La bióloga que cayó del cielo
Juliane Koepcke fue la única sobreviviente de un avión que, hace 43 años, se estrelló en la selva peruana. Hoy, se dedica a cuidar los ecosistemas que, según ella, le salvaron la vida
Ramiro Escobar la Cruz
Lima (Perú), El País
Cuando tenía 17, sobrevivió al impacto de la caída de una nave de la compañía Líneas Aéreas Nacionales SA (LANSA), que sucumbió en medio de una feroz tormenta del trópico. Luego, caminó 11 días por bosques y riachuelos, envuelta en un ligero vestido y calzando solo un zapato que resistió el golpe; comiendo solamente una bolsa de caramelos, sufriendo lo inenarrable.
La encontraron unos madereros al anochecer del 3 de enero de 1972, cuando, según sus propias palabras, plasmadas en el libro Cuando caí del cielo, sentía que estaba muriéndose “literalmente de hambre” y las fuerzas la abandonaban sin remedio. Su coraje, sin embargo, la mantuvo con vida, por encima de esas ventiscas interiores que la mecían de la desesperación a la esperanza.
La conmoción fue mundial porque, hasta ese momento, no había rastro visible de los pasajeros del trágico vuelo No. 508, que habían partido ilusionados un 24 de diciembre desde la capital peruana hacia Pucallpa, una ciudad de la selva central del país. Pronto, se comprobó que Juliane había sido la única sobreviviente de 92 personas que no pudieron llegar al abrazo de Navidad.
Tras años de silencio –debido, en parte, a las profusas versiones que alguna prensa hipertrofió con creces–, ella misma ha decidido contar su historia en el mencionado libro, y ha vuelto a decir que si llegó viva es porque conocía la selva. "Los periodistas me perseguían en masa", recuerda, evocando esos días sin respiro debido a tan involuntaria notoriedad.
Aprendió de su padre a moverse en los bosques y a persistir. Wilhelm Koepcke, un joven doctor en Biología, había fundado una estación biológica en 1968, cerca de donde luego caería el avión. Lo hizo luego de 18 años de haber llegado al Perú, tras unas peripecias alucinantes que comenzaron cuando, en 1947, mandó una carta a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pidiendo trabajo entusiasmado con la idea de abrir trocha en el estudio de ecosistemas de altísima biodiversidad, como los amazónicos.
Le contestaron un año después, desde el Museo de Historia Natural Javier Prado de Lima, dependiente de dicha casa de estudios, diciéndole que había una plaza para él. El progenitor de Juliane partió entonces con destino a América, desde la Europa de posguerra, en un tiempo en el cual viajar era difícil, “especialmente para ciudadanos alemanes”, como cuenta ella. A Wilhelm le tomó dos años llegar a Perú, luego de recorrer –a pie o en autoestop– Austria, Italia, Francia, España; de querer embarcarse, infructuosamente, en Génova y Nápoles; de haberse metido clandestinamente a un barco en la bahía gaditana de San Fernando, y de estar preso en Santa Cruz de Tenerife. Desde allí, tras salir, pudo embarcarse rumbo a Recife, Brasil.
Esa perseverancia, ese valor, la voluntad de no renunciar jamás es lo que aprendió de su progenitor “para toda la vida”. Años antes, ya había recibido lecciones, cuando la familia, incluyendo a María von Mikulicz-Radecki, su madre, se instaló primero en Lima y luego en la selva, en Panguana concretamente, una estación biológica que hoy es Área de Conservación Privada (una figura que la legislación peruana permite si se desarrollan labores de conservación) y que debe su nombre a una especie de perdiz (denominada científicamente Crypturellus undularus) avistada por su padre cuando buscaba un lugar para sus sueños.
Ocurrió cuando ella tenía 14 años. Ya en 1952, los esposos Koepcke habían descubierto en la sierra central del país, a unos 56 kilómetros de Lima, el Bosque de Zárate, un cuasi mágico relicto de ecosistema andino, ubicado entre los 1.800 y los 3.600 metros sobre el nivel del mar, que actualmente es una Zona Reservada (una categoría de área protegida peruana).
No sólo eso. María, la madre de Juliane, de profesión ornitóloga, descubrió allí, en 1954, una nueva especie de ave que la Ciencia denomina Zaratornis stresemanni, y que solo vive en la Cordillera Occidenal del Perú, según Birdlife International. No fueron los únicos hallazgos de los Koepcke, quienes desde que llegaron se movieron entre la sierra, la selva, los bosques, los ríos.
Cuando Juliane tuvo edad, comenzaron a llevarla a las expediciones, con su mochilita a cuestas, tal como lo relata en su libro. Fue por eso que conoció el campo desde muy pequeña y que amó a los animales, desde un perro llamado Lobo hasta un páucar llamado Pinxi, que murió a los pocos días de que ella fuera rescatada. Los otros seres vivos nunca estuvieron ausentes en su vida.
Meses después del accidente, volvió a Alemania, a estudiar biología en la Universidad de Kiel siguiendo las huellas familiares. Allí concluyó sus estudios y en 1981 volvió al Perú, a Panguana, a la selva que tanto amaba y en la que había andado corajudamente, premunida de los conocimientos que, desde muy niña, adquirió bajo la sombra generosa de sus progenitores.
En su odisea, por ejemplo, supo que tenía que protegerse del sol, bajo la fronda de los árboles, que no encontraría casi frutos comestibles, porque ya era época de lluvias, que debía evitar, en lo posible, los insectos, la amenaza más real de la selva. Con todo, se le abrió una herida en la parte de atrás del brazo derecho, en donde incursionaron indefectiblemente unas larvas.
No se las pudieron sacar hasta que fue rescatada y trasladada a Yarinacocha, un pueblo donde fue tratada por los médicos del Instituto Lingüístico de Verano, una organización que por entonces trataba de traducir la Biblia a las lenguas nativas. Toda esa experiencia, entre desgarradora y aleccionadora, pareció luego fundirse con su pasión por la selva y las ciencias biológicas. "Mi misión hoy es cuidar ese bosque que a mí me salvó la vida. Una de sus mayores amenazas hoy es la minería ilegal", afirma.
Desde 1974, su padre nunca más volvió al Perú, pero ella se encargó de mantener viva a Panguana, incluso en los tiempos en que los movimientos subversivos Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru sembraron el terror en la zona. Gracias a Carlos Vásquez Módena, ‘Moro’, su fiel colaborador, la estación logró sobrevivir a esas turbulencias y siguió acogiendo a estudiantes y a investigadores de mariposas, aves, mamíferos. Ella misma se convirtió en una especialista en murciélagos, sobre los que hizo su doctorado para la Universidad Ludwig Maximilians de Munich. Juliane mantuvo viva también esta lucha en su selva entrañable.
Organiza también viajes para científicos que desean contemplar y estudiar la gran variedad de seres vivos de Panguana: 353 especies de aves, 300 de hormigas, 205 de mariposas, 153 de anfibios y reptiles, 111 de mamíferos. Por lo menos 30 de peces. Aparte de unas 500 especies de árboles, entre ellos un enorme árbol de lupuna (Ceiba pentandra), de 50 metros de alto, que se alza majestuoso por encima de las cabañas rústicas que conforman el albergue de visitantes.
Se encuentra en la desembocadura del río Yuyapichis, que en quechua significa ‘río mentiroso’, porque suele llevar poca agua pero, en época de lluvias, puede cargar furiosamente. La historia de Juliane, no obstante –sobre la que Werner Herzog hizo un documental–, no miente, es tan real como su mirada que, mientras conversamos, parece destilar una suave intensidad que podría aludir a su propio nombre; "la alegre serena", significa Juliane.
Se escribieron muchos reportajes y libros sobre lo ocurrido; le escribieron miles de cartas de todo el mundo, y aún hoy recibe correos electrónicos en los que le hacen cientos de consultas. Y hasta se hizo de aquello película. Se filmaron Perdida en el infierno verde, del italiano Giuseppe Scotese, y el documental Alas de
Esperanza, de Werner Herzog, en el que inclusó participó. "Paradojicamente, el verdadero infierno estaba en el cielo", comenta al evocar el instante en que el avión penetraba en la tormenta, y convencida de que ella cayó del cielo y sobrevivió para salvar las especies y ese ecosistema por donde anduvo perdida en tales días navideños como los de hoy hace casi medio siglo.
Ramiro Escobar la Cruz
Lima (Perú), El País
“Para mí, nunca fue el infierno verde”, dice Juliane Koepcke, en un salón apacible de la pensión alemana de Lima, cerca de un jardín donde apenas asoman unas cuantas plantas ornamentales decorosas, muy distintas de las que abundan de manera dispendiosa en la Amazonia. Tiene 60 años y habla con suavidad, como si buscara cada palabra en su propia selva de recuerdos.
La encontraron unos madereros al anochecer del 3 de enero de 1972, cuando, según sus propias palabras, plasmadas en el libro Cuando caí del cielo, sentía que estaba muriéndose “literalmente de hambre” y las fuerzas la abandonaban sin remedio. Su coraje, sin embargo, la mantuvo con vida, por encima de esas ventiscas interiores que la mecían de la desesperación a la esperanza.
La conmoción fue mundial porque, hasta ese momento, no había rastro visible de los pasajeros del trágico vuelo No. 508, que habían partido ilusionados un 24 de diciembre desde la capital peruana hacia Pucallpa, una ciudad de la selva central del país. Pronto, se comprobó que Juliane había sido la única sobreviviente de 92 personas que no pudieron llegar al abrazo de Navidad.
Tras años de silencio –debido, en parte, a las profusas versiones que alguna prensa hipertrofió con creces–, ella misma ha decidido contar su historia en el mencionado libro, y ha vuelto a decir que si llegó viva es porque conocía la selva. "Los periodistas me perseguían en masa", recuerda, evocando esos días sin respiro debido a tan involuntaria notoriedad.
Aprendió de su padre a moverse en los bosques y a persistir. Wilhelm Koepcke, un joven doctor en Biología, había fundado una estación biológica en 1968, cerca de donde luego caería el avión. Lo hizo luego de 18 años de haber llegado al Perú, tras unas peripecias alucinantes que comenzaron cuando, en 1947, mandó una carta a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pidiendo trabajo entusiasmado con la idea de abrir trocha en el estudio de ecosistemas de altísima biodiversidad, como los amazónicos.
"Mi misión hoy es cuidar ese bosque que a mí me salvó la vida. Una gran amenaza hoy es la minería ilegal"
Entre la selva y la sierra
De allí todavía tuvo caminar –o recorrer tramos en autobús– hacia Perú, a donde, por fin, arribó el 15 de mayo de 1950. Al padre de Juliane le tomó más de 19 meses llegar desde la ciudad alemana de Kiel a Lima, sorteando cientos de obstáculos; ella se demoró 11 días en encontrar, desde el lugar donde el avión la arrojó, dejándola sola y desamparada, un espacio humanamente habitado. "Yo tenía muchas heridas y no las sentía", afirma, al acordarse del asombroso trance.Esa perseverancia, ese valor, la voluntad de no renunciar jamás es lo que aprendió de su progenitor “para toda la vida”. Años antes, ya había recibido lecciones, cuando la familia, incluyendo a María von Mikulicz-Radecki, su madre, se instaló primero en Lima y luego en la selva, en Panguana concretamente, una estación biológica que hoy es Área de Conservación Privada (una figura que la legislación peruana permite si se desarrollan labores de conservación) y que debe su nombre a una especie de perdiz (denominada científicamente Crypturellus undularus) avistada por su padre cuando buscaba un lugar para sus sueños.
Ocurrió cuando ella tenía 14 años. Ya en 1952, los esposos Koepcke habían descubierto en la sierra central del país, a unos 56 kilómetros de Lima, el Bosque de Zárate, un cuasi mágico relicto de ecosistema andino, ubicado entre los 1.800 y los 3.600 metros sobre el nivel del mar, que actualmente es una Zona Reservada (una categoría de área protegida peruana).
No sólo eso. María, la madre de Juliane, de profesión ornitóloga, descubrió allí, en 1954, una nueva especie de ave que la Ciencia denomina Zaratornis stresemanni, y que solo vive en la Cordillera Occidenal del Perú, según Birdlife International. No fueron los únicos hallazgos de los Koepcke, quienes desde que llegaron se movieron entre la sierra, la selva, los bosques, los ríos.
Cuando Juliane tuvo edad, comenzaron a llevarla a las expediciones, con su mochilita a cuestas, tal como lo relata en su libro. Fue por eso que conoció el campo desde muy pequeña y que amó a los animales, desde un perro llamado Lobo hasta un páucar llamado Pinxi, que murió a los pocos días de que ella fuera rescatada. Los otros seres vivos nunca estuvieron ausentes en su vida.
La gesta de Panguana
Ni lo están. Después del rescate, Juliane volvió a Panguana, donde pasó algunas semanas haciendo con su padre el duelo de la dolorosa pérdida de su madre, quien sí murió en el accidente. Nunca se desligó de la selva, que según ella la "ayudó a salvarse”. En principio, cuando cayó desde gran altura, pues los árboles habrían amortiguado el brutal golpe. "Ese medio ambiente que muchos consideran hostil, para mí es un paraíso", sostiente. "Era en él donde yo podía sobrevivir. Tuve agua, tuve sol. Eso era importante". Añade que de haber caído en el desierto, en la sierra o en el mar, su destino habría sido otro bien distinto. Para Juliane, el cuidado del bosque tuvo, entonces y hoy, enorme importancia.Meses después del accidente, volvió a Alemania, a estudiar biología en la Universidad de Kiel siguiendo las huellas familiares. Allí concluyó sus estudios y en 1981 volvió al Perú, a Panguana, a la selva que tanto amaba y en la que había andado corajudamente, premunida de los conocimientos que, desde muy niña, adquirió bajo la sombra generosa de sus progenitores.
En su odisea, por ejemplo, supo que tenía que protegerse del sol, bajo la fronda de los árboles, que no encontraría casi frutos comestibles, porque ya era época de lluvias, que debía evitar, en lo posible, los insectos, la amenaza más real de la selva. Con todo, se le abrió una herida en la parte de atrás del brazo derecho, en donde incursionaron indefectiblemente unas larvas.
No se las pudieron sacar hasta que fue rescatada y trasladada a Yarinacocha, un pueblo donde fue tratada por los médicos del Instituto Lingüístico de Verano, una organización que por entonces trataba de traducir la Biblia a las lenguas nativas. Toda esa experiencia, entre desgarradora y aleccionadora, pareció luego fundirse con su pasión por la selva y las ciencias biológicas. "Mi misión hoy es cuidar ese bosque que a mí me salvó la vida. Una de sus mayores amenazas hoy es la minería ilegal", afirma.
Desde 1974, su padre nunca más volvió al Perú, pero ella se encargó de mantener viva a Panguana, incluso en los tiempos en que los movimientos subversivos Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru sembraron el terror en la zona. Gracias a Carlos Vásquez Módena, ‘Moro’, su fiel colaborador, la estación logró sobrevivir a esas turbulencias y siguió acogiendo a estudiantes y a investigadores de mariposas, aves, mamíferos. Ella misma se convirtió en una especialista en murciélagos, sobre los que hizo su doctorado para la Universidad Ludwig Maximilians de Munich. Juliane mantuvo viva también esta lucha en su selva entrañable.
El paraíso en esta esquina
Panguana tiene hoy 800 hectáreas, gracias a su sudor y perseverancia, al apoyo de su esposo, Erich Diller, y a la ayuda económica de Margaretha y Siegfried Stocker, propietarios de una panificadora ecológica en Alemania. Su biodiversidad es impresionante: solo por volver a los murciélagos, existen 50 especies de ellos en ese espacio, cuando en toda Europa se cuentan solo 27. "Quiero mejorar el conocimiento sobre la estructura del ecosistema amazónico", sostiene, "sobre todo ahora, con el problema del cambio climático".Organiza también viajes para científicos que desean contemplar y estudiar la gran variedad de seres vivos de Panguana: 353 especies de aves, 300 de hormigas, 205 de mariposas, 153 de anfibios y reptiles, 111 de mamíferos. Por lo menos 30 de peces. Aparte de unas 500 especies de árboles, entre ellos un enorme árbol de lupuna (Ceiba pentandra), de 50 metros de alto, que se alza majestuoso por encima de las cabañas rústicas que conforman el albergue de visitantes.
Se encuentra en la desembocadura del río Yuyapichis, que en quechua significa ‘río mentiroso’, porque suele llevar poca agua pero, en época de lluvias, puede cargar furiosamente. La historia de Juliane, no obstante –sobre la que Werner Herzog hizo un documental–, no miente, es tan real como su mirada que, mientras conversamos, parece destilar una suave intensidad que podría aludir a su propio nombre; "la alegre serena", significa Juliane.
Se escribieron muchos reportajes y libros sobre lo ocurrido; le escribieron miles de cartas de todo el mundo, y aún hoy recibe correos electrónicos en los que le hacen cientos de consultas. Y hasta se hizo de aquello película. Se filmaron Perdida en el infierno verde, del italiano Giuseppe Scotese, y el documental Alas de
Esperanza, de Werner Herzog, en el que inclusó participó. "Paradojicamente, el verdadero infierno estaba en el cielo", comenta al evocar el instante en que el avión penetraba en la tormenta, y convencida de que ella cayó del cielo y sobrevivió para salvar las especies y ese ecosistema por donde anduvo perdida en tales días navideños como los de hoy hace casi medio siglo.