¿Qué clase de civilización somos?
DERECHO A OFENDER. Su decisión de publicar unas viñetas de Mahoma para denunciar la autocensura encendió el debate sobre el futuro de la libertad de expresión. Flemming Rose, jefe de Internacional del ‘Jyllands-Posten’, el principal diario danés, reflexiona sobre el uso de la sátira como respuesta de una civilización sana ante la barbarie
FLEMMING ROSE, El País
Philippe Val, entonces redactor jefe de Charlie Hebdo, no podía ocultar su irritación cuando, en 2007, con motivo del juicio celebrado contra la revista satírica de izquierdas por publicar unas viñetas de Mahoma, se le preguntaba si realmente había sido necesario, si no se trataba de una provocación innecesaria y un ataque a una minoría débil y oprimida. Charlie Hebdo había reproducido unos dibujos del diario Jyllands-Posten, junto con otras viñetas del profeta hechas por sus caricaturistas, como reacción a los ataques contra las Embajadas danesas y las amenazas al diario. “¿Qué civilización seríamos si no nos pudiésemos burlar, mofar y reír de los que vuelan trenes y aviones y asesinan en masa a inocentes?”, se preguntaba indignado Philippe Val. La pregunta resurge con fuerza tras la matanza en la redacción de Charlie Hebdo.
La sátira es una de las respuestas de una sociedad abierta ante la violencia, las amenazas y la barbarie. La sátira es pacífica, aunque pueda picar y escocer. No mata; ridiculiza y expone públicamente. Nos mueve a la risa, no al miedo o al odio.
La sátira es la respuesta de una civilización sana ante la barbarie. Por supuesto que un dibujo nunca vale la vida de una sola persona. El problema es que hay quienes insisten en esa idea. ¿Y cómo debemos comportarnos nosotros, en tanto que gestores de la palabra libre? ¿Cuántas amenazas y actos terroristas habrá que sumar para que los fundamentalistas de la ofensa comprendan que con su defensa del derecho a no ser ofendidos y su absurda equiparación entre malas palabras y malas acciones le están haciendo un favor a la tiranía?
La matanza de París es la trágica culminación, por ahora, de más de 25 años de debate en Europa en torno a la libertad de expresión y sus límites. Comenzó con Salman Rushdie, que en 1989 tuvo que desaparecer después de que las autoridades religiosas de Irán, mediante una fetua (edicto), llamasen a todos los creyentes musulmanes a asesinar al escritor debido a unas pocas páginas de su novela Los versos satánicos. Desde entonces se ha sucedido un caso tras otro. La mayoría ha girado en torno a cómo tratar el islam en la esfera pública de una democracia, pero no se trata únicamente de musulmanes ofendidos. Casos similares han afectado a sijs, hindúes, cristianos ortodoxos, nacionalistas y todo tipo de grupos que insisten en prohibir la expresión de lo que consideran ofensivo.
Tanto Charlie Hebdo como Jyllands-Posten han sido objeto de procesos judiciales. Ambos hemos sido absueltos en los casos planteados contra nosotros. En una democracia y en un Estado de derecho, se respetan las decisiones de los tribunales, aun cuando se pueda estar en desacuerdo con una sentencia. Ese es uno de los modos en los que resolvemos los conflictos. La otra forma es mediante el debate libre y abierto. Este debate lo perdieron en Dinamarca y Francia los musulmanes radicales, pero en lugar de mantenerse fieles al principio básico de la democracia de confrontar palabra con palabra, dibujos con dibujos y dejar hablar a los argumentos verbales, aquellos que se sintieron ofendidos por causa de su dios o su profeta se aferraron a la violencia o la alentaron.
Justamente por eso, es indignante que tantas voces en este debate (sin mencionar nombres y sin olvidar a nadie) hayan hecho algo más que insinuar que Jyllands-Posten, Charlie Hebdo, el director holandés Theo van Gogh, asesinado en 2004, Lars Vilks en Suecia, Lars Hedegaard y Naser Khader en Dinamarca, Robert Redeker en Francia, Ayaan Hirsi Ali en Holanda, Maryam Namazie en Gran Bretaña y una larga serie de europeos que en los últimos años han sido amenazados de muerte o víctimas de intentos de asesinato, en cierto modo se lo han buscado. Un famoso humorista danés comparó en su día la publicación de las viñetas de Mahoma con provocar a un violento roquero. La indigencia moral e intelectual que subyace tras una afirmación así es sorprendente, pero el razonamiento prospera en nuestra cultura en distintas variantes.
Incluso un diario respetable como The New York Times escribió que las caricaturas desataron la violencia en el mundo musulmán. Naturalmente, eso no significa que los fundamentalistas de la ofensa toleren la violencia como reacción a unas viñetas. Pero sí que supone que en demasiados lugares de nuestra cultura, hay un acuerdo latente en que palabras y hechos pueden ser violentos y ofensivos en la misma medida. Pakistán y muchos otros países musulmanes han llegado incluso al punto de que el insulto, burla y ridiculización del Profeta mediante la palabra o gráficamente se castiga con la misma dureza que el asesinato y el terrorismo: con la pena de muerte. En las últimas décadas, la política de identidad y la lucha por un espacio público libre de ofensas ha hecho que este modo de pensar se extienda.
En el contexto de la crisis de las viñetas de Mahoma, Charlie Hebdo publicó a finales de febrero de 2006 un manifiesto con el título “Juntos. Haciendo frente a un nuevo totalitarismo”. Estaba firmado por Salman Rushdie, Philippe Val, Ayaan Hirsi Ali, el danés Mehdi Mozaffari y otros intelectuales procedentes de diferentes sectores del espectro político, pero que se unieron en su defensa de la libertad de expresión.
En él se decía: “Después de haber doblegado al fascismo, al nazismo y al comunismo, el mundo se enfrenta a una nueva amenaza totalitaria: el islamismo. Nosotros, periodistas e intelectuales hacemos un llamamiento a la resistencia contra este totalitarismo religioso y a la defensa de la libertad, la igualdad de oportunidades y los valores seculares. Los últimos sucesos relacionados con la publicación de las viñetas de Mahoma en periódicos europeos han revelado la necesidad de luchar por estos valores universales. Esta lucha no será ganada mediante las armas, sino en el campo de batalla ideológico”.
El manifiesto contra el totalitarismo concluía: “Nos negamos a renunciar a nuestro espíritu crítico por miedo a ser acusados de “islamófobos”, un concepto gastado que mezcla la crítica del islam con la estigmatización de los creyentes. Defendemos la libertad de expresión como un derecho universal, para que el espíritu crítico pueda darse en todos los continentes, alzarse frente a cualquier maltrato o dogma. Apelamos a los demócratas y a los espíritus libres de todos los continentes para que nuestro siglo sea el de la luz y no el de la oscuridad”.
Charlie Hebdo fue quizá el único medio de comunicación europeo que, a pesar de las amenazas y a un atentado incendiario, insistió en el derecho a continuar burlándose de todas las religiones. Dirigieron sus punzadas tanto contra el Papa como contra el Profeta. Trabajaban desde una tradición bien establecida en la que no hay nada sagrado; una tradición que tras la Reforma, y especialmente en tiempos de la Ilustración, se fue extendiendo a la par que lo hacían la tolerancia, la libertad religiosa y la libertad de expresión.
Cuando hace ya más de diez años Theo van Gogh fue asesinado en una calle de Ámsterdam por un joven musulmán ofendido, el entonces ministro de Justicia holandés, es decir, el más alto defensor electo del Estado de derecho, dijo que se debería sopesar un endurecimiento de la legislación contra el llamado discurso de odio. Porque si hubiese existido una ley así, Van Gogh aún estaría con vida. Es decir, si se hubieran criminalizado diferentes tipos de expresiones, habría habido una oportunidad para que Van Gogh nunca hubiera realizado el documental sobre la violencia contra las mujeres en nombre del profeta, documental que llevó a Mohammed Bouyeri a asesinarlo.
Hoy podemos decir lo mismo de los colaboradores de Charlie Hebdo. Si se hubieran limitado a lanzar sátiras contra el cristianismo, los políticos y el Papa, y hubieran dejado en paz al islam, estarían vivos gracias a esta terrible discriminación. Pero no lo hicieron. Continuaron haciendo su trabajo.
Y así volvemos al punto de partida: ¿Qué civilización somos si renunciamos a nuestro derecho a publicar opiniones y dibujos que a algunos pueden resultarles ofensivos? Básicamente se trata de un debate sobre cómo convivir en una sociedad cada vez más multicultural y al mismo tiempo mantener nuestras libertades. Podemos, como en las sociedades que no son libres, buscar una falsa armonía criminalizando continuamente nuevas expresiones de acuerdo con la siguiente máxima: si aceptas mi tabú y no te expresas crítica u ofensivamente sobre lo que para mí es sensible y sagrado, yo haré lo mismo.
En sociedades como la nuestra, en las que crece la diversidad, este es el camino hacia la tiranía del silencio.
Otro camino es insistir en que el precio que todos tenemos que pagar por vivir en democracia, con libertad de expresión y de culto, es que nadie tenga un especial derecho a no ser ofendido. Los colaboradores de Charlie Hebdo no habrán muerto en vano, si elegimos este camino como reacción a su asesinato.
Flemming Rose es autor del libro The tirany of silence.
Traducción de Rodrigo Crespo.
FLEMMING ROSE, El País
Philippe Val, entonces redactor jefe de Charlie Hebdo, no podía ocultar su irritación cuando, en 2007, con motivo del juicio celebrado contra la revista satírica de izquierdas por publicar unas viñetas de Mahoma, se le preguntaba si realmente había sido necesario, si no se trataba de una provocación innecesaria y un ataque a una minoría débil y oprimida. Charlie Hebdo había reproducido unos dibujos del diario Jyllands-Posten, junto con otras viñetas del profeta hechas por sus caricaturistas, como reacción a los ataques contra las Embajadas danesas y las amenazas al diario. “¿Qué civilización seríamos si no nos pudiésemos burlar, mofar y reír de los que vuelan trenes y aviones y asesinan en masa a inocentes?”, se preguntaba indignado Philippe Val. La pregunta resurge con fuerza tras la matanza en la redacción de Charlie Hebdo.
La sátira es una de las respuestas de una sociedad abierta ante la violencia, las amenazas y la barbarie. La sátira es pacífica, aunque pueda picar y escocer. No mata; ridiculiza y expone públicamente. Nos mueve a la risa, no al miedo o al odio.
La sátira es la respuesta de una civilización sana ante la barbarie. Por supuesto que un dibujo nunca vale la vida de una sola persona. El problema es que hay quienes insisten en esa idea. ¿Y cómo debemos comportarnos nosotros, en tanto que gestores de la palabra libre? ¿Cuántas amenazas y actos terroristas habrá que sumar para que los fundamentalistas de la ofensa comprendan que con su defensa del derecho a no ser ofendidos y su absurda equiparación entre malas palabras y malas acciones le están haciendo un favor a la tiranía?
La matanza de París es la trágica culminación, por ahora, de más de 25 años de debate en Europa en torno a la libertad de expresión y sus límites. Comenzó con Salman Rushdie, que en 1989 tuvo que desaparecer después de que las autoridades religiosas de Irán, mediante una fetua (edicto), llamasen a todos los creyentes musulmanes a asesinar al escritor debido a unas pocas páginas de su novela Los versos satánicos. Desde entonces se ha sucedido un caso tras otro. La mayoría ha girado en torno a cómo tratar el islam en la esfera pública de una democracia, pero no se trata únicamente de musulmanes ofendidos. Casos similares han afectado a sijs, hindúes, cristianos ortodoxos, nacionalistas y todo tipo de grupos que insisten en prohibir la expresión de lo que consideran ofensivo.
Tanto Charlie Hebdo como Jyllands-Posten han sido objeto de procesos judiciales. Ambos hemos sido absueltos en los casos planteados contra nosotros. En una democracia y en un Estado de derecho, se respetan las decisiones de los tribunales, aun cuando se pueda estar en desacuerdo con una sentencia. Ese es uno de los modos en los que resolvemos los conflictos. La otra forma es mediante el debate libre y abierto. Este debate lo perdieron en Dinamarca y Francia los musulmanes radicales, pero en lugar de mantenerse fieles al principio básico de la democracia de confrontar palabra con palabra, dibujos con dibujos y dejar hablar a los argumentos verbales, aquellos que se sintieron ofendidos por causa de su dios o su profeta se aferraron a la violencia o la alentaron.
Justamente por eso, es indignante que tantas voces en este debate (sin mencionar nombres y sin olvidar a nadie) hayan hecho algo más que insinuar que Jyllands-Posten, Charlie Hebdo, el director holandés Theo van Gogh, asesinado en 2004, Lars Vilks en Suecia, Lars Hedegaard y Naser Khader en Dinamarca, Robert Redeker en Francia, Ayaan Hirsi Ali en Holanda, Maryam Namazie en Gran Bretaña y una larga serie de europeos que en los últimos años han sido amenazados de muerte o víctimas de intentos de asesinato, en cierto modo se lo han buscado. Un famoso humorista danés comparó en su día la publicación de las viñetas de Mahoma con provocar a un violento roquero. La indigencia moral e intelectual que subyace tras una afirmación así es sorprendente, pero el razonamiento prospera en nuestra cultura en distintas variantes.
Incluso un diario respetable como The New York Times escribió que las caricaturas desataron la violencia en el mundo musulmán. Naturalmente, eso no significa que los fundamentalistas de la ofensa toleren la violencia como reacción a unas viñetas. Pero sí que supone que en demasiados lugares de nuestra cultura, hay un acuerdo latente en que palabras y hechos pueden ser violentos y ofensivos en la misma medida. Pakistán y muchos otros países musulmanes han llegado incluso al punto de que el insulto, burla y ridiculización del Profeta mediante la palabra o gráficamente se castiga con la misma dureza que el asesinato y el terrorismo: con la pena de muerte. En las últimas décadas, la política de identidad y la lucha por un espacio público libre de ofensas ha hecho que este modo de pensar se extienda.
En el contexto de la crisis de las viñetas de Mahoma, Charlie Hebdo publicó a finales de febrero de 2006 un manifiesto con el título “Juntos. Haciendo frente a un nuevo totalitarismo”. Estaba firmado por Salman Rushdie, Philippe Val, Ayaan Hirsi Ali, el danés Mehdi Mozaffari y otros intelectuales procedentes de diferentes sectores del espectro político, pero que se unieron en su defensa de la libertad de expresión.
En él se decía: “Después de haber doblegado al fascismo, al nazismo y al comunismo, el mundo se enfrenta a una nueva amenaza totalitaria: el islamismo. Nosotros, periodistas e intelectuales hacemos un llamamiento a la resistencia contra este totalitarismo religioso y a la defensa de la libertad, la igualdad de oportunidades y los valores seculares. Los últimos sucesos relacionados con la publicación de las viñetas de Mahoma en periódicos europeos han revelado la necesidad de luchar por estos valores universales. Esta lucha no será ganada mediante las armas, sino en el campo de batalla ideológico”.
El manifiesto contra el totalitarismo concluía: “Nos negamos a renunciar a nuestro espíritu crítico por miedo a ser acusados de “islamófobos”, un concepto gastado que mezcla la crítica del islam con la estigmatización de los creyentes. Defendemos la libertad de expresión como un derecho universal, para que el espíritu crítico pueda darse en todos los continentes, alzarse frente a cualquier maltrato o dogma. Apelamos a los demócratas y a los espíritus libres de todos los continentes para que nuestro siglo sea el de la luz y no el de la oscuridad”.
Charlie Hebdo fue quizá el único medio de comunicación europeo que, a pesar de las amenazas y a un atentado incendiario, insistió en el derecho a continuar burlándose de todas las religiones. Dirigieron sus punzadas tanto contra el Papa como contra el Profeta. Trabajaban desde una tradición bien establecida en la que no hay nada sagrado; una tradición que tras la Reforma, y especialmente en tiempos de la Ilustración, se fue extendiendo a la par que lo hacían la tolerancia, la libertad religiosa y la libertad de expresión.
Cuando hace ya más de diez años Theo van Gogh fue asesinado en una calle de Ámsterdam por un joven musulmán ofendido, el entonces ministro de Justicia holandés, es decir, el más alto defensor electo del Estado de derecho, dijo que se debería sopesar un endurecimiento de la legislación contra el llamado discurso de odio. Porque si hubiese existido una ley así, Van Gogh aún estaría con vida. Es decir, si se hubieran criminalizado diferentes tipos de expresiones, habría habido una oportunidad para que Van Gogh nunca hubiera realizado el documental sobre la violencia contra las mujeres en nombre del profeta, documental que llevó a Mohammed Bouyeri a asesinarlo.
Hoy podemos decir lo mismo de los colaboradores de Charlie Hebdo. Si se hubieran limitado a lanzar sátiras contra el cristianismo, los políticos y el Papa, y hubieran dejado en paz al islam, estarían vivos gracias a esta terrible discriminación. Pero no lo hicieron. Continuaron haciendo su trabajo.
Y así volvemos al punto de partida: ¿Qué civilización somos si renunciamos a nuestro derecho a publicar opiniones y dibujos que a algunos pueden resultarles ofensivos? Básicamente se trata de un debate sobre cómo convivir en una sociedad cada vez más multicultural y al mismo tiempo mantener nuestras libertades. Podemos, como en las sociedades que no son libres, buscar una falsa armonía criminalizando continuamente nuevas expresiones de acuerdo con la siguiente máxima: si aceptas mi tabú y no te expresas crítica u ofensivamente sobre lo que para mí es sensible y sagrado, yo haré lo mismo.
En sociedades como la nuestra, en las que crece la diversidad, este es el camino hacia la tiranía del silencio.
Otro camino es insistir en que el precio que todos tenemos que pagar por vivir en democracia, con libertad de expresión y de culto, es que nadie tenga un especial derecho a no ser ofendido. Los colaboradores de Charlie Hebdo no habrán muerto en vano, si elegimos este camino como reacción a su asesinato.
Flemming Rose es autor del libro The tirany of silence.
Traducción de Rodrigo Crespo.