El día en que la mueca de Jagger se congeló
Hubo un tiempo en que nada podía detener el circo, pero la muerte de L'Wren Scott, su pareja durante 13 años, ha alcanzado al corazón del 'rolling stone'. La diseñadora era una 'rara avis' entre la aristocracia del rock. Formaba una extraña pareja con el ‘playboy’ devenido en empresario. Su pérdida ha recordado a sus satánicas majestades su propia mortalidad
Diego A. Manrique, El País
Esta vez, sí. Mick Jagger y los Rolling Stones han sido alcanzados debajo de la línea de flotación. La decisión de suspender los conciertos en Australia y Nueva Zelanda, tras conocerse el suicidio de L’Wren Scott, de 49 años, no tiene precedentes. Los tres miembros oficiales de la banda se han unido públicamente a la consternación de Mick Jagger, que mantuvo una relación de 13 años con la diseñadora.
Que se sepa que, anteriormente, las muertes cercanas no detenían el circo. En 1969, reaparecieron en Hyde Park dos días después del ahogamiento de Brian Jones en su piscina. Brian llevaba un mes fuera del grupo y los Stones supieron convertir su show londinense en un homenaje al desaparecido. Al que, en realidad, detestaban y habían dejado por imposible.
En 1976, Tara, el segundo hijo de Keith Richards y Anita Pallemberg, fue hallado muerto en su cuna, en Suiza; tenía poco más de dos meses. Richards estaba en París pero no se movió: decidió que el concierto de esa noche seguiría adelante. En 2006, cuando falleció el padre de Jagger, tampoco se suspendió la actuación prevista en Las Vegas.
Así eran los Stones. Duros, profesionales, aparentemente insensibles. En los años salvajes, viajaban con un séquito que vivía al límite. Si alguien tropezaba y caía, ni siquiera miraban atrás. Aunque fuera un íntimo, como Gram Parsons, que les introdujo en las secretas claves del country: le derribó una sobredosis en 1973 y nadie viajó a Estados Unidos para presentar sus respetos al cadáver. Que, por cierto, fue robado e incinerado en el desierto. Lo más disparatado suele hacerse realidad entre la aristocracia del rock.
No es un mundo al que cualquiera puede acceder. Para alternar, los Stones prefieren gente libre de compromisos laborales, con encanto personal y carteras profundas. L’Wren Scott no daba el tipo: era una emprendedora muy ocupada, que de modelo saltó a diseñadora, tras funcionar como estilista para estrellas de Hollywood. Dirigía una empresa de moda, LS Fashion Ltd, que, según se ha publicado estos días, acumulaba pérdidas millonarias, algo desmentido ayer por un portavoz de la diseñadora. Su autoestima, su orgullo de creadora hecha a sí misma, impedía que se quejara o que pidiera a Mick Jagger que la rescatara.
En la tropa stoniana, era la última en llegar; no podía provocar el mínimo rumor de que se trataba de una cazadora de fortunas. Y mucho menos entre la extensa familia Jagger, que incluye hijas e hijos de cuatro madres diferentes (su nieta Assisi, hija de Jade, le va a convertir en bisabuelo). Los otros miembros del grupo, con estéticas bien definidas, tampoco celebraron la llegada de una mujer altísima, con conceptos muy claros sobre cómo debían vestir en los escenarios unos rockeros maduros. Con zafio machismo, algunos asociados insistían en denominarla “la Yoko Ono de Mick”.
L’Wren Scott y Mick Jagger, retratados en julio de 2012. / billy farrell (cordon)
La propia convivencia con Jagger estaba llena de inconvenientes. Asumía sus infidelidades, siempre que fueran discretas. Durante años, se instalaron en una suite del hotel londinense Claridge’s; luego, se hicieron su nido en el barrio de Chelsea. Encargaron obras, habitaciones especiales en previsión de que ella se quedara embarazada, pero no ocurrió.
La logística de juntar las agendas de dos personas tan atareadas resultaba endiablada. En materia de impuestos, Jagger es un residente en el extranjero, lo que le obliga a contabilizar escrupulosamente sus días de estancia en territorio británico, para no superar los 180 permitidos por Hacienda. No le faltan residencias —en Francia, Nueva York, la isla caribeña de Mustique—, pero las disfruta menos de lo que quisiera.
En contra de su imagen de playboy, Mick Jagger ejerce de hombre de negocios a tiempo completo. Su fortuna, estimada en 200 millones de libras esterlinas, se mueve. Superada la frustración por no haber logrado establecerse como cantante solista o actor, Mick invierte en negocios cercanos a sus pasiones. Como aficionado al críquet, fue pionero en ofertar transmisiones de grandes encuentros por Internet. Es uno de los productores de Get on up, una película biográfica sobre James Brown que se estrena en agosto. También tiene los derechos cinematográficos de Último tren a Memphis, la biografía canónica de Elvis, y prepara una serie para HBO en compañía de Martin Scorsese.
Una abeja obrera
La gente de la moda está indignada. En las noticias sobre la muerte de L’Wren Scott aparecía primero el nombre de Mick Jagger; ella era “la novia de”. Una vida plena quedaba reducida a una relación sentimental. Justo lo contrario de lo que ella ansiaba: en 2008, afirmaba “quiero ser conocida por lo que hago, no por a quien conozco”. Efectivamente, había vestido a Angelina Jolie, Michelle Obama o Nicole Kidman. Trabajó a las órdenes de Bruce Weber, Karl Lagerfeld, Herb Ritts, Thiery Mugler. Lanzó líneas de ropa, pero también de cosméticos o bolsos. Y ahora es un cliché: “El alma torturada de una gacela glamurosa”, titulaba el Daily Mail. A la hora de las comparaciones con el mundo animal, ella lo tenía claro: “Soy una abeja obrera”.
Educada en una familia mormona, L’Wren no estaba habituada al estilo de vida del rock; ni siquiera era aficionada a esa música. Se encontró compartiendo techo con un perfeccionista que se parece más a un atleta que a los rockeros de leyenda. Alguien calculó que, en sus buenos tiempos, Jagger andaba/corría unos veinte kilómetros en dos horas de concierto. Y eso no se consigue por casualidad o por genética. Mick hace ejercicio todos los días laborables, con un entrenador personal. Tiene su dietista particular y se ha pasado a la comida orgánica. ¿Drogas? Quizás si alguien invita y son días de asueto. ¿Alcohol? Solo si urge celebrar algo.
No le cuesta compartir sus secretos de salud y belleza. Por el contrario, mantiene la discreción —encaja malamente en la mitología del rock— sobre sus actividades como gestor. Gestor de su carrera y la de sus compañeros. Y esa es su gran hazaña, nunca reconocida.
Conviene recordar que los Rolling Stones fueron expoliados en los años sesenta por su segundo manager, Allen Klein. Cuando comenzaban los setenta, como Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, juraron que eso jamás se repetiría. Y se transformaron en una eficaz máquina de hacer dinero. Cabalgaron sobre las olas más lucrativas: los conciertos en estadios, el merchandising, los patrocinios, los discos compactos.
A partir de los ochenta, los Stones no han tenido demasiados éxitos multimillonarios, pero han procurado que su catálogo de grabaciones clásicas esté siempre disponible y dinamizado por reediciones cuidadas.
Al timón, el antiguo estudiante de la London School of Economics. Asesorado discretamente por banqueros y otras figuras del establishment, Jagger ha logrado el prodigio de mantener unido a un grupo sometido a brutales tormentas internas y poderosas fuerzas centrífugas.
Cierto que no podían imaginar que, con 70 años (72 en el caso de Charlie Watts, 66 en el de Ronnie Wood), estarían de gira por el mundo. En 2013, salieron a la carretera empujados por la demanda popular y mediática, por la coincidencia con el 50º aniversario de su debut. No montaron grandes producciones escenográficas, como era habitual. También incumplieron su promesa implícita de presentarse con un disco nuevo bajo el brazo, el detalle que proporcionaba dignidad a sus expediciones y les diferenciaba del resto de comerciantes en nostalgia.
No, no parece haber disco en marcha, aunque Jagger asegure que compone todo el tiempo. Ya es suficientemente complicado el reunirles con los músicos contratados para ensayar. Esta no es la típica banda perfectamente engrasada: los Stones requieren semanas de preparaciones para que aquello suene. Íntimamente, agradecen que varios de los conciertos previstos para este verano en Europa se desarrollen en festivales: menos presión, recitales más cortos. Se acabaron los excesos: todos economizan en energía. Y llevan mal que L’Wren Scott les haya recordado su propia mortalidad.
Diego A. Manrique, El País
Esta vez, sí. Mick Jagger y los Rolling Stones han sido alcanzados debajo de la línea de flotación. La decisión de suspender los conciertos en Australia y Nueva Zelanda, tras conocerse el suicidio de L’Wren Scott, de 49 años, no tiene precedentes. Los tres miembros oficiales de la banda se han unido públicamente a la consternación de Mick Jagger, que mantuvo una relación de 13 años con la diseñadora.
Que se sepa que, anteriormente, las muertes cercanas no detenían el circo. En 1969, reaparecieron en Hyde Park dos días después del ahogamiento de Brian Jones en su piscina. Brian llevaba un mes fuera del grupo y los Stones supieron convertir su show londinense en un homenaje al desaparecido. Al que, en realidad, detestaban y habían dejado por imposible.
En 1976, Tara, el segundo hijo de Keith Richards y Anita Pallemberg, fue hallado muerto en su cuna, en Suiza; tenía poco más de dos meses. Richards estaba en París pero no se movió: decidió que el concierto de esa noche seguiría adelante. En 2006, cuando falleció el padre de Jagger, tampoco se suspendió la actuación prevista en Las Vegas.
Así eran los Stones. Duros, profesionales, aparentemente insensibles. En los años salvajes, viajaban con un séquito que vivía al límite. Si alguien tropezaba y caía, ni siquiera miraban atrás. Aunque fuera un íntimo, como Gram Parsons, que les introdujo en las secretas claves del country: le derribó una sobredosis en 1973 y nadie viajó a Estados Unidos para presentar sus respetos al cadáver. Que, por cierto, fue robado e incinerado en el desierto. Lo más disparatado suele hacerse realidad entre la aristocracia del rock.
No es un mundo al que cualquiera puede acceder. Para alternar, los Stones prefieren gente libre de compromisos laborales, con encanto personal y carteras profundas. L’Wren Scott no daba el tipo: era una emprendedora muy ocupada, que de modelo saltó a diseñadora, tras funcionar como estilista para estrellas de Hollywood. Dirigía una empresa de moda, LS Fashion Ltd, que, según se ha publicado estos días, acumulaba pérdidas millonarias, algo desmentido ayer por un portavoz de la diseñadora. Su autoestima, su orgullo de creadora hecha a sí misma, impedía que se quejara o que pidiera a Mick Jagger que la rescatara.
En la tropa stoniana, era la última en llegar; no podía provocar el mínimo rumor de que se trataba de una cazadora de fortunas. Y mucho menos entre la extensa familia Jagger, que incluye hijas e hijos de cuatro madres diferentes (su nieta Assisi, hija de Jade, le va a convertir en bisabuelo). Los otros miembros del grupo, con estéticas bien definidas, tampoco celebraron la llegada de una mujer altísima, con conceptos muy claros sobre cómo debían vestir en los escenarios unos rockeros maduros. Con zafio machismo, algunos asociados insistían en denominarla “la Yoko Ono de Mick”.
L’Wren Scott y Mick Jagger, retratados en julio de 2012. / billy farrell (cordon)
La propia convivencia con Jagger estaba llena de inconvenientes. Asumía sus infidelidades, siempre que fueran discretas. Durante años, se instalaron en una suite del hotel londinense Claridge’s; luego, se hicieron su nido en el barrio de Chelsea. Encargaron obras, habitaciones especiales en previsión de que ella se quedara embarazada, pero no ocurrió.
La logística de juntar las agendas de dos personas tan atareadas resultaba endiablada. En materia de impuestos, Jagger es un residente en el extranjero, lo que le obliga a contabilizar escrupulosamente sus días de estancia en territorio británico, para no superar los 180 permitidos por Hacienda. No le faltan residencias —en Francia, Nueva York, la isla caribeña de Mustique—, pero las disfruta menos de lo que quisiera.
En contra de su imagen de playboy, Mick Jagger ejerce de hombre de negocios a tiempo completo. Su fortuna, estimada en 200 millones de libras esterlinas, se mueve. Superada la frustración por no haber logrado establecerse como cantante solista o actor, Mick invierte en negocios cercanos a sus pasiones. Como aficionado al críquet, fue pionero en ofertar transmisiones de grandes encuentros por Internet. Es uno de los productores de Get on up, una película biográfica sobre James Brown que se estrena en agosto. También tiene los derechos cinematográficos de Último tren a Memphis, la biografía canónica de Elvis, y prepara una serie para HBO en compañía de Martin Scorsese.
Una abeja obrera
La gente de la moda está indignada. En las noticias sobre la muerte de L’Wren Scott aparecía primero el nombre de Mick Jagger; ella era “la novia de”. Una vida plena quedaba reducida a una relación sentimental. Justo lo contrario de lo que ella ansiaba: en 2008, afirmaba “quiero ser conocida por lo que hago, no por a quien conozco”. Efectivamente, había vestido a Angelina Jolie, Michelle Obama o Nicole Kidman. Trabajó a las órdenes de Bruce Weber, Karl Lagerfeld, Herb Ritts, Thiery Mugler. Lanzó líneas de ropa, pero también de cosméticos o bolsos. Y ahora es un cliché: “El alma torturada de una gacela glamurosa”, titulaba el Daily Mail. A la hora de las comparaciones con el mundo animal, ella lo tenía claro: “Soy una abeja obrera”.
Educada en una familia mormona, L’Wren no estaba habituada al estilo de vida del rock; ni siquiera era aficionada a esa música. Se encontró compartiendo techo con un perfeccionista que se parece más a un atleta que a los rockeros de leyenda. Alguien calculó que, en sus buenos tiempos, Jagger andaba/corría unos veinte kilómetros en dos horas de concierto. Y eso no se consigue por casualidad o por genética. Mick hace ejercicio todos los días laborables, con un entrenador personal. Tiene su dietista particular y se ha pasado a la comida orgánica. ¿Drogas? Quizás si alguien invita y son días de asueto. ¿Alcohol? Solo si urge celebrar algo.
No le cuesta compartir sus secretos de salud y belleza. Por el contrario, mantiene la discreción —encaja malamente en la mitología del rock— sobre sus actividades como gestor. Gestor de su carrera y la de sus compañeros. Y esa es su gran hazaña, nunca reconocida.
Conviene recordar que los Rolling Stones fueron expoliados en los años sesenta por su segundo manager, Allen Klein. Cuando comenzaban los setenta, como Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, juraron que eso jamás se repetiría. Y se transformaron en una eficaz máquina de hacer dinero. Cabalgaron sobre las olas más lucrativas: los conciertos en estadios, el merchandising, los patrocinios, los discos compactos.
A partir de los ochenta, los Stones no han tenido demasiados éxitos multimillonarios, pero han procurado que su catálogo de grabaciones clásicas esté siempre disponible y dinamizado por reediciones cuidadas.
Al timón, el antiguo estudiante de la London School of Economics. Asesorado discretamente por banqueros y otras figuras del establishment, Jagger ha logrado el prodigio de mantener unido a un grupo sometido a brutales tormentas internas y poderosas fuerzas centrífugas.
Cierto que no podían imaginar que, con 70 años (72 en el caso de Charlie Watts, 66 en el de Ronnie Wood), estarían de gira por el mundo. En 2013, salieron a la carretera empujados por la demanda popular y mediática, por la coincidencia con el 50º aniversario de su debut. No montaron grandes producciones escenográficas, como era habitual. También incumplieron su promesa implícita de presentarse con un disco nuevo bajo el brazo, el detalle que proporcionaba dignidad a sus expediciones y les diferenciaba del resto de comerciantes en nostalgia.
No, no parece haber disco en marcha, aunque Jagger asegure que compone todo el tiempo. Ya es suficientemente complicado el reunirles con los músicos contratados para ensayar. Esta no es la típica banda perfectamente engrasada: los Stones requieren semanas de preparaciones para que aquello suene. Íntimamente, agradecen que varios de los conciertos previstos para este verano en Europa se desarrollen en festivales: menos presión, recitales más cortos. Se acabaron los excesos: todos economizan en energía. Y llevan mal que L’Wren Scott les haya recordado su propia mortalidad.