La tensión con EE UU se dispara
Caracas acusa a Washington de alentar las manifestaciones violentas contra el régimen y en represalia expulsa a tres diplomáticos norteamericanos
Ewald Scharfenberg
Caracas, El País
Las expulsiones de diplomáticos, recíprocas entre Venezuela y Estados Unidos, van perdiendo carácter noticioso. Con la orden dada el domingo por el presidente Nicolás Maduro de expulsar a tres funcionarios consulares de la embajada norteamericana en Caracas, ya suman tres episodios de este tipo en menos de un año. El canciller, Elías Jaua, les dio este lunes 48 horas para abandonar el país.
El Departamento de Estado, por su parte, ha asegurado este lunes que "no había recibido notificación oficial de la expulsión de sus oficiales diplomáticos". Uno de sus portavoces ha señalado que las informaciones de que EE UU esté ayudando a los manifestantes a organizarse "son falsas y sin fundamentos". Tras pedir al Gobierno de Maduro que "promueva el diálogo entre todos los sectores de la sociedad" y reconocer que el "futuro de Venezuela corresponde decidirlo a los venezolanos", ha insistido en que Washington tiene interés en trabajar con las autoridades del país "en asuntos de interés mutuo", pero que son "las acciones del Ejecutivo de Venezuela" las que "dificultan" ese acercamiento, informa Eva Saiz.
El intercambio de acusaciones entre Washington y Caracas se ha hecho costumbre a lo largo de los 15 años de revolución bolivariana. Tanto el fallecido expresidente Hugo Chávez, como su delfín y sucesor, Nicolás Maduro, denunciaron un día sí y otro también un nuevo complot urdido desde el Norte para derrocar a su Gobierno. El Departamento de Estado, por su parte, tanto en las administraciones demócratas de Bill Clinton y Barack Obama, como en el largo interregno republicano de George W. Bush —míster Danger o El diablo, en el argot de Chávez—, menciona al régimen como una amenaza contra la democracia y un foco infeccioso en la región.
Y, sin embargo, no rompen relaciones. Las consideraciones de realpolitik gravitan lo suficiente para hacer de Washington y Caracas dos siameses que se detestan. Aunque China ya absorbe un tercio de la producción petrolera venezolana, EE UU sigue siendo su principal cliente, pues paga los embarques de crudo en efectivo; para sorpresa de muchos, además, Caracas cubre en la actualidad sus déficits de producción de gasolina y otros derivados del petróleo con compras en EE UU.
Por otro lado, las exportaciones petroleras de Venezuela representan alrededor del 4% del consumo estadounidense, una porción que puede lucir ínfima, sobre todo con el crecimiento de la producción local en Norteamérica —EE UU y Canadá, que presiona por la aprobación del oleoducto Keystone X—. Pero una retirada repentina de esos volúmenes trastornaría el mercado y podría afectar a la economía global, todavía convaleciente de su más reciente crisis. La petrolera estatal venezolana PDVSA, que padece graves achaques financieros y operativos, controla Citgo, una de las mayores empresas de refinado de petróleo y distribución de combustibles en EE UU.
El pragmatismo se impone, por lo tanto, frente a la alergia norteamericana a las revoluciones de América Latina y también frente a la retórica maximalista, a lo “yankees, go home” de sectores preponderantes del chavismo. Se atribuye a la exembajadora Donna Hrinak una consigna que definió tempranamente lo que sería la política norteamericana con Caracas: “Evaluar a Chávez por lo que hace y no por lo que dice”. Pero los aspavientos retóricos han dejado huella: de hecho, Caracas y Washington no intercambian embajadores desde 2009. Un último intento de normalización de las relaciones entre ambas capitales, en octubre de 2013, descarriló sin siquiera tomar forma. El encargado de negocios venezolano, el exchavista Calixto Ortega, terminó expulsado de Washington luego de que Caracas sancionara a su par norteamericana, Kelly Keiderling, y otros miembros de su equipo.
Las dos capitales se acercan y alejan, como el fuelle de un acordeón, según los reacomodos de la política internacional. El advenimiento de la Administración Obama despertó esperanzas en Venezuela de que tiempos más favorables se acercaban para entenderse con Washington. El apretón de manos entre Obama y Chávez, en 2009, y el ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, que el comandante revolucionario regaló al primer presidente negro de Norteamérica, fueron episodios derivados de esa expectativa, que se marchitó en pocos días.
En contrapartida, la beligerancia, real o ilusoria, de EE UU en los asuntos venezolanos se ha convertido para Washington en una condena a la impotencia. Carece de interlocutores válidos en el aparato burocrático venezolano. Sabe, además, que no puede abrazar abiertamente a alternativas del espectro político en Venezuela, pues el apoyo norteamericano hunde a quien lo recibe frente al electorado venezolano.
Ewald Scharfenberg
Caracas, El País
Las expulsiones de diplomáticos, recíprocas entre Venezuela y Estados Unidos, van perdiendo carácter noticioso. Con la orden dada el domingo por el presidente Nicolás Maduro de expulsar a tres funcionarios consulares de la embajada norteamericana en Caracas, ya suman tres episodios de este tipo en menos de un año. El canciller, Elías Jaua, les dio este lunes 48 horas para abandonar el país.
El Departamento de Estado, por su parte, ha asegurado este lunes que "no había recibido notificación oficial de la expulsión de sus oficiales diplomáticos". Uno de sus portavoces ha señalado que las informaciones de que EE UU esté ayudando a los manifestantes a organizarse "son falsas y sin fundamentos". Tras pedir al Gobierno de Maduro que "promueva el diálogo entre todos los sectores de la sociedad" y reconocer que el "futuro de Venezuela corresponde decidirlo a los venezolanos", ha insistido en que Washington tiene interés en trabajar con las autoridades del país "en asuntos de interés mutuo", pero que son "las acciones del Ejecutivo de Venezuela" las que "dificultan" ese acercamiento, informa Eva Saiz.
El intercambio de acusaciones entre Washington y Caracas se ha hecho costumbre a lo largo de los 15 años de revolución bolivariana. Tanto el fallecido expresidente Hugo Chávez, como su delfín y sucesor, Nicolás Maduro, denunciaron un día sí y otro también un nuevo complot urdido desde el Norte para derrocar a su Gobierno. El Departamento de Estado, por su parte, tanto en las administraciones demócratas de Bill Clinton y Barack Obama, como en el largo interregno republicano de George W. Bush —míster Danger o El diablo, en el argot de Chávez—, menciona al régimen como una amenaza contra la democracia y un foco infeccioso en la región.
Y, sin embargo, no rompen relaciones. Las consideraciones de realpolitik gravitan lo suficiente para hacer de Washington y Caracas dos siameses que se detestan. Aunque China ya absorbe un tercio de la producción petrolera venezolana, EE UU sigue siendo su principal cliente, pues paga los embarques de crudo en efectivo; para sorpresa de muchos, además, Caracas cubre en la actualidad sus déficits de producción de gasolina y otros derivados del petróleo con compras en EE UU.
Por otro lado, las exportaciones petroleras de Venezuela representan alrededor del 4% del consumo estadounidense, una porción que puede lucir ínfima, sobre todo con el crecimiento de la producción local en Norteamérica —EE UU y Canadá, que presiona por la aprobación del oleoducto Keystone X—. Pero una retirada repentina de esos volúmenes trastornaría el mercado y podría afectar a la economía global, todavía convaleciente de su más reciente crisis. La petrolera estatal venezolana PDVSA, que padece graves achaques financieros y operativos, controla Citgo, una de las mayores empresas de refinado de petróleo y distribución de combustibles en EE UU.
El pragmatismo se impone, por lo tanto, frente a la alergia norteamericana a las revoluciones de América Latina y también frente a la retórica maximalista, a lo “yankees, go home” de sectores preponderantes del chavismo. Se atribuye a la exembajadora Donna Hrinak una consigna que definió tempranamente lo que sería la política norteamericana con Caracas: “Evaluar a Chávez por lo que hace y no por lo que dice”. Pero los aspavientos retóricos han dejado huella: de hecho, Caracas y Washington no intercambian embajadores desde 2009. Un último intento de normalización de las relaciones entre ambas capitales, en octubre de 2013, descarriló sin siquiera tomar forma. El encargado de negocios venezolano, el exchavista Calixto Ortega, terminó expulsado de Washington luego de que Caracas sancionara a su par norteamericana, Kelly Keiderling, y otros miembros de su equipo.
Las dos capitales se acercan y alejan, como el fuelle de un acordeón, según los reacomodos de la política internacional. El advenimiento de la Administración Obama despertó esperanzas en Venezuela de que tiempos más favorables se acercaban para entenderse con Washington. El apretón de manos entre Obama y Chávez, en 2009, y el ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, que el comandante revolucionario regaló al primer presidente negro de Norteamérica, fueron episodios derivados de esa expectativa, que se marchitó en pocos días.
En contrapartida, la beligerancia, real o ilusoria, de EE UU en los asuntos venezolanos se ha convertido para Washington en una condena a la impotencia. Carece de interlocutores válidos en el aparato burocrático venezolano. Sabe, además, que no puede abrazar abiertamente a alternativas del espectro político en Venezuela, pues el apoyo norteamericano hunde a quien lo recibe frente al electorado venezolano.