Obama se resigna a una Siria bajo el dominio de El Asad
La pasividad de EE UU ante la guerra civil entierra el derecho de injerencia
Marc Bassets
Washington, El País
Siria es la guerra olvidada del presidente de Estados Unidos, Barack Obama. Nueve meses después de amagar con una intervención militar y retroceder en el último minuto, Obama parece resignado a una victoria del régimen de Bachar El Asad.
La parálisis de EE UU ante las matanzas en el país árabe marca el fin de una época: la de las intervenciones humanitarias, en las que los países occidentales se arrogaron la responsabilidad de proteger poblaciones amenazadas por sus propios gobernantes.
La idea de la responsabilidad de proteger empezó a circular en los años noventa, cuando la pasividad de las grandes potencias ante los genocidios de Bosnia y Ruanda llevó a intelectuales y políticos a plantear la necesidad de recurrir a las armas para frenar crímenes contra la humanidad. Después sirvió para justificar guerras como la de Kosovo. Algunos la usaron para argumentar la invasión de Irak en 2003.
Ahora, en tiempos de repliegue militar de la primera potencia, el entusiasmo por resolver problemas ajenos a golpe de misil ha desaparecido.
Elliott Abrams —asesor del presidente republicano George W. Bush durante los años de Irak y una de las figuras más destacadas de la derecha neoconservadora— sostiene, en una entrevista telefónica, que los efectos de la política del demócrata Obama en Siria van más allá de este país. En Teherán, en Tel Aviv, en Pekín, han juzgado al presidente de EE UU de acuerdo con sus titubeos ante la guerra civil siria y, en opinión de Abrams, han concluido que es un líder débil y poco fiable. También en Moscú.
“Las dudas a la hora de armar a los rebeldes sirios y las dudas a la hora de armar al gobierno de Ucrania responden al mismo deseo de alejarse de situaciones difíciles, y creo que esto es muy dañino”, dice Abrams, adscrito al laboratorio de ideas Council on Foreign Relations. Una línea invisible conecta Damasco con Donetsk.
Obama se reunió el martes con Ahmad Jarba, el presidente de la Coalición de Oposición Siria, el grupo moderado reconocido por EE UU como el representante legítimo de su país. Jarba, acompañado entre otros del general Abdul-Ilah al-Bashir, jefe del ala militar de la oposición, ha visitado EE UU para pedir ayuda militar a la Administración Obama y para explicar a los políticos y a la opinión pública de este país que, pese a las derrotas de los opositores, pese a sus divisiones y pese al ascenso de elementos afines a Al Qaeda en el campo de batalla, nada está perdido.
“Necesitamos armas, sin duda. En especial antiaéreas y antitanques”, comenta, en un intermedio entre reunión y reunión con miembros de laboratorios de ideas y en la Casa Blanca, Majib Ghadbian, representante especial de la coalición ante EE UU y la ONU. “La superioridad aérea del régimen aterroriza a los sirios y nos impide garantizar la gobernabilidad en la zonas liberadas. Hay que detener los crímenes contra los sirios”, añade.
De la reunión con Obama en la Casa Blanca no salió ningún compromiso de ayuda militar directa. Pero los primeros misiles antitanques fabricados en EE UU ya han llegado a manos de los rebeldes, según The Washington Post. Y la CIA ha suministrado ayuda secreta.
Desde que empezó hace tres años, la guerra siria ha dejado más de 150.000 muertos, según algunos cálculos, y millones de desplazados. Ha tensado las relaciones de EE UU con aliados clave en la región como Arabia Saudí. En este tiempo han sido inocuas o se han incumplido las exhortaciones y promesas de Obama: Asad debía abandonar el poder; si el régimen usaba armas químicas, EE UU intervendría; o Washington, como mínimo, armaría a los rebeldes.
En septiembre de 2013, un acuerdo in extremis con Rusia para retirar las armas químicas de Siria permitió a Obama suspender una intervención militar ya preparada pero que topaba con la oposición del Congreso de EE UU y de los ciudadanos norteamericanos, reticentes a cualquier aventura militar tras la década de guerras en Irak y Afganistán. Desde entonces, el desarme químico de Asad ha avanzado, pero la guerra continúa. Los intentos de negociar la paz —el último, en enero en Ginebra— han fracasado.
“Desafortunadamente, las cosas no van en la buena dirección. Es muy frustrante”, dijo hace unos días un alto cargo de la Administración Obama, que exigió mantener el anonimato. “Pero esto no significa que arrojemos la toalla”, precisó.
Jarba quería convencer a sus interlocutores norteamericanos, reacios a respaldar a un bando en el que los islamistas radicales cuentan con una influencia creciente, de que existe una oposición democrática y fiable. Washington ha entregado ya 287 millones de dólares en ayuda llamada no-letal —es decir, nada de armas ni munición— a la oposición y acaba de reconocer las oficinas de la Coalición de Oposición Siria como una misión extranjera en EE UU.
No son sólo neoconservadores como Elliott Abrams los que piden una mayor implicación de EE UU en Siria. El debate se reproduce dentro de la Administración Obama. El secretario de Estado, John Kerry, y la embajadora de EE UU ante la ONU, Samantha Power, promueven una política más agresiva y han sugerido desde una intervención militar al envío de fuerzas especiales, según informó en abril The Wall Street Journal. El Pentágono, con el jefe del Estado Mayor Conjunto, Martin Dempsey, al frente, pide cautela: en la era del repliegue, EE UU ni quiere —ni seguramente puede— resolverlo todo.
Los militares temen además que las armas caigan en manos de los rebeldes. Desde el inicio de la guerra civil, han rechazado una intervención militar por miedo a una repetición del fiasco de Irak. El Pentágono también fue reacio a participar en los bombardeos en Libia de 2011 y ahora pone reparos al envío de ayuda militar a Ucrania.
En el bando opuesto se encuentra Power, que antes que embajadora fue periodista y activista en favor de los derechos humanos, y publicó en 2002 un libro de referencia sobre la responsabilidad de proteger, A problem from hell (Un problema infernal), una denuncia de la pasividad de EE UU ante los genocidios del siglo XX.
“Cuando se eliminan vidas inocentes a gran escala y Estados Unidos tiene el poder de detener las matanzas a un precio razonable, está obligado a actuar”, escribía la actual embajadora ante la ONU. La realpolitik del presidente Obama casa mal con el idealismo de Power. “Lo que ocurre [en Siria] es intolerable, y todos debemos hacer más”, dijo la embajadora a finales de abril en un discurso en el Museo del Holocausto de Washington.
“Todo esto debe ser muy, muy difícil psicológica y emocionalmente para Samantha”, dice Abrams, que la conoce bien.
Marc Bassets
Washington, El País
Siria es la guerra olvidada del presidente de Estados Unidos, Barack Obama. Nueve meses después de amagar con una intervención militar y retroceder en el último minuto, Obama parece resignado a una victoria del régimen de Bachar El Asad.
La parálisis de EE UU ante las matanzas en el país árabe marca el fin de una época: la de las intervenciones humanitarias, en las que los países occidentales se arrogaron la responsabilidad de proteger poblaciones amenazadas por sus propios gobernantes.
La idea de la responsabilidad de proteger empezó a circular en los años noventa, cuando la pasividad de las grandes potencias ante los genocidios de Bosnia y Ruanda llevó a intelectuales y políticos a plantear la necesidad de recurrir a las armas para frenar crímenes contra la humanidad. Después sirvió para justificar guerras como la de Kosovo. Algunos la usaron para argumentar la invasión de Irak en 2003.
Ahora, en tiempos de repliegue militar de la primera potencia, el entusiasmo por resolver problemas ajenos a golpe de misil ha desaparecido.
Elliott Abrams —asesor del presidente republicano George W. Bush durante los años de Irak y una de las figuras más destacadas de la derecha neoconservadora— sostiene, en una entrevista telefónica, que los efectos de la política del demócrata Obama en Siria van más allá de este país. En Teherán, en Tel Aviv, en Pekín, han juzgado al presidente de EE UU de acuerdo con sus titubeos ante la guerra civil siria y, en opinión de Abrams, han concluido que es un líder débil y poco fiable. También en Moscú.
“Las dudas a la hora de armar a los rebeldes sirios y las dudas a la hora de armar al gobierno de Ucrania responden al mismo deseo de alejarse de situaciones difíciles, y creo que esto es muy dañino”, dice Abrams, adscrito al laboratorio de ideas Council on Foreign Relations. Una línea invisible conecta Damasco con Donetsk.
Obama se reunió el martes con Ahmad Jarba, el presidente de la Coalición de Oposición Siria, el grupo moderado reconocido por EE UU como el representante legítimo de su país. Jarba, acompañado entre otros del general Abdul-Ilah al-Bashir, jefe del ala militar de la oposición, ha visitado EE UU para pedir ayuda militar a la Administración Obama y para explicar a los políticos y a la opinión pública de este país que, pese a las derrotas de los opositores, pese a sus divisiones y pese al ascenso de elementos afines a Al Qaeda en el campo de batalla, nada está perdido.
“Necesitamos armas, sin duda. En especial antiaéreas y antitanques”, comenta, en un intermedio entre reunión y reunión con miembros de laboratorios de ideas y en la Casa Blanca, Majib Ghadbian, representante especial de la coalición ante EE UU y la ONU. “La superioridad aérea del régimen aterroriza a los sirios y nos impide garantizar la gobernabilidad en la zonas liberadas. Hay que detener los crímenes contra los sirios”, añade.
De la reunión con Obama en la Casa Blanca no salió ningún compromiso de ayuda militar directa. Pero los primeros misiles antitanques fabricados en EE UU ya han llegado a manos de los rebeldes, según The Washington Post. Y la CIA ha suministrado ayuda secreta.
Desde que empezó hace tres años, la guerra siria ha dejado más de 150.000 muertos, según algunos cálculos, y millones de desplazados. Ha tensado las relaciones de EE UU con aliados clave en la región como Arabia Saudí. En este tiempo han sido inocuas o se han incumplido las exhortaciones y promesas de Obama: Asad debía abandonar el poder; si el régimen usaba armas químicas, EE UU intervendría; o Washington, como mínimo, armaría a los rebeldes.
En septiembre de 2013, un acuerdo in extremis con Rusia para retirar las armas químicas de Siria permitió a Obama suspender una intervención militar ya preparada pero que topaba con la oposición del Congreso de EE UU y de los ciudadanos norteamericanos, reticentes a cualquier aventura militar tras la década de guerras en Irak y Afganistán. Desde entonces, el desarme químico de Asad ha avanzado, pero la guerra continúa. Los intentos de negociar la paz —el último, en enero en Ginebra— han fracasado.
“Desafortunadamente, las cosas no van en la buena dirección. Es muy frustrante”, dijo hace unos días un alto cargo de la Administración Obama, que exigió mantener el anonimato. “Pero esto no significa que arrojemos la toalla”, precisó.
Jarba quería convencer a sus interlocutores norteamericanos, reacios a respaldar a un bando en el que los islamistas radicales cuentan con una influencia creciente, de que existe una oposición democrática y fiable. Washington ha entregado ya 287 millones de dólares en ayuda llamada no-letal —es decir, nada de armas ni munición— a la oposición y acaba de reconocer las oficinas de la Coalición de Oposición Siria como una misión extranjera en EE UU.
No son sólo neoconservadores como Elliott Abrams los que piden una mayor implicación de EE UU en Siria. El debate se reproduce dentro de la Administración Obama. El secretario de Estado, John Kerry, y la embajadora de EE UU ante la ONU, Samantha Power, promueven una política más agresiva y han sugerido desde una intervención militar al envío de fuerzas especiales, según informó en abril The Wall Street Journal. El Pentágono, con el jefe del Estado Mayor Conjunto, Martin Dempsey, al frente, pide cautela: en la era del repliegue, EE UU ni quiere —ni seguramente puede— resolverlo todo.
Los militares temen además que las armas caigan en manos de los rebeldes. Desde el inicio de la guerra civil, han rechazado una intervención militar por miedo a una repetición del fiasco de Irak. El Pentágono también fue reacio a participar en los bombardeos en Libia de 2011 y ahora pone reparos al envío de ayuda militar a Ucrania.
En el bando opuesto se encuentra Power, que antes que embajadora fue periodista y activista en favor de los derechos humanos, y publicó en 2002 un libro de referencia sobre la responsabilidad de proteger, A problem from hell (Un problema infernal), una denuncia de la pasividad de EE UU ante los genocidios del siglo XX.
“Cuando se eliminan vidas inocentes a gran escala y Estados Unidos tiene el poder de detener las matanzas a un precio razonable, está obligado a actuar”, escribía la actual embajadora ante la ONU. La realpolitik del presidente Obama casa mal con el idealismo de Power. “Lo que ocurre [en Siria] es intolerable, y todos debemos hacer más”, dijo la embajadora a finales de abril en un discurso en el Museo del Holocausto de Washington.
“Todo esto debe ser muy, muy difícil psicológica y emocionalmente para Samantha”, dice Abrams, que la conoce bien.