Personas de verdad en libros de ‘mentira’
Strauss-Kahn ha demandado a un novelista que lo usa como personaje
¿En ficción vale todo?
La Constitución española ampara la creación literaria pero los escritores están divididos
Javier Rodríguez Marcos
Madrid, El País
Poca gente recuerda a Delphine Couturier, pero todo el mundo sabe quién es Dominique Strauss-Kahn. La primera inspiró a Flaubert Madame Bovary; el segundo ha inspirado una multitud de libros, tantos que el diario francés Le Figaro se ha dedicado a contarlos: 58. El último lo publicó el mes pasado en Francia Régis Jauffret, se titula La ballade de Rickers Island y recrea el encuentro entre el exdirector del Fondo Monetario Internacional y la camarera Nafissatou Dialo en un hotel de Nueva York en mayo de 2011. Aunque él no aparece citado por su nombre —ella sí—, los abogados del político francés anunciaron que denunciarían al escritor por inventar hechos que contradicen las conclusiones del proceso judicial cerrado en Estados Unidos: Dialo retiró la denuncia por violación tras llegar a un acuerdo económico con DSK.
El pleito no será nuevo para ninguna de las dos partes. El escritor ya se enfrentó a un proceso por usar como personaje de otra novela a un banquero real asesinado por su amante. Strauss-Kahn ya ganó el año pasado un juicio contra la ensayista Marcela Iacub, que contó su propia relación con su personaje en La bella y la bestia. Aunque Iacub tampoco nombraba en su libro a DSK —se limitaba a llamarlo Cochon (cerdo)—, lanzó su libro con una prepublicación en Le Nouvel Observateur y una entrevista en la que citaba a su antiguo amante con nombre y apellidos. Allí lo describía como “un ser doble, mitad hombre, mitad cerdo”. El juez la condenó a pagar al aludido 50.000 euros.
Ni Iacub ni Jauffret son Flaubert, pero sus viajes entre la realidad y la ficción estuvieron rodeados de argumentos literarios. En aquella misma entrevista, la escritora —una jurista especializada en filosofía moral que conoció a DSK después de publicar un libro en el que lo defendía— describía así su método para mezclar invención y verdad: “Las etapas de la relación, los lugares, las conversaciones... todo es verdadero. Para las escenas sexuales estaba obligada a convocar la fantasía. Pero si son falsas en un sentido fáctico, son verdaderas en el plano físico, emotivo, intelectual”. Jauffret, por su parte, fue mucho menos sutil al enfrentarse a su primera denuncia: “Yo soy novelista, miento como un bellaco. No respeto ni a vivos, ni a muertos, ni su reputación, ni su moral”.
Ni la figura de Strauss-Kahn ni las tormentas judiciales que le rodean atemorizaron al malagueño Juan Francisco Ferré, que en 2012 ganó el Premio Herralde de novela con Karnaval, una obra cuyo protagonista es… Dominique Strauss-Kahn. Karnaval acaba de ser traducida al francés por la editorial Passage Du Nord-Ouest y su autor dice no haber tenido aún “malas noticias”. ¿En algún momento pensaron él o su editor español —Jorge Herralde, de Anagrama— que podrían tener un problema con el DSK real? Ferré contesta sin durar: “No, pero sí hicimos bromas sobre esa eventualidad”. Y añade: “Quizá el incurrir en excesos periodísticos, como han hecho otros, pague un peaje del que la literatura de invención y humor, en la que me reconozco, estaría eximida”. Con todo, reconoce que a algún editor francés le entró “un miedo ridículo” por el tono de algunos capítulos y declinó publicarla.
Más allá de que miles de obras estén basadas en hechos reales o inspiradas en personajes reales más o menos reconocibles —la vicepresidenta socialista que protagoniza la última novela de Belén Gopegui, Acceso no autorizado, comparte algunos rasgos con María Teresa Fernández de la Vega—, se produce un salto cualitativo cuando esos personajes llevan el nombre de personas reales, aunque sus acciones y opiniones hayan sido transformados literariamente. Por no salir de los últimos años ni de la literatura en español, ahí están la obra que Fernando Arrabal acaba de estrenar en Madrid —Dalí versus Picasso—, los libros de Mario Vargas Llosa sobre Flora Tristán y Roger Casement o los de Manuel Vicent sobre Jesús Aguirre o Adolfo Suárez; y ahí están Javier Cercas recreando el fusilamiento frustrado de Rafael Sánchez Mazas en Soldados de Salamina, Javier Marías incluyendo al filólogo Francisco Rico como secundario en sus novelas, Clara Usón novelando el suicidio de la hija del general serbobosnio Ratko Mladic o Enrique Vila-Matas como personaje de varios libros firmados por otros.
Bajo las mesas de novedades se esconde una pregunta: ¿Debería haber algún límite a la hora de convertir en personaje a una persona? Recién llegado de la promoción parisiense de su Karnaval, Juan Francisco Ferré es categórico: “No creo que haya que imponerle límites a la literatura. Cualquier figura real de cierta fama, por otra parte, es una construcción de los medios y participa ya en cierto modo de la ficción, como era el caso de mi personaje antes de sus transformaciones novelescas”.
Javier Cercas, por cuyos libros pasan personajes que se llaman Sánchez Mazas, Roberto Bolaño, Andrés Trapiello, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo o, también, Javier Cercas, acuñó la expresión relato real para referirse a la mezcla de ficción y realidad. A la pregunta por los límites de esa mezcla responde distinguiendo entre fronteras morales y literarias: “No es lo mismo que un personaje lleve su nombre real o que no lo lleve, que sea reconocible o que no lo sea. Si el personaje lleva su nombre real, evidentemente la cosa cambia y no puedes hacer lo que te dé la gana”. Él, por ejemplo, acostumbra a dejarle leer el manuscrito a aquellos que aparecen con su nombre o de una forma reconocible en una novela suya. Lo hizo, cuenta, con Rafael Sánchez Ferlosio [hijo de Sánchez Mazas], o con profesores y compañeros de la facultad, pero no, en cambio, con Carrillo o con la familia de Suárez, “por motivos obvios: todo lo que contaba de ellos en Anatomía de un instante está documentado o procede de fuentes totalmente fiables o de varias fuentes”.
Cercas acaba de reescribir “por entero” El vientre de la ballena, una novela de 1997 que reeditará en abril y en la que puede reconocerse a algunos de sus maestros universitarios. La nueva edición incluye un prólogo al que el escritor recurre para matizar. “En el fondo todas las novelas son romans à clé, por lo mismo que la ficción pura no existe: siempre está contaminada —felizmente contaminada— por la realidad, que es su carburante”. Fin de la cita. “Ahí está todo lo que tengo que decir, pero puedo explicarlo un poco más”, afirma Cercas. “Es algo tan elemental como olvidado, y es que desde Homero hasta ahora mismo la literatura ha partido siempre de la realidad: precisamente por eso tiene interés. Por tanto, lo de ‘basado en hechos reales’ es un anuncio superfluo; lo que importa, sin embargo, es cómo el escritor transforma esos hechos reales en literatura, en ficción: es decir, cómo convierte lo particular en universal, que es lo que hace siempre la literatura. Lo importante no es en qué señora real se basó Flaubert para crear a Emma Bovary, sino qué es lo que Flaubert hizo con ella: el resultado y no la materia bruta, el final y no el principio”.
Alguien que aparece con nombre y apellidos en Soldados de Salamina es el escritor Andrés Trapiello, que lleva publicados —“sin una sola denuncia”— 18 tomos de un diario lleno de retratos —unos benignos, otros no tanto— de personas reales identificadas con una equis. Además, en Ayer no más, su última novela, los personajes de ficción hablan de personas que se llaman Fernando Savater o Santos Juliá. Para Trapiello, la “ética que ha de regir el uso de lo real en la ficción no está escrita en ninguna parte, aunque Cervantes nos da alguna pista: se puede escribir todo, ‘sin daño de terceros’. A menudo, no obstante, el novelista tiene la tentación de los atajos, o sea, del desfalco, de la estafa, como el propagandista. Hace años me encontré a Umbral, que me había mandado La leyenda del César Visionario y me preguntó, ‘¿Qué tal?’. ‘Si se hace una reedición de la novela’, le dije, ‘quizás se debería corregir el nombre de Sánchez Mazas; nunca estuvo en Salamanca en el cuartel de Franco, dirigiendo la guerra, sino refugiado en una embajada, y luego preso, y luego lo fusilaron. Es una corrección sencilla, bastaría que le llamaras de cualquier otra manera. Buscar y cambiar. El personaje está bien’. Se quedó pensándolo un momento, y me dijo: ‘No me convence; entonces se me jodería el efecto Sánchez Mazas’. A la realidad de una novela le pedimos no solo la verosimilitud, sino la verdad, si la conocemos”. Según Trapiello, “para juzgar los abusos de la ficción que mediante la insidia, la sátira o la caricatura buscan un provecho o unos efectos, se suele echar mano del Código Penal, pero debería bastar la crítica literaria: a la postre nada que sea mentira merece literariamente la pena”.
En España la ley no es mucho más dura que la crítica literaria como policía de la ficción. Como explica el abogado Gerardo Viada, asesor jurídico de editoriales como Alfaguara o Santillana, en las reclamaciones judiciales por obras literarias se suele aplicar la misma “ponderación” que para los contenidos de prensa —el derecho al honor y a la intimidad frente al derecho a la información y a la libertad de expresión—, pero añadiéndole el derecho a la creación literaria que recoge el artículo 20 de la Constitución. Ese derecho, dice, es “todavía más amplio que la libertad de expresión, lo que por ejemplo permite dramatizar hechos, pero no inventarlos en lo sustancial si el relato se refiere a una persona real”.
Aunque en España la creación esté muy amparada legalmente —el disgusto de la duquesa de Alba por el retrato que Vicent hizo de su difunto marido en Aguirre, el magnífico no pasó de una carta al escritor en EL PAÍS en marzo de 2011—, Juan Francisco Ferré apunta que la propia literatura tiene recursos para “burlarse de la realidad y escapar a cualquier castigo, excepto los de los fanáticos, por supuesto”. Entre esos recursos destaca uno que él mismo ha usado sobradamente para pintar al Strauss-Kahn de Karnaval: el humor: “Es la clave para que el personaje caricaturizado se lo piense dos veces antes de enfadarse con la representación de su persona, o poner una denuncia contra el escritor”. Otro recurso, apunta, sería la “desfiguración” literaria: “Es un procedimiento similar a hacer un retrato a la manera de Picasso o de Saura: convertir en irreconocible al modelo al tiempo que, mediante signos insinuantes, se le hace más visible aún...”.
Si el humor, como la felicidad, va por barrios, el vecindario de los escritores lo usan con frecuencia para dirimir sus pleitos. En 1997 el argentino César Aira decidió clonar irónicamente a Carlos Fuentes en la novela El congreso de literatura. Seis años más tarde, el mexicano se vengó de su colega haciéndole ganar el Premio Nobel en La Silla del Águila. Teniendo en cuenta que Aira es uno de los escritores menos ceremoniosos del mundo, parece suficiente castigo.
Cuando el nombre es sagrado
Solo hay algo más resbaladizo que usar una persona real como personaje de novela: usar un personaje sagrado (para la religión o para la cultura). “Es material inflamable, como cualquier tabú”, dice la profesora de Literatura de la Universidad de Barcelona Ana Rodríguez Fischer, para quien la falta de prejuicios no debe confundirse con la búsqueda del escándalo. “Se nota cuando te mueve el morbo y no la intención de entender a un personaje histórico a través de la ficción”, dice Fischer, que como escritora ha recreado un hipotético encuentro entre Góngora y El Greco en la novela El poeta y el pintor (Alfabia), a punto de salir de la imprenta.
Pese al riesgo, las vidas de santos en versión heterodoxa son un clásico. Si el mes pasado Ricardo Menéndez Salmón publicaba Niños en el tiempo —que incluye una recreación de la infancia de Jesucristo—, Gustavo Martín Garzo cuenta ya en su bibliografía con sendas novelas protagonizadas por la Virgen María —Y que se duerma el mar (2010)— y san José —El lenguaje de las fuentes (1993)—. Martín Garzo, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura por esta última, afirma que solo cuando la terminó se planteó si ofendería a alguien.
Pese a tener presente la por entonces cercana condena a muerte a Salman Rushdie por Los versos satánicos y la polémica desatada por la versión de Martin Scorsese de La última tentación de Cristo, el escritor vallisoletano explica que solo tenía una preocupación: qué diría su madre, “muy devota”. Ahí quedó todo: “Aunque no puedes hacer lo que se te antoje, el espacio de la escritura es el de la libertad”.
Junto a alguna carta “irritadísima”, Garzo recuerda que también le llegó una invitación para hablar de su libro en el colegio pontificio español de Roma. A los 200 curas que formaban el auditorio les pareció bien su visión terrenal de la sagrada familia. Pasado el primer susto, a su madre también.
¿En ficción vale todo?
La Constitución española ampara la creación literaria pero los escritores están divididos
Javier Rodríguez Marcos
Madrid, El País
Poca gente recuerda a Delphine Couturier, pero todo el mundo sabe quién es Dominique Strauss-Kahn. La primera inspiró a Flaubert Madame Bovary; el segundo ha inspirado una multitud de libros, tantos que el diario francés Le Figaro se ha dedicado a contarlos: 58. El último lo publicó el mes pasado en Francia Régis Jauffret, se titula La ballade de Rickers Island y recrea el encuentro entre el exdirector del Fondo Monetario Internacional y la camarera Nafissatou Dialo en un hotel de Nueva York en mayo de 2011. Aunque él no aparece citado por su nombre —ella sí—, los abogados del político francés anunciaron que denunciarían al escritor por inventar hechos que contradicen las conclusiones del proceso judicial cerrado en Estados Unidos: Dialo retiró la denuncia por violación tras llegar a un acuerdo económico con DSK.
El pleito no será nuevo para ninguna de las dos partes. El escritor ya se enfrentó a un proceso por usar como personaje de otra novela a un banquero real asesinado por su amante. Strauss-Kahn ya ganó el año pasado un juicio contra la ensayista Marcela Iacub, que contó su propia relación con su personaje en La bella y la bestia. Aunque Iacub tampoco nombraba en su libro a DSK —se limitaba a llamarlo Cochon (cerdo)—, lanzó su libro con una prepublicación en Le Nouvel Observateur y una entrevista en la que citaba a su antiguo amante con nombre y apellidos. Allí lo describía como “un ser doble, mitad hombre, mitad cerdo”. El juez la condenó a pagar al aludido 50.000 euros.
Ni Iacub ni Jauffret son Flaubert, pero sus viajes entre la realidad y la ficción estuvieron rodeados de argumentos literarios. En aquella misma entrevista, la escritora —una jurista especializada en filosofía moral que conoció a DSK después de publicar un libro en el que lo defendía— describía así su método para mezclar invención y verdad: “Las etapas de la relación, los lugares, las conversaciones... todo es verdadero. Para las escenas sexuales estaba obligada a convocar la fantasía. Pero si son falsas en un sentido fáctico, son verdaderas en el plano físico, emotivo, intelectual”. Jauffret, por su parte, fue mucho menos sutil al enfrentarse a su primera denuncia: “Yo soy novelista, miento como un bellaco. No respeto ni a vivos, ni a muertos, ni su reputación, ni su moral”.
Ni la figura de Strauss-Kahn ni las tormentas judiciales que le rodean atemorizaron al malagueño Juan Francisco Ferré, que en 2012 ganó el Premio Herralde de novela con Karnaval, una obra cuyo protagonista es… Dominique Strauss-Kahn. Karnaval acaba de ser traducida al francés por la editorial Passage Du Nord-Ouest y su autor dice no haber tenido aún “malas noticias”. ¿En algún momento pensaron él o su editor español —Jorge Herralde, de Anagrama— que podrían tener un problema con el DSK real? Ferré contesta sin durar: “No, pero sí hicimos bromas sobre esa eventualidad”. Y añade: “Quizá el incurrir en excesos periodísticos, como han hecho otros, pague un peaje del que la literatura de invención y humor, en la que me reconozco, estaría eximida”. Con todo, reconoce que a algún editor francés le entró “un miedo ridículo” por el tono de algunos capítulos y declinó publicarla.
Más allá de que miles de obras estén basadas en hechos reales o inspiradas en personajes reales más o menos reconocibles —la vicepresidenta socialista que protagoniza la última novela de Belén Gopegui, Acceso no autorizado, comparte algunos rasgos con María Teresa Fernández de la Vega—, se produce un salto cualitativo cuando esos personajes llevan el nombre de personas reales, aunque sus acciones y opiniones hayan sido transformados literariamente. Por no salir de los últimos años ni de la literatura en español, ahí están la obra que Fernando Arrabal acaba de estrenar en Madrid —Dalí versus Picasso—, los libros de Mario Vargas Llosa sobre Flora Tristán y Roger Casement o los de Manuel Vicent sobre Jesús Aguirre o Adolfo Suárez; y ahí están Javier Cercas recreando el fusilamiento frustrado de Rafael Sánchez Mazas en Soldados de Salamina, Javier Marías incluyendo al filólogo Francisco Rico como secundario en sus novelas, Clara Usón novelando el suicidio de la hija del general serbobosnio Ratko Mladic o Enrique Vila-Matas como personaje de varios libros firmados por otros.
Bajo las mesas de novedades se esconde una pregunta: ¿Debería haber algún límite a la hora de convertir en personaje a una persona? Recién llegado de la promoción parisiense de su Karnaval, Juan Francisco Ferré es categórico: “No creo que haya que imponerle límites a la literatura. Cualquier figura real de cierta fama, por otra parte, es una construcción de los medios y participa ya en cierto modo de la ficción, como era el caso de mi personaje antes de sus transformaciones novelescas”.
Javier Cercas, por cuyos libros pasan personajes que se llaman Sánchez Mazas, Roberto Bolaño, Andrés Trapiello, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo o, también, Javier Cercas, acuñó la expresión relato real para referirse a la mezcla de ficción y realidad. A la pregunta por los límites de esa mezcla responde distinguiendo entre fronteras morales y literarias: “No es lo mismo que un personaje lleve su nombre real o que no lo lleve, que sea reconocible o que no lo sea. Si el personaje lleva su nombre real, evidentemente la cosa cambia y no puedes hacer lo que te dé la gana”. Él, por ejemplo, acostumbra a dejarle leer el manuscrito a aquellos que aparecen con su nombre o de una forma reconocible en una novela suya. Lo hizo, cuenta, con Rafael Sánchez Ferlosio [hijo de Sánchez Mazas], o con profesores y compañeros de la facultad, pero no, en cambio, con Carrillo o con la familia de Suárez, “por motivos obvios: todo lo que contaba de ellos en Anatomía de un instante está documentado o procede de fuentes totalmente fiables o de varias fuentes”.
Cercas acaba de reescribir “por entero” El vientre de la ballena, una novela de 1997 que reeditará en abril y en la que puede reconocerse a algunos de sus maestros universitarios. La nueva edición incluye un prólogo al que el escritor recurre para matizar. “En el fondo todas las novelas son romans à clé, por lo mismo que la ficción pura no existe: siempre está contaminada —felizmente contaminada— por la realidad, que es su carburante”. Fin de la cita. “Ahí está todo lo que tengo que decir, pero puedo explicarlo un poco más”, afirma Cercas. “Es algo tan elemental como olvidado, y es que desde Homero hasta ahora mismo la literatura ha partido siempre de la realidad: precisamente por eso tiene interés. Por tanto, lo de ‘basado en hechos reales’ es un anuncio superfluo; lo que importa, sin embargo, es cómo el escritor transforma esos hechos reales en literatura, en ficción: es decir, cómo convierte lo particular en universal, que es lo que hace siempre la literatura. Lo importante no es en qué señora real se basó Flaubert para crear a Emma Bovary, sino qué es lo que Flaubert hizo con ella: el resultado y no la materia bruta, el final y no el principio”.
Alguien que aparece con nombre y apellidos en Soldados de Salamina es el escritor Andrés Trapiello, que lleva publicados —“sin una sola denuncia”— 18 tomos de un diario lleno de retratos —unos benignos, otros no tanto— de personas reales identificadas con una equis. Además, en Ayer no más, su última novela, los personajes de ficción hablan de personas que se llaman Fernando Savater o Santos Juliá. Para Trapiello, la “ética que ha de regir el uso de lo real en la ficción no está escrita en ninguna parte, aunque Cervantes nos da alguna pista: se puede escribir todo, ‘sin daño de terceros’. A menudo, no obstante, el novelista tiene la tentación de los atajos, o sea, del desfalco, de la estafa, como el propagandista. Hace años me encontré a Umbral, que me había mandado La leyenda del César Visionario y me preguntó, ‘¿Qué tal?’. ‘Si se hace una reedición de la novela’, le dije, ‘quizás se debería corregir el nombre de Sánchez Mazas; nunca estuvo en Salamanca en el cuartel de Franco, dirigiendo la guerra, sino refugiado en una embajada, y luego preso, y luego lo fusilaron. Es una corrección sencilla, bastaría que le llamaras de cualquier otra manera. Buscar y cambiar. El personaje está bien’. Se quedó pensándolo un momento, y me dijo: ‘No me convence; entonces se me jodería el efecto Sánchez Mazas’. A la realidad de una novela le pedimos no solo la verosimilitud, sino la verdad, si la conocemos”. Según Trapiello, “para juzgar los abusos de la ficción que mediante la insidia, la sátira o la caricatura buscan un provecho o unos efectos, se suele echar mano del Código Penal, pero debería bastar la crítica literaria: a la postre nada que sea mentira merece literariamente la pena”.
En España la ley no es mucho más dura que la crítica literaria como policía de la ficción. Como explica el abogado Gerardo Viada, asesor jurídico de editoriales como Alfaguara o Santillana, en las reclamaciones judiciales por obras literarias se suele aplicar la misma “ponderación” que para los contenidos de prensa —el derecho al honor y a la intimidad frente al derecho a la información y a la libertad de expresión—, pero añadiéndole el derecho a la creación literaria que recoge el artículo 20 de la Constitución. Ese derecho, dice, es “todavía más amplio que la libertad de expresión, lo que por ejemplo permite dramatizar hechos, pero no inventarlos en lo sustancial si el relato se refiere a una persona real”.
Aunque en España la creación esté muy amparada legalmente —el disgusto de la duquesa de Alba por el retrato que Vicent hizo de su difunto marido en Aguirre, el magnífico no pasó de una carta al escritor en EL PAÍS en marzo de 2011—, Juan Francisco Ferré apunta que la propia literatura tiene recursos para “burlarse de la realidad y escapar a cualquier castigo, excepto los de los fanáticos, por supuesto”. Entre esos recursos destaca uno que él mismo ha usado sobradamente para pintar al Strauss-Kahn de Karnaval: el humor: “Es la clave para que el personaje caricaturizado se lo piense dos veces antes de enfadarse con la representación de su persona, o poner una denuncia contra el escritor”. Otro recurso, apunta, sería la “desfiguración” literaria: “Es un procedimiento similar a hacer un retrato a la manera de Picasso o de Saura: convertir en irreconocible al modelo al tiempo que, mediante signos insinuantes, se le hace más visible aún...”.
Si el humor, como la felicidad, va por barrios, el vecindario de los escritores lo usan con frecuencia para dirimir sus pleitos. En 1997 el argentino César Aira decidió clonar irónicamente a Carlos Fuentes en la novela El congreso de literatura. Seis años más tarde, el mexicano se vengó de su colega haciéndole ganar el Premio Nobel en La Silla del Águila. Teniendo en cuenta que Aira es uno de los escritores menos ceremoniosos del mundo, parece suficiente castigo.
Cuando el nombre es sagrado
Solo hay algo más resbaladizo que usar una persona real como personaje de novela: usar un personaje sagrado (para la religión o para la cultura). “Es material inflamable, como cualquier tabú”, dice la profesora de Literatura de la Universidad de Barcelona Ana Rodríguez Fischer, para quien la falta de prejuicios no debe confundirse con la búsqueda del escándalo. “Se nota cuando te mueve el morbo y no la intención de entender a un personaje histórico a través de la ficción”, dice Fischer, que como escritora ha recreado un hipotético encuentro entre Góngora y El Greco en la novela El poeta y el pintor (Alfabia), a punto de salir de la imprenta.
Pese al riesgo, las vidas de santos en versión heterodoxa son un clásico. Si el mes pasado Ricardo Menéndez Salmón publicaba Niños en el tiempo —que incluye una recreación de la infancia de Jesucristo—, Gustavo Martín Garzo cuenta ya en su bibliografía con sendas novelas protagonizadas por la Virgen María —Y que se duerma el mar (2010)— y san José —El lenguaje de las fuentes (1993)—. Martín Garzo, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura por esta última, afirma que solo cuando la terminó se planteó si ofendería a alguien.
Pese a tener presente la por entonces cercana condena a muerte a Salman Rushdie por Los versos satánicos y la polémica desatada por la versión de Martin Scorsese de La última tentación de Cristo, el escritor vallisoletano explica que solo tenía una preocupación: qué diría su madre, “muy devota”. Ahí quedó todo: “Aunque no puedes hacer lo que se te antoje, el espacio de la escritura es el de la libertad”.
Junto a alguna carta “irritadísima”, Garzo recuerda que también le llegó una invitación para hablar de su libro en el colegio pontificio español de Roma. A los 200 curas que formaban el auditorio les pareció bien su visión terrenal de la sagrada familia. Pasado el primer susto, a su madre también.