Misrata da la batalla por Libia
La lucha se recrudece en un país roto en dos partes, cada una con autoridades y Ejército
Bertrand de la Grange
Misrata, El País
Tres violentas explosiones interrumpen a Mohamed Sawan. El líder de los Hermanos Musulmanes no termina su frase sobre la feroz lucha por el poder que divide Libia en dos bandos irreconciliables. Su asistente sale corriendo y vuelve al cabo de unos minutos con gesto preocupado: la aviación del general Jalifa Heftar acaba de bombardear la ciudad; un MiG de fabricación rusa ha atacado el aeropuerto, el puerto y la planta siderúrgica, la mayor de África. Parece que no hay víctimas.
La guerra se asoma de nuevo a Misrata. La “ciudad mártir” que desafió a Muamar el Gadafi en 2011 y fue sometida durante tres meses a un brutal asedio que dejó 1.500 muertos, vuelve a estar en el epicentro de un conflicto que estalló hace seis meses y divide el país en dos partes, cada una con su Gobierno, su Parlamento y su Ejército. Al oeste, el primer ministro Omar al Hassi y el Congreso General Nacional, ambos en Trípoli, la capital. Al este, la Cámara de Representantes y el Gobierno de Abdulá al Thinni, asentados respectivamente en las ciudades de Tobruk y Al Baida, bajo la protección del general Heftar.
Más de mil kilómetros separan las sedes políticas de los dos bandos, que se disputan también los yacimientos de petróleo del inmenso sur desértico. Allí, en esa tierra de nadie, se han replegado organizaciones yihadistas vinculadas a Al Qaeda o el Estado Islámico, lo que ha desatado las alarmas en las capitales europeas. Ante la amenaza terrorista, la comunidad internacional ha optado por el Gobierno de Al Thinni y la Cámara de Tobruk, por considerarlos más solventes. Sin embargo, una sentencia de la Corte Suprema de Libia los ha invalidado, y legitima por tanto implícitamente el Gobierno de Trípoli.
La ONU impulsa en estos días un diálogo entre las distintas facciones para lograr un acuerdo de unidad nacional. Las conversaciones prosiguen la próxima semana en Ginebra. Es la única señal esperanzadora en un cuadro de continua degradación.
Petróleo en Libia y control del territorio.
En medio del caos político y jurídico que se ha apoderado de Libia tras la revolución de 2011 y la caída del coronel Gadafi, Misrata es la única ciudad del país que mantiene una sorprendente normalidad. El suministro de agua y de electricidad sufre pocas interrupciones, el puerto es el más concurrido de Libia, aunque ha perdido parte de su tráfico; la planta siderúrgica y la fábrica ultramoderna de lácteos funcionan a buen ritmo, el comercio se ha levantado con la reconstrucción de los locales destruidos por los bombardeos de Gadafi, y el aeropuerto se mantuvo abierto hasta el 6 de enero, cuando Turkish Airlines interrumpió sus vuelos por los ataques aéreos.
Misrata es sin duda el lugar más seguro de Libia, y también el más próspero pese a la guerra. A falta de tarjetas de crédito, que nunca han sido muy populares por aquí, la gente va por la calle con fajos de billetes y los deja en la guantera del coche, como si se tratara de un paquete de kleenex. Las joyerías repletas de oro, agrupadas en un barrio céntrico, mantienen sus puertas abiertas sin vigilancia. “Nunca hemos tenido un asalto”, se ríe Hassan, mientras pesa a la vista del público fajos de 10.000 dólares en una balanza digital. “100 billetes de 100 dólares dan 101 o 102 gramos. Los contamos una vez y, después, los pesamos para confirmar”. El negocio no va mal a pesar de la situación. “Claro”, reconoce, “si los jóvenes no estuvieran en los frentes de guerra, tendríamos más bodas y por tanto más ventas”.
Hoy Misrata es la ciudad que más tropas suministra a Fajr Libia (Amanecer de Libia), la coalición de milicias que lucha contra el ejército de Jalifa Heftar, un general retirado de 71 años que estuvo con Gadafi, se exilió a Estados Unidos, volvió a su país para participar en la revolución y ahora se presenta como salvador de la patria con su Operación Dignidad. Misrata es el enclave mejor defendido, sus baterías antiaéreas mantienen a raya a los aviones que la sobrevuelan todos los días, pero es también uno de los que más bajas ha sufrido en los frentes.
Ya van más de 200 muertos desde el inicio de los combates, en julio. La ciudad vive al ritmo de los funerales organizados al aire libre, en una calle céntrica para que todos puedan acudir. Hoy han llegado los restos mortales de Tareq Shanina. Este albañil, al mando en una brigada de voluntarios, fue alcanzado por un bombardeo aéreo en las afueras del puerto petrolero de Es Sider, a 430 kilómetros al este de Misrata. Su cadáver cubierto por la bandera libia reposa en una caja de madera abierta sobre el asfalto. Mientras el imán recuerda la entrega de este padre de cinco hijos por defender la ciudad y la revolución, cientos de hombres de pie guardan silencio.
Al terminar la oración, los amigos de la familia cargan la caja al hombro y se dirigen en procesión hacia uno de los cementerios que cada tribu mantiene en su barrio. Luego, todos irán a presentar sus condolencias a la familia, que ha montado una carpa para servir el té y los pasteles. Mañana habrá otro funeral.
A diferencia de lo ocurrido en la revolución de 2011, cuando la protección aérea y naval de la OTAN impidió que Gadafi acabara con toda la población, Misrata no goza ya de la simpatía de la prensa internacional y de los Gobiernos occidentales que tanto alabaron su resistencia ejemplar en ese entonces. Esta urbe laboriosa de medio millón de habitantes —casi el doble actualmente con los refugiados de la guerra civil—, que ha desarrollado una industria moderna y sofisticadas redes internacionales de comercio, es ahora señalada como una aliada del terrorismo yihadista a las puertas de Europa.
La clase política, los empresarios y el pujante sector comercial de Misrata no entienden por qué se les percibe desde fuera como la nueva capital del islamismo radical. “Los países occidentales les tienen mucho miedo a los islamistas, y nuestros adversarios, que han desarrollado estrechas relaciones con Europa —curiosamente, también con Egipto y Arabia Saudí—, les dicen que somos extremistas y nos convierten en el enemigo”, lamenta el diputado independiente Fathi Bashagha, que se ha implicado en la búsqueda de una salida negociada a un conflicto que está destruyendo las infraestructuras del país, uno de los mayores productores de petróleo del mundo.
Su compañero Abdurrahman Swehli se indigna cuando se les vincula a los islamistas. “Nada más lejos de la realidad”, clama el diputado, herido de bala en una pierna cuando una milicia ligada al general Heftar intentó disolver el Parlamento en Trípoli. Fue en mayo pasado, al inicio de la Operación Dignidad, que muchos en Libia comparan con el golpe, casi un año antes, del general Abdelfatá al Sisi en Egipto. “Al Sisi y Heftar se han aliado para destruir nuestra revolución y acabar con la primavera árabe”, asegura el influyente legislador de Unión por la Patria, un partido con mucha presencia en Misrata.
Según el nieto de Ramadán Swehli, que lideró la guerra contra la metrópoli italiana y fundó una república autónoma en Misrata en 1918, la revolución libia tiene un defecto de origen que le impide consolidarse. “Nuestra revolución ha sido dirigida desde el inicio por renegados del régimen de Gadafi. Ellos sólo querían reformar algunas cosas; nosotros queríamos cambiarlo todo y crear una nueva Libia. Por eso aprobamos en 2013 la Ley de Aislamiento, que prohíbe que durante diez años la participación en política de cualquiera que ocupase un cargo en tiempos de Gadafi”.
Esta medida ha sido muy criticada dentro y, sobre todo, fuera de Libia porque afecta a personalidades muy cercanas a los Gobiernos occidentales y supuestamente indispensables para llevar la transición a buen puerto. “La comunidad internacional se opone a la ley porque la estabilidad política es su prioridad absoluta en Libia”, se queja Swehli.
El diputado de Misrata, que ha vivido 15 años en Londres, se describe como un “hombre moderado”, como la mayoría de la población de esta ciudad. “Aquí estamos en contra de los islamistas, que quieren un sistema político similar al de Arabia Saudí. Nosotros queremos escoger nuestros gobernantes a través de elecciones libres”.
Los misratíes son en general conservadores y muy practicantes, pero los predicadores violentos no son bienvenidos, y tampoco los militantes de organizaciones radicales como Ansar al Sharía. “Hemos detenido a un pequeño grupo de gente que iba por la calle con las banderas negras de Ansar al Sharía”, recalca el alcalde, Mohamed Eshtwi. “Cuando asumí mis funciones en agosto, dije que no toleraríamos la presencia de esa gente peligrosa en la ciudad, y he pedido a nuestro Gobierno, en Trípoli, que tome medidas para desmantelar ese grupo en todo el país”.
La petición del alcalde no ha sido atendida hasta ahora por las autoridades de Trípoli y su coalición de milicias, Fajr Libia. “Es una cuestión de prioridad: tenemos que vencer primero a Heftar y luego deshacernos de la gente de Ansar al Sharía”, explica Hisham Dow, director del canal privado Misrata TV y excombatiente en la guerra contra Gadafi.
“Combatimos el mismo enemigo pero no somos aliados”, matiza Fathi Bashagha. “Pasó algo similar en la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética luchaban contra Hitler, y luego fueron enemigos acérrimos”. Además, según este diputado, se ha exagerado el peligro porque Ansar al Sharía no tiene más de 200 o 300 combatientes, que han sido duramente golpeados en Bengasi por la aviación de Heftar y estarían a punto de replegarse hacia Derna, una ciudad portuaria en el este. “Derna sí es un problema porque está controlada por extremistas, pero eso es un asunto que resolveremos más adelante”, agrega.
Los misratíes son muy pragmáticos, tanto para los negocios, que se les dan muy bien, como para la guerra. Hace tiempo ejercían el liderazgo económico del país, ahora han asumido además el poder militar y político. El mando de Fajr Libia y la mayoría de los combatientes son originarios de Misrata —unos 15.000 milicianos, según un responsable local— pero no pueden estar en todos los frentes en un territorio cuatro veces más grande que España, con una población de apenas 6 millones de habitantes. Se han quedado con lo más importante en términos estratégicos: la capital, el petróleo y las fronteras. En cambio, no se han acercado a Bengasi, donde no se los aprecia demasiado. Allí, en la segunda ciudad del país, convertida hoy en campo de batalla, las tropas del general Heftar luchan contra una coalición de brigadas locales, el Consejo de la Shura, que incluye Ansar al Sharía y otras milicias no islamistas.
En cambio, las brigadas misratíes de Fajr Libia controlan Trípoli y sus dos aeropuertos, que siguen cerrados al tráfico a raíz de los violentos combates el pasado verano y de los bombardeos de la aviación del general Heftar. Están también en el frente de la cordillera de Nafusa, cerca de la frontera con Túnez, y mucho más al sur, donde han reconquistado hace poco el mayor yacimiento de petróleo del país, Al Sharara, explotado por Repsol pero hoy paralizado.
Un nuevo frente se ha abierto a mediados de diciembre, cuando los misratíes intentaron tomar las terminales portuarias en el golfo de Sirte. Tuvieron que suspender la ofensiva cuando un misil alcanzó un depósito y provocó un gigantesco incendio que destruyó unos 850.000 barriles de crudo. Desde entonces, las exportaciones de petróleo, única fuente de divisas del país, han caído otra vez a mínimos, dejando al Estado sin los recursos necesarios para financiar el gasto corriente.
Los dos bandos están empatados pero ninguno quiere ceder. Hoy, Saleh ha vuelto del frente para asistir a la boda de su prima. Le han dado permiso sólo por unas horas. El veinteañero, que ha dejado sus estudios en la Universidad de Misrata, volverá esta noche a Kikla, un pueblo de la cordillera de Nafusa que ha cambiado de manos varias veces en las últimas semanas. Han muerto decenas de civiles bajo los erráticos misiles Grad disparados por las milicias de la vecina Zintan, aliada con el general Heftar.
Cuando llega la hora, las mujeres de la familia se despiden de Saleh y le entregan comida y ropa para los combatientes. Antes de cerrar los paquetes, han colocado mensajes manuscritos dando las gracias a los que se sacrifican por el país y, sobre todo, por su ciudad. “Si no fuera por ti, Misrata ya no existiría”, dice uno de ellos. Ni un solo lamento.
Bertrand de la Grange
Misrata, El País
Tres violentas explosiones interrumpen a Mohamed Sawan. El líder de los Hermanos Musulmanes no termina su frase sobre la feroz lucha por el poder que divide Libia en dos bandos irreconciliables. Su asistente sale corriendo y vuelve al cabo de unos minutos con gesto preocupado: la aviación del general Jalifa Heftar acaba de bombardear la ciudad; un MiG de fabricación rusa ha atacado el aeropuerto, el puerto y la planta siderúrgica, la mayor de África. Parece que no hay víctimas.
La guerra se asoma de nuevo a Misrata. La “ciudad mártir” que desafió a Muamar el Gadafi en 2011 y fue sometida durante tres meses a un brutal asedio que dejó 1.500 muertos, vuelve a estar en el epicentro de un conflicto que estalló hace seis meses y divide el país en dos partes, cada una con su Gobierno, su Parlamento y su Ejército. Al oeste, el primer ministro Omar al Hassi y el Congreso General Nacional, ambos en Trípoli, la capital. Al este, la Cámara de Representantes y el Gobierno de Abdulá al Thinni, asentados respectivamente en las ciudades de Tobruk y Al Baida, bajo la protección del general Heftar.
Más de mil kilómetros separan las sedes políticas de los dos bandos, que se disputan también los yacimientos de petróleo del inmenso sur desértico. Allí, en esa tierra de nadie, se han replegado organizaciones yihadistas vinculadas a Al Qaeda o el Estado Islámico, lo que ha desatado las alarmas en las capitales europeas. Ante la amenaza terrorista, la comunidad internacional ha optado por el Gobierno de Al Thinni y la Cámara de Tobruk, por considerarlos más solventes. Sin embargo, una sentencia de la Corte Suprema de Libia los ha invalidado, y legitima por tanto implícitamente el Gobierno de Trípoli.
La ONU impulsa en estos días un diálogo entre las distintas facciones para lograr un acuerdo de unidad nacional. Las conversaciones prosiguen la próxima semana en Ginebra. Es la única señal esperanzadora en un cuadro de continua degradación.
Petróleo en Libia y control del territorio.
En medio del caos político y jurídico que se ha apoderado de Libia tras la revolución de 2011 y la caída del coronel Gadafi, Misrata es la única ciudad del país que mantiene una sorprendente normalidad. El suministro de agua y de electricidad sufre pocas interrupciones, el puerto es el más concurrido de Libia, aunque ha perdido parte de su tráfico; la planta siderúrgica y la fábrica ultramoderna de lácteos funcionan a buen ritmo, el comercio se ha levantado con la reconstrucción de los locales destruidos por los bombardeos de Gadafi, y el aeropuerto se mantuvo abierto hasta el 6 de enero, cuando Turkish Airlines interrumpió sus vuelos por los ataques aéreos.
Misrata es sin duda el lugar más seguro de Libia, y también el más próspero pese a la guerra. A falta de tarjetas de crédito, que nunca han sido muy populares por aquí, la gente va por la calle con fajos de billetes y los deja en la guantera del coche, como si se tratara de un paquete de kleenex. Las joyerías repletas de oro, agrupadas en un barrio céntrico, mantienen sus puertas abiertas sin vigilancia. “Nunca hemos tenido un asalto”, se ríe Hassan, mientras pesa a la vista del público fajos de 10.000 dólares en una balanza digital. “100 billetes de 100 dólares dan 101 o 102 gramos. Los contamos una vez y, después, los pesamos para confirmar”. El negocio no va mal a pesar de la situación. “Claro”, reconoce, “si los jóvenes no estuvieran en los frentes de guerra, tendríamos más bodas y por tanto más ventas”.
Hoy Misrata es la ciudad que más tropas suministra a Fajr Libia (Amanecer de Libia), la coalición de milicias que lucha contra el ejército de Jalifa Heftar, un general retirado de 71 años que estuvo con Gadafi, se exilió a Estados Unidos, volvió a su país para participar en la revolución y ahora se presenta como salvador de la patria con su Operación Dignidad. Misrata es el enclave mejor defendido, sus baterías antiaéreas mantienen a raya a los aviones que la sobrevuelan todos los días, pero es también uno de los que más bajas ha sufrido en los frentes.
Ya van más de 200 muertos desde el inicio de los combates, en julio. La ciudad vive al ritmo de los funerales organizados al aire libre, en una calle céntrica para que todos puedan acudir. Hoy han llegado los restos mortales de Tareq Shanina. Este albañil, al mando en una brigada de voluntarios, fue alcanzado por un bombardeo aéreo en las afueras del puerto petrolero de Es Sider, a 430 kilómetros al este de Misrata. Su cadáver cubierto por la bandera libia reposa en una caja de madera abierta sobre el asfalto. Mientras el imán recuerda la entrega de este padre de cinco hijos por defender la ciudad y la revolución, cientos de hombres de pie guardan silencio.
Al terminar la oración, los amigos de la familia cargan la caja al hombro y se dirigen en procesión hacia uno de los cementerios que cada tribu mantiene en su barrio. Luego, todos irán a presentar sus condolencias a la familia, que ha montado una carpa para servir el té y los pasteles. Mañana habrá otro funeral.
A diferencia de lo ocurrido en la revolución de 2011, cuando la protección aérea y naval de la OTAN impidió que Gadafi acabara con toda la población, Misrata no goza ya de la simpatía de la prensa internacional y de los Gobiernos occidentales que tanto alabaron su resistencia ejemplar en ese entonces. Esta urbe laboriosa de medio millón de habitantes —casi el doble actualmente con los refugiados de la guerra civil—, que ha desarrollado una industria moderna y sofisticadas redes internacionales de comercio, es ahora señalada como una aliada del terrorismo yihadista a las puertas de Europa.
La clase política, los empresarios y el pujante sector comercial de Misrata no entienden por qué se les percibe desde fuera como la nueva capital del islamismo radical. “Los países occidentales les tienen mucho miedo a los islamistas, y nuestros adversarios, que han desarrollado estrechas relaciones con Europa —curiosamente, también con Egipto y Arabia Saudí—, les dicen que somos extremistas y nos convierten en el enemigo”, lamenta el diputado independiente Fathi Bashagha, que se ha implicado en la búsqueda de una salida negociada a un conflicto que está destruyendo las infraestructuras del país, uno de los mayores productores de petróleo del mundo.
Su compañero Abdurrahman Swehli se indigna cuando se les vincula a los islamistas. “Nada más lejos de la realidad”, clama el diputado, herido de bala en una pierna cuando una milicia ligada al general Heftar intentó disolver el Parlamento en Trípoli. Fue en mayo pasado, al inicio de la Operación Dignidad, que muchos en Libia comparan con el golpe, casi un año antes, del general Abdelfatá al Sisi en Egipto. “Al Sisi y Heftar se han aliado para destruir nuestra revolución y acabar con la primavera árabe”, asegura el influyente legislador de Unión por la Patria, un partido con mucha presencia en Misrata.
Según el nieto de Ramadán Swehli, que lideró la guerra contra la metrópoli italiana y fundó una república autónoma en Misrata en 1918, la revolución libia tiene un defecto de origen que le impide consolidarse. “Nuestra revolución ha sido dirigida desde el inicio por renegados del régimen de Gadafi. Ellos sólo querían reformar algunas cosas; nosotros queríamos cambiarlo todo y crear una nueva Libia. Por eso aprobamos en 2013 la Ley de Aislamiento, que prohíbe que durante diez años la participación en política de cualquiera que ocupase un cargo en tiempos de Gadafi”.
Esta medida ha sido muy criticada dentro y, sobre todo, fuera de Libia porque afecta a personalidades muy cercanas a los Gobiernos occidentales y supuestamente indispensables para llevar la transición a buen puerto. “La comunidad internacional se opone a la ley porque la estabilidad política es su prioridad absoluta en Libia”, se queja Swehli.
El diputado de Misrata, que ha vivido 15 años en Londres, se describe como un “hombre moderado”, como la mayoría de la población de esta ciudad. “Aquí estamos en contra de los islamistas, que quieren un sistema político similar al de Arabia Saudí. Nosotros queremos escoger nuestros gobernantes a través de elecciones libres”.
Los misratíes son en general conservadores y muy practicantes, pero los predicadores violentos no son bienvenidos, y tampoco los militantes de organizaciones radicales como Ansar al Sharía. “Hemos detenido a un pequeño grupo de gente que iba por la calle con las banderas negras de Ansar al Sharía”, recalca el alcalde, Mohamed Eshtwi. “Cuando asumí mis funciones en agosto, dije que no toleraríamos la presencia de esa gente peligrosa en la ciudad, y he pedido a nuestro Gobierno, en Trípoli, que tome medidas para desmantelar ese grupo en todo el país”.
La petición del alcalde no ha sido atendida hasta ahora por las autoridades de Trípoli y su coalición de milicias, Fajr Libia. “Es una cuestión de prioridad: tenemos que vencer primero a Heftar y luego deshacernos de la gente de Ansar al Sharía”, explica Hisham Dow, director del canal privado Misrata TV y excombatiente en la guerra contra Gadafi.
“Combatimos el mismo enemigo pero no somos aliados”, matiza Fathi Bashagha. “Pasó algo similar en la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética luchaban contra Hitler, y luego fueron enemigos acérrimos”. Además, según este diputado, se ha exagerado el peligro porque Ansar al Sharía no tiene más de 200 o 300 combatientes, que han sido duramente golpeados en Bengasi por la aviación de Heftar y estarían a punto de replegarse hacia Derna, una ciudad portuaria en el este. “Derna sí es un problema porque está controlada por extremistas, pero eso es un asunto que resolveremos más adelante”, agrega.
Los misratíes son muy pragmáticos, tanto para los negocios, que se les dan muy bien, como para la guerra. Hace tiempo ejercían el liderazgo económico del país, ahora han asumido además el poder militar y político. El mando de Fajr Libia y la mayoría de los combatientes son originarios de Misrata —unos 15.000 milicianos, según un responsable local— pero no pueden estar en todos los frentes en un territorio cuatro veces más grande que España, con una población de apenas 6 millones de habitantes. Se han quedado con lo más importante en términos estratégicos: la capital, el petróleo y las fronteras. En cambio, no se han acercado a Bengasi, donde no se los aprecia demasiado. Allí, en la segunda ciudad del país, convertida hoy en campo de batalla, las tropas del general Heftar luchan contra una coalición de brigadas locales, el Consejo de la Shura, que incluye Ansar al Sharía y otras milicias no islamistas.
En cambio, las brigadas misratíes de Fajr Libia controlan Trípoli y sus dos aeropuertos, que siguen cerrados al tráfico a raíz de los violentos combates el pasado verano y de los bombardeos de la aviación del general Heftar. Están también en el frente de la cordillera de Nafusa, cerca de la frontera con Túnez, y mucho más al sur, donde han reconquistado hace poco el mayor yacimiento de petróleo del país, Al Sharara, explotado por Repsol pero hoy paralizado.
Un nuevo frente se ha abierto a mediados de diciembre, cuando los misratíes intentaron tomar las terminales portuarias en el golfo de Sirte. Tuvieron que suspender la ofensiva cuando un misil alcanzó un depósito y provocó un gigantesco incendio que destruyó unos 850.000 barriles de crudo. Desde entonces, las exportaciones de petróleo, única fuente de divisas del país, han caído otra vez a mínimos, dejando al Estado sin los recursos necesarios para financiar el gasto corriente.
Los dos bandos están empatados pero ninguno quiere ceder. Hoy, Saleh ha vuelto del frente para asistir a la boda de su prima. Le han dado permiso sólo por unas horas. El veinteañero, que ha dejado sus estudios en la Universidad de Misrata, volverá esta noche a Kikla, un pueblo de la cordillera de Nafusa que ha cambiado de manos varias veces en las últimas semanas. Han muerto decenas de civiles bajo los erráticos misiles Grad disparados por las milicias de la vecina Zintan, aliada con el general Heftar.
Cuando llega la hora, las mujeres de la familia se despiden de Saleh y le entregan comida y ropa para los combatientes. Antes de cerrar los paquetes, han colocado mensajes manuscritos dando las gracias a los que se sacrifican por el país y, sobre todo, por su ciudad. “Si no fuera por ti, Misrata ya no existiría”, dice uno de ellos. Ni un solo lamento.