ahora hacia una nueva fase con un Gobierno de coalición volcado en reforzar la seguridad del país y, sobre todo, en levantar la economía, que arrastra un enorme desempleo.
Al frente de este Gabinete, un milagro político cuatro años después de iniciada la revolución del jazmín, el consenso entre laicos e islamistas puso en enero a Habid Essib, un independiente, con un pasado vinculado al régimen y propuesto por el partido Nida Tunes, vencedor en las legislativas. Essib fijó en febrero sus prioridades: ley antiterrorista, acuerdos de financiación con instituciones internacionales y países vecinos, políticas de desarrollo, contención de los precios —la inflación, del 5,7%, motivó las revueltas de 2011—. Walid Banneni, diputado del islamista Ennahda, resumiría en dos esas prioridades: “Reestructuración de la economía y lucha contra el terrorismo”.
Banneni es todo un símbolo del estado de las cosas en la primavera árabe tunecina. Pertenece al partido que venció las primeras elecciones tras la marcha de Ben Ali; una formación que, ante la presión social y en aras del consenso, apoyó la Constitución más liberal de la región y mantuvo así su poder de influencia. Pero, sobre todo, Banneni pertenece a una región, Kasserine, junto a la frontera argelina, marcada a fuego en el mapa por el auge yihadista. “Yo mismo he visto el impacto del desempleo allí”, dice por teléfono —en esa zona fue arrestada la hermana de Jachnaoui, una de las 20 detenciones practicadas hasta el momento en relación con los atentados—.
El paro ronda el 15% en todo el país. En el colectivo de licenciados, el porcentaje de jóvenes sin trabajo supera el 30%, un dato preocupante para un país en el que alrededor del 40% tiene menos de 25 años. La economía, cuatro años después de la revolución, sigue estancada. La inversión extranjera y el turismo empezaban a asomar, pero no es suficiente. Y el mazazo es tangible. Dos empresas de cruceros han suspendido las escaladas en el país.
“El Estado”, señala Banneni, “debe convertirse en la locomotora del país, tenemos que combinar los grandes proyectos con la actividad privada de los emprendedores”. Y para que estos innoven, para involucrar a la clase media, continúa el diputado de Ennahda, “hay que invertir en la microeconomía”.
Inversión y Estado son palabras que repite Banneni, también para reforzar el papel de las fuerzas de seguridad —defiende la aprobación de un presupuesto suplementario tras el ataque del Bardo—. Pero las cifras complican la ecuación: desde 2011, Túnez ha recibido, entre el FMI y el Banco Mundial casi 3.000 millones de dólares. La deuda pública roza el 60% del PIB y el déficit superó el 5% en 2014.
Noomane Fehri, del partido Afek Tunes, fue una de las voces más destacadas en denunciar la laxitud de Ennahda con los salafistas en el periodo en el que la formación islamista lideró el Gobierno. Hoy, Fehri es ministro de Tecnologías de la Comunicación. Pese a que él sitúa la seguridad como principal desafío, tilda enseguida de “absoluto” el reto que supone el paro. ¿Y después? “Después irían la paz social y las reformas económicas”, responde el ministro por correo electrónico.
Males enquistados en la dictadura no han desaparecido durante la transición. Según la evaluación hecha por Transparencia Internacional, Túnez ha perdido en los últimos años una veintena de puestos en el ranking sobre corrupción, y ha caído hasta la posición 79ª, de 175 países analizados. La independencia de la justicia sigue en entredicho, así como la libertad de expresión: el pasado día 15, el humorista Wassim Hrissi y el periodista Moez Ben Gharbia fueron detenidos por suplantar en una conversación telefónica al presidente, Beyi Caid Essebsi.
Túnez ha elegido la fórmula del consenso para avanzar en la transición, una suerte de principio de paz social —la que reclamaba Fehri— que permite a partidos antaño rivales aliarse en torno a 179 de los 217 escaños del Parlamento. Y de esta mayoría debiera salir ahora la primavera económica ansiada por los tunecinos, un arma esencial en la lucha contra la violencia terrorista.
Ardua reforma de la ley antiterrorista
El asalto a los turistas del Bardo el pasado miércoles, con la muerte de 23 personas, se ha convertido en el atentado más grave en suelo tunecino desde la bomba puesta por Al Qaeda en una sinagoga de Djerba en 2002. Fue tras este último ataque cuando la dictadura de Ben Ali reforzó las medidas para combatir el terrorismo con una nueva ley aprobada en diciembre de 2003 y que aún está en vigor, pese a un corto periodo de suspensión en 2011.
El Parlamento trabaja ahora en la reforma de la norma —un proceso que dura ya 14 meses—, con un proyecto de ley con 136 artículos que organizaciones de defensa de los derechos humanos como Human Rights Watch (HRW) han criticado por contener muchos elementos de la anterior ley, paraguas legal para los abusos, la represión y la práctica de torturas durante la dictadura. En concreto, HRW cree que el proyecto da pie a la “persecución de disidentes políticos”, reduce “la capacidad de los abogados para ejercer la defensa” y ofrece “un control judicial insuficiente” de las operaciones policiales.
ÓSCAR GUTIÉRREZ (ENVIADO ESPECIAL)
Túnez, El País
El martilleo de los disparos en el exterior del Parlamento tunecino, en el barrio del Bardo que aloja el museo homónimo, hizo saltar las alarmas el miércoles. En el instante en el que Yassine Abidi y Hatem Jachnaoui, los atacantes que mataron luego a 20 turistas y tres compatriotas, llegaban a la entrada de la Cámara, los parlamentarios escuchaban a altos mandos militares en una sesión sobre la reforma precisamente de la ley antiterrorista. La comparecencia fue suspendida, pero el texto volverá de forma urgente a la Cámara. No sólo como gesto de repulsa a los atentados, sino porque la norma en vigor es aún la elaborada en 2003 por la dictadura de Zine Abidine Ben Ali, derrocada en 2011. Un paradigma del ritmo que sigue la transición tunecina, pausado pero impulsado ahora hacia una nueva fase con un Gobierno de coalición volcado en reforzar la seguridad del país y, sobre todo, en levantar la economía, que arrastra un enorme desempleo.
Al frente de este Gabinete, un milagro político cuatro años después de iniciada la revolución del jazmín, el consenso entre laicos e islamistas puso en enero a Habid Essib, un independiente, con un pasado vinculado al régimen y propuesto por el partido Nida Tunes, vencedor en las legislativas. Essib fijó en febrero sus prioridades: ley antiterrorista, acuerdos de financiación con instituciones internacionales y países vecinos, políticas de desarrollo, contención de los precios —la inflación, del 5,7%, motivó las revueltas de 2011—. Walid Banneni, diputado del islamista Ennahda, resumiría en dos esas prioridades: “Reestructuración de la economía y lucha contra el terrorismo”.
Banneni es todo un símbolo del estado de las cosas en la primavera árabe tunecina. Pertenece al partido que venció las primeras elecciones tras la marcha de Ben Ali; una formación que, ante la presión social y en aras del consenso, apoyó la Constitución más liberal de la región y mantuvo así su poder de influencia. Pero, sobre todo, Banneni pertenece a una región, Kasserine, junto a la frontera argelina, marcada a fuego en el mapa por el auge yihadista. “Yo mismo he visto el impacto del desempleo allí”, dice por teléfono —en esa zona fue arrestada la hermana de Jachnaoui, una de las 20 detenciones practicadas hasta el momento en relación con los atentados—.
El paro ronda el 15% en todo el país. En el colectivo de licenciados, el porcentaje de jóvenes sin trabajo supera el 30%, un dato preocupante para un país en el que alrededor del 40% tiene menos de 25 años. La economía, cuatro años después de la revolución, sigue estancada. La inversión extranjera y el turismo empezaban a asomar, pero no es suficiente. Y el mazazo es tangible. Dos empresas de cruceros han suspendido las escaladas en el país.
“El Estado”, señala Banneni, “debe convertirse en la locomotora del país, tenemos que combinar los grandes proyectos con la actividad privada de los emprendedores”. Y para que estos innoven, para involucrar a la clase media, continúa el diputado de Ennahda, “hay que invertir en la microeconomía”.
Inversión y Estado son palabras que repite Banneni, también para reforzar el papel de las fuerzas de seguridad —defiende la aprobación de un presupuesto suplementario tras el ataque del Bardo—. Pero las cifras complican la ecuación: desde 2011, Túnez ha recibido, entre el FMI y el Banco Mundial casi 3.000 millones de dólares. La deuda pública roza el 60% del PIB y el déficit superó el 5% en 2014.
Noomane Fehri, del partido Afek Tunes, fue una de las voces más destacadas en denunciar la laxitud de Ennahda con los salafistas en el periodo en el que la formación islamista lideró el Gobierno. Hoy, Fehri es ministro de Tecnologías de la Comunicación. Pese a que él sitúa la seguridad como principal desafío, tilda enseguida de “absoluto” el reto que supone el paro. ¿Y después? “Después irían la paz social y las reformas económicas”, responde el ministro por correo electrónico.
Males enquistados en la dictadura no han desaparecido durante la transición. Según la evaluación hecha por Transparencia Internacional, Túnez ha perdido en los últimos años una veintena de puestos en el ranking sobre corrupción, y ha caído hasta la posición 79ª, de 175 países analizados. La independencia de la justicia sigue en entredicho, así como la libertad de expresión: el pasado día 15, el humorista Wassim Hrissi y el periodista Moez Ben Gharbia fueron detenidos por suplantar en una conversación telefónica al presidente, Beyi Caid Essebsi.
Túnez ha elegido la fórmula del consenso para avanzar en la transición, una suerte de principio de paz social —la que reclamaba Fehri— que permite a partidos antaño rivales aliarse en torno a 179 de los 217 escaños del Parlamento. Y de esta mayoría debiera salir ahora la primavera económica ansiada por los tunecinos, un arma esencial en la lucha contra la violencia terrorista.
Ardua reforma de la ley antiterrorista
El asalto a los turistas del Bardo el pasado miércoles, con la muerte de 23 personas, se ha convertido en el atentado más grave en suelo tunecino desde la bomba puesta por Al Qaeda en una sinagoga de Djerba en 2002. Fue tras este último ataque cuando la dictadura de Ben Ali reforzó las medidas para combatir el terrorismo con una nueva ley aprobada en diciembre de 2003 y que aún está en vigor, pese a un corto periodo de suspensión en 2011.
El Parlamento trabaja ahora en la reforma de la norma —un proceso que dura ya 14 meses—, con un proyecto de ley con 136 artículos que organizaciones de defensa de los derechos humanos como Human Rights Watch (HRW) han criticado por contener muchos elementos de la anterior ley, paraguas legal para los abusos, la represión y la práctica de torturas durante la dictadura. En concreto, HRW cree que el proyecto da pie a la “persecución de disidentes políticos”, reduce “la capacidad de los abogados para ejercer la defensa” y ofrece “un control judicial insuficiente” de las operaciones policiales.