Obama, a golpe de decreto
El presidente demócrata desafía el bloqueo de los republicanos en el Congreso e intenta gobernar por su cuenta a tres años del final de su mandato
Marc Bassets
Washington, El País
Atado de manos por un Congreso obstruccionista, y a menos de tres años del final de su segundo y último mandato, el presidente Barack Obama ensaya una nueva manera de gobernar. Las posibilidades de adoptar leyes de calado, como lo fue la reforma sanitaria en 2010, son mínimas. La alternativa para el presidente es gobernar por decreto. Las llamadas órdenes ejecutivas y otros instrumentos similares con valor legal le permiten soslayar a un poder legislativo hostil desde que en 2011 el Partido Republicano tomó el control de la Cámara de Representantes. El Senado sigue en manos de los demócratas de Obama.
El recurso a medidas unilaterales, en una democracia fundada sobre el equilibrio de poderes, es controvertida, pero no nueva. Todos los presidentes han encontrado vías para gobernar por su cuenta cuando han constatado que el Congreso no les ayudaría. Y todos los partidos en la oposición han denunciado una violación del sistema de contrapoderes y un aumento intolerable del poder del presidente.
“La idea de que el presidente defienda el poder ejecutivo y promueva sus políticas cuando no obtiene la cooperación del Congreso puede trazarse hasta George Washington”, dice el politólogo Gerhard Peters, codirector del Proyecto sobre la Presidencia Americana en la Universidad de California en Santa Bárbara y profesor de Citrus College.
Peters cita la creación de parques naturales por decisión de Theodore Roosevelt a principios del siglo XX y el fin de la segregación racial en las fuerzas armadas por parte de Harry Truman en 1948, no con una ley votada por el Congreso sino por orden ejecutiva.
En los últimos meses, Obama ha usado este instrumento para impulsar su agenda legislativa. “Tengo un bolígrafo, y tengo un teléfono”, dijo en enero, en alusión a los instrumentos para firmar decretos y animar a activistas y ciudadanos a ayudarle a gobernar el resto del mandato.
El presidente ha invocado su autoridad ejecutiva para combatir el cambio climático y obligar a las plantas energéticas a reducir sus emisiones de dióxido de carbono. También ha recurrido al “poder del bolígrafo” para elevar el salario mínimo de las empresas que trabajan para el Gobierno federal. Esta semana, tras dar por muerta la ambiciosa ley migratoria que la Cámara de Representantes boicotea, ha anunciado medidas ejecutivas para arreglar un sistema que deja a 11 millones de indocumentados en un limbo legal.
Las acciones ejecutivas son más frágiles que una ley aprobada por el Congreso, ya que el siguiente presidente puede revocarlas. Raramente sirven para adoptar reformas de alcance. Truman acabó con la segregación en las fuerzas armadas, pero la discriminación racial en el sur de EE UU tuvo que esperar a las leyes adoptadas por el Congreso y firmadas por el presidente Lyndon Johnson en 1964.
El Tribunal Supremo —tercer pilar, además de la Casa Blanca y el Capitolio, del sistema de contrapoderes norteamericano— intervino la semana pasada en el debate sobre los límites del poder presidencial. No lo hizo a propósito de las órdenes ejecutivas, sino de otro instrumento del presidente para imponer su autoridad: la capacidad para nombrar cargos que normalmente requieren el visto bueno del Senado mientrasse encuentra de vacaciones.
Con nueve votos a favor y ninguno en contra, el Supremo sentenció que Obama se excedió cuando en 2012 nombró a altos cargos del Consejo Nacional de Relaciones Laborales —que vela por los derechos de los trabajadores— aprovechando un breve receso del Senado. Para los republicanos, la sentencia del Supremo es una prueba más de los poderes excesivos de Obama. El presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, amenaza con llevarle a los tribunales por abusar de las acciones ejecutivas.
Pero Obama no es ninguna anomalía. Ha firmado una media de 33,58 órdenes ejecutivas al año, según los cálculos del Proyecto sobre la Presidencia Americana que codirige Peters. Hay que remontarse a Grover Cleveland, presidente entre 1885 y 1889, para hallar un presidente que haya firmado tan pocas.
Los cálculos no distinguen la importancia de las órdenes ejecutivas —unas rutinarias; otras, como la de Truman, transforman el país— ni incluye otras medidas como memorándums y proclamaciones presidenciales, pero sitúan las prácticas del presidente en su justo contexto. “Todos los presidentes lo hacen”, dice Peters. “El debate sobre los poderes ejecutivos y las acciones unilaterales del presidente no es nada nuevo en la historia”.
El líder de la minoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, ha hablado, en referencia a Obama, de una “presidencia imperial”, un término popularizado por el historiador y consejero de John F. Kennedy Arthur Schlesinger en un libro del mismo título publicado en 1973, en pleno escándalo del Watergate.
Los padres fundadores de EE UU, que había liberado las colonias americanas de la monarquía británica, temían que el presidente acabase siendo un nuevo rey. Por eso acotaron su capacidad de acción en la política interior con un Congreso y un Tribunal Supremo poderosos. Al mismo tiempo, el presidente disponía de un margen amplio para actuar en el exterior y la bomba atómica le concedió el poder sobre la vida y la muerte sobre la humanidad.
“La respuesta a una presidencia desenfrenada no es un presidente que se limite a ser el chico de los recados”, escribió Schlesinger. “La democracia americana debe descubrir el punto medio entre convertir al presidente en un zar y convertirle en un chico de los recados”.
Marc Bassets
Washington, El País
Atado de manos por un Congreso obstruccionista, y a menos de tres años del final de su segundo y último mandato, el presidente Barack Obama ensaya una nueva manera de gobernar. Las posibilidades de adoptar leyes de calado, como lo fue la reforma sanitaria en 2010, son mínimas. La alternativa para el presidente es gobernar por decreto. Las llamadas órdenes ejecutivas y otros instrumentos similares con valor legal le permiten soslayar a un poder legislativo hostil desde que en 2011 el Partido Republicano tomó el control de la Cámara de Representantes. El Senado sigue en manos de los demócratas de Obama.
El recurso a medidas unilaterales, en una democracia fundada sobre el equilibrio de poderes, es controvertida, pero no nueva. Todos los presidentes han encontrado vías para gobernar por su cuenta cuando han constatado que el Congreso no les ayudaría. Y todos los partidos en la oposición han denunciado una violación del sistema de contrapoderes y un aumento intolerable del poder del presidente.
“La idea de que el presidente defienda el poder ejecutivo y promueva sus políticas cuando no obtiene la cooperación del Congreso puede trazarse hasta George Washington”, dice el politólogo Gerhard Peters, codirector del Proyecto sobre la Presidencia Americana en la Universidad de California en Santa Bárbara y profesor de Citrus College.
Peters cita la creación de parques naturales por decisión de Theodore Roosevelt a principios del siglo XX y el fin de la segregación racial en las fuerzas armadas por parte de Harry Truman en 1948, no con una ley votada por el Congreso sino por orden ejecutiva.
En los últimos meses, Obama ha usado este instrumento para impulsar su agenda legislativa. “Tengo un bolígrafo, y tengo un teléfono”, dijo en enero, en alusión a los instrumentos para firmar decretos y animar a activistas y ciudadanos a ayudarle a gobernar el resto del mandato.
El presidente ha invocado su autoridad ejecutiva para combatir el cambio climático y obligar a las plantas energéticas a reducir sus emisiones de dióxido de carbono. También ha recurrido al “poder del bolígrafo” para elevar el salario mínimo de las empresas que trabajan para el Gobierno federal. Esta semana, tras dar por muerta la ambiciosa ley migratoria que la Cámara de Representantes boicotea, ha anunciado medidas ejecutivas para arreglar un sistema que deja a 11 millones de indocumentados en un limbo legal.
Las acciones ejecutivas son más frágiles que una ley aprobada por el Congreso, ya que el siguiente presidente puede revocarlas. Raramente sirven para adoptar reformas de alcance. Truman acabó con la segregación en las fuerzas armadas, pero la discriminación racial en el sur de EE UU tuvo que esperar a las leyes adoptadas por el Congreso y firmadas por el presidente Lyndon Johnson en 1964.
El Tribunal Supremo —tercer pilar, además de la Casa Blanca y el Capitolio, del sistema de contrapoderes norteamericano— intervino la semana pasada en el debate sobre los límites del poder presidencial. No lo hizo a propósito de las órdenes ejecutivas, sino de otro instrumento del presidente para imponer su autoridad: la capacidad para nombrar cargos que normalmente requieren el visto bueno del Senado mientrasse encuentra de vacaciones.
Con nueve votos a favor y ninguno en contra, el Supremo sentenció que Obama se excedió cuando en 2012 nombró a altos cargos del Consejo Nacional de Relaciones Laborales —que vela por los derechos de los trabajadores— aprovechando un breve receso del Senado. Para los republicanos, la sentencia del Supremo es una prueba más de los poderes excesivos de Obama. El presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, amenaza con llevarle a los tribunales por abusar de las acciones ejecutivas.
Pero Obama no es ninguna anomalía. Ha firmado una media de 33,58 órdenes ejecutivas al año, según los cálculos del Proyecto sobre la Presidencia Americana que codirige Peters. Hay que remontarse a Grover Cleveland, presidente entre 1885 y 1889, para hallar un presidente que haya firmado tan pocas.
Los cálculos no distinguen la importancia de las órdenes ejecutivas —unas rutinarias; otras, como la de Truman, transforman el país— ni incluye otras medidas como memorándums y proclamaciones presidenciales, pero sitúan las prácticas del presidente en su justo contexto. “Todos los presidentes lo hacen”, dice Peters. “El debate sobre los poderes ejecutivos y las acciones unilaterales del presidente no es nada nuevo en la historia”.
El líder de la minoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, ha hablado, en referencia a Obama, de una “presidencia imperial”, un término popularizado por el historiador y consejero de John F. Kennedy Arthur Schlesinger en un libro del mismo título publicado en 1973, en pleno escándalo del Watergate.
Los padres fundadores de EE UU, que había liberado las colonias americanas de la monarquía británica, temían que el presidente acabase siendo un nuevo rey. Por eso acotaron su capacidad de acción en la política interior con un Congreso y un Tribunal Supremo poderosos. Al mismo tiempo, el presidente disponía de un margen amplio para actuar en el exterior y la bomba atómica le concedió el poder sobre la vida y la muerte sobre la humanidad.
“La respuesta a una presidencia desenfrenada no es un presidente que se limite a ser el chico de los recados”, escribió Schlesinger. “La democracia americana debe descubrir el punto medio entre convertir al presidente en un zar y convertirle en un chico de los recados”.