En Zugrés se paró el tiempo
La localidad evidencia la nostalgia por la URSS en la región, enraizada en el declive industrial y la cercanía a Rusia
Pilar Bonet
Zugrés, El País
En Zugrés, a 40 kilómetros al noreste de Donetsk, hay un reloj con dos esferas, que miran en dirección opuesta. En una son las cinco y en la otra son las doce y veinte. “Lo malo no es que marquen dos horas distintas, sino que no sabemos cuánto tiempo llevan así”, dice Katia, una enfermera, tras preguntar a su hijo cuándo se paró el reloj de la localidad, fundada en 1929 por los trabajadores que construyeron el embalse y la presa de Zuevskoe. Casi a la misma altura del reloj, sobre la fachada de la central térmica local, hay un viejo escudo de la Unión Soviética. La nostalgia de la URSS es profunda aquí, porque a aquel país está unido el recuerdo de fábricas que exportaban y de vacaciones pagadas por los sindicatos en el mar de Azov y el mar Negro.
En realidad, son las diez de la mañana del domingo y hace ya un par de horas que el padre Boris, párroco de esta localidad industrial venida a menos, ha bendecido los kulich, los tradicionales pasteles de Pascua, los huevos pintados y también los embutidos, el salo (tocino), el vino, e incluso los pepinos, que sus feligreses han traído a las inmediaciones de la iglesia, en construcción desde hace 15 años. “Casi toda la ciudad está bautizada, pero a las ceremonias religiosas asisten regularmente entre 100 y 150 personas”, dice, refiriéndose a esta localidad de algo más de 18.500 habitantes (censo de 2011).
La ciudad entera parece haberse puesto en fila para ser rociada por el padre Boris, que, con una gran brocha, parece estar duchando a sus feligreses en vez de bendecirlos. La energía del sacerdote produce risas y euforia entre quienes miran con creciente aprensión el futuro desde un presente que ya de por sí es duro.
“Me voy a Moscú el 26. Tengo contactos y ya he trabajado allí. Puedo enseñar mis recomendaciones”, dice Vladímir, que se presenta como especialista en montajes de fontanería. En el pasado, trabajó en la Fábrica Energética Mecánica (ZEMZ), que producía y exportaba grúas y construcciones metálicas. De una plantilla de 5.000, hoy quedan varios centenares, dice el especialista, que en los últimos tiempos instalaba contadores por cuenta del municipio. “El último encargo lo tuvimos en julio. Estoy disolviendo mi empresa”, sentencia.
La ZEMZ fue la empresa bandera de Zugrés. Otra compañía local, una central térmica, pertenece al consorcio de Rinat Ajmétov, el hombre más rico de Ucrania. En la empresa de Ajmétov pagan sin demora, pero los especialistas que reciben de 4.000 a 5.000 grivnas (de 250 a 313 euros) prefieren irse a Rusia, explica Vladímir. En todas las empresas locales, las plantillas se han encogido.
“Con Yanukóvich estábamos mal, pero la situación era estable. Ahora, no espero nada de estos fascistas”, afirma refiriéndose a quienes apoyan a los dirigentes en Kiev. “Estoy dispuesto a tomar las armas para defender a mi familia”, exclama el fontanero. En el Ayuntamiento, los representantes de la República Popular de Donbás preparan el referéndum. El alcalde les deja, pero los activistas locales no se fían de él.
“La crisis se nota. La gente vive peor. Hay mucha pobreza”, dice el padre Boris. Las donaciones para el nuevo templo han disminuido, cuenta el sacerdote, perteneciente a la Iglesia ortodoxa subordinada al patriarcado de Moscú, que coexiste en Ucrania con la Iglesia ortodoxa dependiente del patriarcado de Kiev.
Al padre Boris le preocupa “este odio entre hermanos, esos enfrentamientos y esos asesinatos, el desorden”. Y añade: “Entre el este y el oeste de Ucrania hubo relaciones tensas, pero nunca esos choques directos y esa hostilidad entre hermanos”.
“Este territorio pertenecía a Rusia en el pasado”, dice Iván, invocando al presidente ruso, que la semana pasada se refirió a la parte meridional y oriental de Ucrania como Novorosia. ¿Lo pensaba así antes de que lo dijera Putin? “Lo intuía”, afirma Iván.
“Somos un único pueblo”, afirma Vladímir, mientras Raísa, que ayuda en la parroquia, se confiesa arrepentida. ¿Su pecado? Haber cumplido las instrucciones que dice haber recibido de los responsables locales del último censo (en 2001) para “registrar como ucranianos a quienes declaraban sentirse rusos”. “La abuelita no veía. Quería que la apuntara como rusa y yo la apunté como ucraniana”, se atormenta.
Zugrés se ha quedado vacía y el vacío va más allá de la retirada de los ciudadanos a sus hogares para celebrar la fiesta. Cerrada y abandonada está la nueva escuela, ya que la vieja basta para todo el estudiantado local. Cerrada está la clínica y la residencia donde vivían los trabajadores hasta que les daban vivienda, cerrado y ruinoso está el privatizado centro de prevención médica. Una hierba robusta festona los adoquines de la plaza presidida por una estatua dorada de Vladímir Lenin.
Volvemos a Donetsk, atravesando Makeevka, la ciudad minera de la que es oriundo Víctor Yanukóvich; Al llegar, pasamos junto a la residencia de Rinat Ajmétov y las altas vallas que rodean el territorio evocan las que el presidente huido tenía en su dacha de las afueras de Kiev.
Pilar Bonet
Zugrés, El País
En Zugrés, a 40 kilómetros al noreste de Donetsk, hay un reloj con dos esferas, que miran en dirección opuesta. En una son las cinco y en la otra son las doce y veinte. “Lo malo no es que marquen dos horas distintas, sino que no sabemos cuánto tiempo llevan así”, dice Katia, una enfermera, tras preguntar a su hijo cuándo se paró el reloj de la localidad, fundada en 1929 por los trabajadores que construyeron el embalse y la presa de Zuevskoe. Casi a la misma altura del reloj, sobre la fachada de la central térmica local, hay un viejo escudo de la Unión Soviética. La nostalgia de la URSS es profunda aquí, porque a aquel país está unido el recuerdo de fábricas que exportaban y de vacaciones pagadas por los sindicatos en el mar de Azov y el mar Negro.
En realidad, son las diez de la mañana del domingo y hace ya un par de horas que el padre Boris, párroco de esta localidad industrial venida a menos, ha bendecido los kulich, los tradicionales pasteles de Pascua, los huevos pintados y también los embutidos, el salo (tocino), el vino, e incluso los pepinos, que sus feligreses han traído a las inmediaciones de la iglesia, en construcción desde hace 15 años. “Casi toda la ciudad está bautizada, pero a las ceremonias religiosas asisten regularmente entre 100 y 150 personas”, dice, refiriéndose a esta localidad de algo más de 18.500 habitantes (censo de 2011).
La ciudad entera parece haberse puesto en fila para ser rociada por el padre Boris, que, con una gran brocha, parece estar duchando a sus feligreses en vez de bendecirlos. La energía del sacerdote produce risas y euforia entre quienes miran con creciente aprensión el futuro desde un presente que ya de por sí es duro.
“Me voy a Moscú el 26. Tengo contactos y ya he trabajado allí. Puedo enseñar mis recomendaciones”, dice Vladímir, que se presenta como especialista en montajes de fontanería. En el pasado, trabajó en la Fábrica Energética Mecánica (ZEMZ), que producía y exportaba grúas y construcciones metálicas. De una plantilla de 5.000, hoy quedan varios centenares, dice el especialista, que en los últimos tiempos instalaba contadores por cuenta del municipio. “El último encargo lo tuvimos en julio. Estoy disolviendo mi empresa”, sentencia.
La ZEMZ fue la empresa bandera de Zugrés. Otra compañía local, una central térmica, pertenece al consorcio de Rinat Ajmétov, el hombre más rico de Ucrania. En la empresa de Ajmétov pagan sin demora, pero los especialistas que reciben de 4.000 a 5.000 grivnas (de 250 a 313 euros) prefieren irse a Rusia, explica Vladímir. En todas las empresas locales, las plantillas se han encogido.
“Con Yanukóvich estábamos mal, pero la situación era estable. Ahora, no espero nada de estos fascistas”, afirma refiriéndose a quienes apoyan a los dirigentes en Kiev. “Estoy dispuesto a tomar las armas para defender a mi familia”, exclama el fontanero. En el Ayuntamiento, los representantes de la República Popular de Donbás preparan el referéndum. El alcalde les deja, pero los activistas locales no se fían de él.
“La crisis se nota. La gente vive peor. Hay mucha pobreza”, dice el padre Boris. Las donaciones para el nuevo templo han disminuido, cuenta el sacerdote, perteneciente a la Iglesia ortodoxa subordinada al patriarcado de Moscú, que coexiste en Ucrania con la Iglesia ortodoxa dependiente del patriarcado de Kiev.
Al padre Boris le preocupa “este odio entre hermanos, esos enfrentamientos y esos asesinatos, el desorden”. Y añade: “Entre el este y el oeste de Ucrania hubo relaciones tensas, pero nunca esos choques directos y esa hostilidad entre hermanos”.
“Este territorio pertenecía a Rusia en el pasado”, dice Iván, invocando al presidente ruso, que la semana pasada se refirió a la parte meridional y oriental de Ucrania como Novorosia. ¿Lo pensaba así antes de que lo dijera Putin? “Lo intuía”, afirma Iván.
“Somos un único pueblo”, afirma Vladímir, mientras Raísa, que ayuda en la parroquia, se confiesa arrepentida. ¿Su pecado? Haber cumplido las instrucciones que dice haber recibido de los responsables locales del último censo (en 2001) para “registrar como ucranianos a quienes declaraban sentirse rusos”. “La abuelita no veía. Quería que la apuntara como rusa y yo la apunté como ucraniana”, se atormenta.
Zugrés se ha quedado vacía y el vacío va más allá de la retirada de los ciudadanos a sus hogares para celebrar la fiesta. Cerrada y abandonada está la nueva escuela, ya que la vieja basta para todo el estudiantado local. Cerrada está la clínica y la residencia donde vivían los trabajadores hasta que les daban vivienda, cerrado y ruinoso está el privatizado centro de prevención médica. Una hierba robusta festona los adoquines de la plaza presidida por una estatua dorada de Vladímir Lenin.
Volvemos a Donetsk, atravesando Makeevka, la ciudad minera de la que es oriundo Víctor Yanukóvich; Al llegar, pasamos junto a la residencia de Rinat Ajmétov y las altas vallas que rodean el territorio evocan las que el presidente huido tenía en su dacha de las afueras de Kiev.