El terrorista discreto
Chérif Kouachi, descrito por sus vecinos como “amable”, vivía de la ayuda pública en un barrio de la periferia de París con mucha inmigración
Álex Vicente
París, El País
Para llegar a Gennevilliers hay que tomar el metro hasta alcanzar la otra orilla del Sena, allá donde los elegantes edificios decimonónicos se convierten en lúgubres torres de hormigón. En la frontera entre este suburbio y Asniers, ambos adosados a París y con perfil de ciudad dormitorio, Chérif Kouachi, abatido el viernes como sospechoso del ataque al semanario Charlie Hebdo, vivía con su esposa en un apartamento de la calle Basly, situado en un edificio de ladrillo con cierto caché. La residencia destaca entre viviendas algo deterioradas, situadas en los bordes de una ruidosa avenida con aires de autopista. Por la calle no se ve un alma. Es sábado por la tarde, pero las tiendas están cerradas, igual que la pizzería y el estanco.
El apellido del terrorista seguía ayer colocado en el buzón: ocupaba el apartamento 143, en la cuarta planta. Chérif Kouachi vivía gracias a ayudas públicas —era beneficiario del mínimo de inserción social, de 420 euros mensuales de media— y trabajaba ocasionalmente en un supermercado y vendiendo objetos religiosos en mercadillos.
Sus vecinos lo describen como “amable y discreto”, sin el perfil de un yihadista. “Parecía un joven normal, aunque todos lo parecen”, dice una vecina que vive un par de edificios más allá. Pide que no se reproduzca su nombre. “Hay que extremar las precauciones. Es un barrio muy humilde y sabemos que pasan cosas. Pero hay que decir que la convivencia es relativamente pacífica. En los 15 años que llevo en este barrio, solo he oído tiros una vez”, asegura la mujer. Jura que es un buen promedio.
El panorama es el habitual en muchos municipios de la banlieue parisiense, receptáculos de inmigración masiva a partir de los sesenta y setenta del pasado siglo. En Gennevilliers, más de la mitad de los menores de 18 años tienen origen extranjero. “Los padres no eran como los hijos”, afirma Robert, taxista jubilado que vive a dos calles del lugar. “Eran obreros sin medios, pero con dignidad, a los que apiñaron en pocos metros cuadrados”. Los hijos crecieron tras el fin de los llamados “treinta gloriosos”, las tres décadas de crecimiento exorbitante que protagonizó Francia hasta los pasados años ochenta. Desde entonces, el contexto del país ha cambiado.
Chérif y su hermano Said frecuentaron la mezquita de Gennevilliers. El imam de este templo, Rachid Mouay, es el único que recuerda el radicalismo de los hermanos, que una vez abandonaron una oración cuando incitó a los asistentes a participar en las elecciones. “Said expresó su desacuerdo y se marchó enfadado”, relató a Le Figaro. “Cuando uno practica y enseña un islam moderado, que es el islam real, es considerado un impío para los extremistas”, añadió.
Su compromiso con el islamismo radical nació lejos de Gennevilliers. A esos complejos de viviendas propios de las ciudades del extrarradio, los franceses les llaman cités. La de Curial-Cambrai se encuentra dentro de los límites de París, aunque no disponga de un mejor paisaje. Diecisiete torres prácticamente idénticas configuran una laberíntica ciudad en miniatura, aunque sin más equipamientos que un par de guarderías y un centro social que hoy está cerrado. Hace una década, los hermanos Kouachi frecuentaron el lugar, impermeable al aburguesamiento creciente del 19º distrito parisiense. Formaron parte de la red yihadista de los Buttes-Chaumont, que toma el nombre prestado del majestuoso jardín público vecino, construido por el barón Haussman en 1867 en el noreste de París.
Curial-Cambrai forma parte de otro mundo. “Es un lugar duro, con muchos musulmanes sin recursos”, dice Isabelle, una vecina que llegó hace tres años. “Pero ha mejorado mucho. He oído que antes había plegarias en los sótanos e incluso violaciones en grupo”.
Morad, joven de origen argelino, pasa la tarde sentado en el patio de uno de los edificios. Dice haber oído hablar de los hermanos Kouachi por “amigos de amigos”. “Se supone que circulaban por el barrio”, dice. “Me parece mal que los mataran. Lo que hicieron está mal, pero no peor que lo que hacen otros. En otros países del mundo mueren decenas cada día y nadie dice nada”.
Liliane, auxiliar de clínica y una de las pocas mujeres blancas que se detecta en el lugar —su origen es francés—, lleva en el complejo desde 1992. “Los jóvenes son amables con nosotros, pero no sabemos qué hacen cuando no los vemos. El riesgo cero no existe”, sostiene. Dice que esta semana hay algo que ha cambiado. “Cuando veo a una vecina con el velo integral, me sorprendo teniendo miedo. Y no me gusta sentir eso. Me pregunto quién habrá debajo de ese velo. Sé que hay un ser humano, ¿pero de qué tipo?”.
Álex Vicente
París, El País
Para llegar a Gennevilliers hay que tomar el metro hasta alcanzar la otra orilla del Sena, allá donde los elegantes edificios decimonónicos se convierten en lúgubres torres de hormigón. En la frontera entre este suburbio y Asniers, ambos adosados a París y con perfil de ciudad dormitorio, Chérif Kouachi, abatido el viernes como sospechoso del ataque al semanario Charlie Hebdo, vivía con su esposa en un apartamento de la calle Basly, situado en un edificio de ladrillo con cierto caché. La residencia destaca entre viviendas algo deterioradas, situadas en los bordes de una ruidosa avenida con aires de autopista. Por la calle no se ve un alma. Es sábado por la tarde, pero las tiendas están cerradas, igual que la pizzería y el estanco.
El apellido del terrorista seguía ayer colocado en el buzón: ocupaba el apartamento 143, en la cuarta planta. Chérif Kouachi vivía gracias a ayudas públicas —era beneficiario del mínimo de inserción social, de 420 euros mensuales de media— y trabajaba ocasionalmente en un supermercado y vendiendo objetos religiosos en mercadillos.
Sus vecinos lo describen como “amable y discreto”, sin el perfil de un yihadista. “Parecía un joven normal, aunque todos lo parecen”, dice una vecina que vive un par de edificios más allá. Pide que no se reproduzca su nombre. “Hay que extremar las precauciones. Es un barrio muy humilde y sabemos que pasan cosas. Pero hay que decir que la convivencia es relativamente pacífica. En los 15 años que llevo en este barrio, solo he oído tiros una vez”, asegura la mujer. Jura que es un buen promedio.
El panorama es el habitual en muchos municipios de la banlieue parisiense, receptáculos de inmigración masiva a partir de los sesenta y setenta del pasado siglo. En Gennevilliers, más de la mitad de los menores de 18 años tienen origen extranjero. “Los padres no eran como los hijos”, afirma Robert, taxista jubilado que vive a dos calles del lugar. “Eran obreros sin medios, pero con dignidad, a los que apiñaron en pocos metros cuadrados”. Los hijos crecieron tras el fin de los llamados “treinta gloriosos”, las tres décadas de crecimiento exorbitante que protagonizó Francia hasta los pasados años ochenta. Desde entonces, el contexto del país ha cambiado.
Chérif y su hermano Said frecuentaron la mezquita de Gennevilliers. El imam de este templo, Rachid Mouay, es el único que recuerda el radicalismo de los hermanos, que una vez abandonaron una oración cuando incitó a los asistentes a participar en las elecciones. “Said expresó su desacuerdo y se marchó enfadado”, relató a Le Figaro. “Cuando uno practica y enseña un islam moderado, que es el islam real, es considerado un impío para los extremistas”, añadió.
Su compromiso con el islamismo radical nació lejos de Gennevilliers. A esos complejos de viviendas propios de las ciudades del extrarradio, los franceses les llaman cités. La de Curial-Cambrai se encuentra dentro de los límites de París, aunque no disponga de un mejor paisaje. Diecisiete torres prácticamente idénticas configuran una laberíntica ciudad en miniatura, aunque sin más equipamientos que un par de guarderías y un centro social que hoy está cerrado. Hace una década, los hermanos Kouachi frecuentaron el lugar, impermeable al aburguesamiento creciente del 19º distrito parisiense. Formaron parte de la red yihadista de los Buttes-Chaumont, que toma el nombre prestado del majestuoso jardín público vecino, construido por el barón Haussman en 1867 en el noreste de París.
Curial-Cambrai forma parte de otro mundo. “Es un lugar duro, con muchos musulmanes sin recursos”, dice Isabelle, una vecina que llegó hace tres años. “Pero ha mejorado mucho. He oído que antes había plegarias en los sótanos e incluso violaciones en grupo”.
Morad, joven de origen argelino, pasa la tarde sentado en el patio de uno de los edificios. Dice haber oído hablar de los hermanos Kouachi por “amigos de amigos”. “Se supone que circulaban por el barrio”, dice. “Me parece mal que los mataran. Lo que hicieron está mal, pero no peor que lo que hacen otros. En otros países del mundo mueren decenas cada día y nadie dice nada”.
Liliane, auxiliar de clínica y una de las pocas mujeres blancas que se detecta en el lugar —su origen es francés—, lleva en el complejo desde 1992. “Los jóvenes son amables con nosotros, pero no sabemos qué hacen cuando no los vemos. El riesgo cero no existe”, sostiene. Dice que esta semana hay algo que ha cambiado. “Cuando veo a una vecina con el velo integral, me sorprendo teniendo miedo. Y no me gusta sentir eso. Me pregunto quién habrá debajo de ese velo. Sé que hay un ser humano, ¿pero de qué tipo?”.