OPINIÓN / Vista a la derecha
En una nueva guerra fría, la ultraderecha ocuparía el lugar de los partidos comunistas
Lluís Bassets, El País
No todo son intereses. El suministro y el precio del gas cuentan. También las inversiones de los magnates en la City, los clubes de fútbol y la Cosa del Sol. Pesan las balanzas comerciales entre el tercer socio comercial de la UE que es Rusia y el primero de Rusia que es la UE. Y no hablemos de diplomacia, porque entonces se diría que estamos encadenados: para el control del programa nuclear de Irán, el desmantelamiento del arsenal químico de Siria y, todavía más, terminar la guerra entre el régimen y la fragmentada oposición armada, e incluso imaginar algún paso adelante en la bloqueada relación entre Israel y palestina.
Todo este entramado constituye la red de interdependencias que blindan a Putin cuando avanza sus peones y alfiles en el tablero de Ucrania. Pero luego están las ideas y los valores, que también pesan a la hora de buscar sintonías más o menos explícitas en las capitales occidentales.
Es probable que el esquema de la guerra fría no sirva para describir con precisión la nueva tensión Este-Oeste que tiene como escenario a Europa, pero el Kremlin, ahora como en los viejos tiempos, busca complicidades en la oposición a los partidos que gobiernan, con la particularidad de que si entonces las encontraba en la izquierda ahora empieza a encontrarlas, sobre todo, en la derecha. Y tiene toda su lógica: pocos políticos contemporáneos defienden con mayor ímpetu como Vladimir Putin los valores tradicionales, la discriminación contra los homosexuales, las raíces cristianas de la civilización europea o el nacionalismo etnolingüístico frente al multiculturalismo, el multilateralismo y la integración europea.
Las ideas de Putin encuentran simpatía en las nuevas extremas derechas europeas, desde el UKIP británico hasta la Liga Norte, desde Marine Le Pen hasta Alternativa para Alemania. Son también evidentes en la Hungría de Viktor Orbán, que controla estrechamente los medios de comunicación, concede la ciudadanía a las minorías húngaras de los países vecinos y afianza su control autoritario al estilo de la democracia soberana rusa; y esto sucede tanto en el partido de gobierno Fidesz como todavía más en el extremista y antisemita Jobbik. Solo en los países donde hay un contencioso abierto con Moscú, como Rumanía a propósito de Moldavia y Letonia sobre la minoría rusófona, o en claro está en Kiev, las extremas derechas son antirusas.
En toda Europa, Moscú intenta atraer a la ultraderecha e influir incluso en el Parlamento Europeo que salga de las elecciones del 25 de mayo. El historiador alemán Heinrich August Winckler, en un ensayo titulado Las huellas del miedo, que acaba de publicar el semanario Der Spiegel, ha señalado que los alemanes más comprensivos con Putin pertenecen a una genealogía que se remonta a la casta intelectual, militar y política de la República de Weimar y al ideario nacionalsocialista.
Si esto es otra guerra fría, las extremas derechas eurófobas de ahora ocupan el lugar de los partidos comunistas prosoviéticos durante la guerra fría auténtica.
Lluís Bassets, El País
No todo son intereses. El suministro y el precio del gas cuentan. También las inversiones de los magnates en la City, los clubes de fútbol y la Cosa del Sol. Pesan las balanzas comerciales entre el tercer socio comercial de la UE que es Rusia y el primero de Rusia que es la UE. Y no hablemos de diplomacia, porque entonces se diría que estamos encadenados: para el control del programa nuclear de Irán, el desmantelamiento del arsenal químico de Siria y, todavía más, terminar la guerra entre el régimen y la fragmentada oposición armada, e incluso imaginar algún paso adelante en la bloqueada relación entre Israel y palestina.
Todo este entramado constituye la red de interdependencias que blindan a Putin cuando avanza sus peones y alfiles en el tablero de Ucrania. Pero luego están las ideas y los valores, que también pesan a la hora de buscar sintonías más o menos explícitas en las capitales occidentales.
Es probable que el esquema de la guerra fría no sirva para describir con precisión la nueva tensión Este-Oeste que tiene como escenario a Europa, pero el Kremlin, ahora como en los viejos tiempos, busca complicidades en la oposición a los partidos que gobiernan, con la particularidad de que si entonces las encontraba en la izquierda ahora empieza a encontrarlas, sobre todo, en la derecha. Y tiene toda su lógica: pocos políticos contemporáneos defienden con mayor ímpetu como Vladimir Putin los valores tradicionales, la discriminación contra los homosexuales, las raíces cristianas de la civilización europea o el nacionalismo etnolingüístico frente al multiculturalismo, el multilateralismo y la integración europea.
Las ideas de Putin encuentran simpatía en las nuevas extremas derechas europeas, desde el UKIP británico hasta la Liga Norte, desde Marine Le Pen hasta Alternativa para Alemania. Son también evidentes en la Hungría de Viktor Orbán, que controla estrechamente los medios de comunicación, concede la ciudadanía a las minorías húngaras de los países vecinos y afianza su control autoritario al estilo de la democracia soberana rusa; y esto sucede tanto en el partido de gobierno Fidesz como todavía más en el extremista y antisemita Jobbik. Solo en los países donde hay un contencioso abierto con Moscú, como Rumanía a propósito de Moldavia y Letonia sobre la minoría rusófona, o en claro está en Kiev, las extremas derechas son antirusas.
En toda Europa, Moscú intenta atraer a la ultraderecha e influir incluso en el Parlamento Europeo que salga de las elecciones del 25 de mayo. El historiador alemán Heinrich August Winckler, en un ensayo titulado Las huellas del miedo, que acaba de publicar el semanario Der Spiegel, ha señalado que los alemanes más comprensivos con Putin pertenecen a una genealogía que se remonta a la casta intelectual, militar y política de la República de Weimar y al ideario nacionalsocialista.
Si esto es otra guerra fría, las extremas derechas eurófobas de ahora ocupan el lugar de los partidos comunistas prosoviéticos durante la guerra fría auténtica.