EFE: remueven los escombros para rescatar lo poco que queda de la pobreza en Gaza
Beit Janún Gaza, EFE
Frenético, sudoroso, con el cuerpo sumido en una prisa infinita, Maher -pelo cano, voz rocosa, ademanes de capitán- apremia a todos sus hijos, que remueven los escombros y suben y bajan las derrumbadas escaleras con los pocos objetos que han quedado de su casa-taller.
Un mísero edificio construido, como el resto de la manzana, a golpe de sudor y hambre, con bloques desnudos de hormigón reciclado con cascotes de otras guerras, y destruido en un segundo por un sofisticado misil israelí con cuyo coste se podría levantar todo un barrio más digno.
Son las once de la mañana, y apenas quedan ya nueve horas para tratar de recuperar lo máximo posible y buscar refugio en algún lugar medianamente resguardado de la insegura y depauperada Gaza, víctima de cruentos e incesantes bombardeos israelíes desde hace 19 días.
“Algunos vecinos dicen que han recibido una llamada de Israel para decirles que hagan lo que quieran, pero que no se queden esta noche, que no es un lugar seguro”, explica a Efe mientras acomoda una gavilla de delgados colchones en un motocarro.
A su lado, el mayor de sus hijos baja varias bolsas de ropa, su hermano un ventilador polvoriento y algunos cuadros con los marcos cercenados y su mujer, los cacharros de cocina apilados sobre la cabeza.
Nada más les queda. Ni camas, ni sillas, ni armarios. El impacto de un solo misil aéreo ha hecho explotar la televisión que compraron para celebrar este Ramadán que ya expira, y el frigorífico es un triste acordeón bajo el techo desplomado.
“Vamos hacia el centro de Gaza. Nos meteremos donde podamos. Conocemos un edificio en el que el portal es seguro y los vecinos no se quejan. Cualquier cosa para salir de este infierno”.
Aun así, han tenido más suerte que la mayoría de los vecinos: dos de sus hijos han logrado desenterrar intacta la lavadora y otros dos salvar el generador, esencial en una Franja donde el simple hecho de prender una luz es un lujo regio.
“Vamos hacia el centro de Gaza. Nos meteremos donde podamos. Conocemos un edificio en el que el portal es seguro y los vecinos no se quejan. Cualquier cosa para salir de este infierno”, afirma con la premura esculpida en el rostro.
Apenas un kilómetro y medio más allá, en el corazón desgarrado a cañonazos de Beit Janún, el paisaje se decolora paso a paso y se transforma en la reencarnación de las fotografías que nos quedan de Europa durante la Segunda Guerra Mundial.
Una estampa de devastación infinita pintada con el gris plomo de la muerte, por la que arrastran sus pies miles de siluetas de seres humanos, devenidos en fantasmas apaleados tras una noche de aquelarre y pandemónium bélico.
No queda tiempo para llorar. Ni para los que vienen en busca de los pedazos renegridos de lo que un día fue su felicidad, ni para quienes huyen hacia ningún sitio con indignada resignación, sin ni siquiera atreverse a mirar atrás.
“Cuéntele al mundo, cuéntele al mundo como morimos aquí. Los israelíes dicen que tienen miedo de los cohetes. Este el resultado del miedo que padecemos los palestinos aquí”, grita con desespero una mujer embutida en un caftán negro.
A su alrededor no queda una sola pared en pie y algunos niños descalzos, con ojeras de miles de noche sin la visita del sueño, acarrean pesadas bolsas más grandes y voluminosas que sus menudos y escuálidos cuerpos.
Las ojeras de Amina -7 años, mueca triste, maleta al hombro- ocultan unos ojos que han perdido el brillo que otorga el corazón puro, aquel libre del horror inhumano que solo la ambición de los hombres es capaz de alumbrar.
Avanza la mañana con el ritmo sombrío que impone la desdicha de no entender tanta crueldad, y una explosión tiñe de naranja fuego el esqueleto de un edificio.
Nadie corre, nadie se asusta, nadie huye, excepto cuando minutos después un aullido atroz clama: “Shahid, Shahid” (un muerto, un muerto) y una mujer se desploma al paso de una camilla acarreada por media docena de hombres con el gesto contrito.
Es un hombre maduro, con el cuerpo mutilado por los cascotes de un techo que era su cobijo, uno de los más de cien cadáveres polvorientos que esta mañana las emergencias ha rescatado en un breve alto el fuego de doce horas tras 19 días de castigo.
Amina ha avanzado varios centenares de metros entre el desierto de cristales, piedras y restos de misil que copan las desoladoras calles del barrio de Al Kafarna, en Beit Janun, aferrada ahora a un vestido verde de fiesta que pone una amarga nota de color a un entorno grisáceo y espectral.
Probablemente sea el que heredó de su hermana y que pretendía, como otras muchas niñas en el mundo musulmán, restrenar con los ojos inundados de inocente alegría durante la próxima celebración del fin del Ramadán.
Frenético, sudoroso, con el cuerpo sumido en una prisa infinita, Maher -pelo cano, voz rocosa, ademanes de capitán- apremia a todos sus hijos, que remueven los escombros y suben y bajan las derrumbadas escaleras con los pocos objetos que han quedado de su casa-taller.
Un mísero edificio construido, como el resto de la manzana, a golpe de sudor y hambre, con bloques desnudos de hormigón reciclado con cascotes de otras guerras, y destruido en un segundo por un sofisticado misil israelí con cuyo coste se podría levantar todo un barrio más digno.
Son las once de la mañana, y apenas quedan ya nueve horas para tratar de recuperar lo máximo posible y buscar refugio en algún lugar medianamente resguardado de la insegura y depauperada Gaza, víctima de cruentos e incesantes bombardeos israelíes desde hace 19 días.
“Algunos vecinos dicen que han recibido una llamada de Israel para decirles que hagan lo que quieran, pero que no se queden esta noche, que no es un lugar seguro”, explica a Efe mientras acomoda una gavilla de delgados colchones en un motocarro.
A su lado, el mayor de sus hijos baja varias bolsas de ropa, su hermano un ventilador polvoriento y algunos cuadros con los marcos cercenados y su mujer, los cacharros de cocina apilados sobre la cabeza.
Nada más les queda. Ni camas, ni sillas, ni armarios. El impacto de un solo misil aéreo ha hecho explotar la televisión que compraron para celebrar este Ramadán que ya expira, y el frigorífico es un triste acordeón bajo el techo desplomado.
“Vamos hacia el centro de Gaza. Nos meteremos donde podamos. Conocemos un edificio en el que el portal es seguro y los vecinos no se quejan. Cualquier cosa para salir de este infierno”.
Aun así, han tenido más suerte que la mayoría de los vecinos: dos de sus hijos han logrado desenterrar intacta la lavadora y otros dos salvar el generador, esencial en una Franja donde el simple hecho de prender una luz es un lujo regio.
“Vamos hacia el centro de Gaza. Nos meteremos donde podamos. Conocemos un edificio en el que el portal es seguro y los vecinos no se quejan. Cualquier cosa para salir de este infierno”, afirma con la premura esculpida en el rostro.
Apenas un kilómetro y medio más allá, en el corazón desgarrado a cañonazos de Beit Janún, el paisaje se decolora paso a paso y se transforma en la reencarnación de las fotografías que nos quedan de Europa durante la Segunda Guerra Mundial.
Una estampa de devastación infinita pintada con el gris plomo de la muerte, por la que arrastran sus pies miles de siluetas de seres humanos, devenidos en fantasmas apaleados tras una noche de aquelarre y pandemónium bélico.
No queda tiempo para llorar. Ni para los que vienen en busca de los pedazos renegridos de lo que un día fue su felicidad, ni para quienes huyen hacia ningún sitio con indignada resignación, sin ni siquiera atreverse a mirar atrás.
“Cuéntele al mundo, cuéntele al mundo como morimos aquí. Los israelíes dicen que tienen miedo de los cohetes. Este el resultado del miedo que padecemos los palestinos aquí”, grita con desespero una mujer embutida en un caftán negro.
A su alrededor no queda una sola pared en pie y algunos niños descalzos, con ojeras de miles de noche sin la visita del sueño, acarrean pesadas bolsas más grandes y voluminosas que sus menudos y escuálidos cuerpos.
Las ojeras de Amina -7 años, mueca triste, maleta al hombro- ocultan unos ojos que han perdido el brillo que otorga el corazón puro, aquel libre del horror inhumano que solo la ambición de los hombres es capaz de alumbrar.
Avanza la mañana con el ritmo sombrío que impone la desdicha de no entender tanta crueldad, y una explosión tiñe de naranja fuego el esqueleto de un edificio.
Nadie corre, nadie se asusta, nadie huye, excepto cuando minutos después un aullido atroz clama: “Shahid, Shahid” (un muerto, un muerto) y una mujer se desploma al paso de una camilla acarreada por media docena de hombres con el gesto contrito.
Es un hombre maduro, con el cuerpo mutilado por los cascotes de un techo que era su cobijo, uno de los más de cien cadáveres polvorientos que esta mañana las emergencias ha rescatado en un breve alto el fuego de doce horas tras 19 días de castigo.
Amina ha avanzado varios centenares de metros entre el desierto de cristales, piedras y restos de misil que copan las desoladoras calles del barrio de Al Kafarna, en Beit Janun, aferrada ahora a un vestido verde de fiesta que pone una amarga nota de color a un entorno grisáceo y espectral.
Probablemente sea el que heredó de su hermana y que pretendía, como otras muchas niñas en el mundo musulmán, restrenar con los ojos inundados de inocente alegría durante la próxima celebración del fin del Ramadán.