El primer ministro italiano Renzi se va a la guerra
El nuevo presidente del Gobierno recibe en su juramento el desprecio de Letta y el escepticismo de los poderos fuertes, incluido el de Napolitano
Pablo Ordaz
Roma, El País
En un país donde la cortesía es una de las bellas artes, ese apretón de manos fugaz entre Enrico Letta y Matteo Renzi, esas miradas que luchan por no cruzarse, ese hielo entre el primer ministro ejecutado y el primer ministro ejecutor —ambos toscanos, ambos del Partido Democrático (PD), ambos de origen democristiano— rubricó una mañana en la que dos Estados plantados sobre el más bello y más viejo cahíz de tierra pusieron en escena, de forma simultánea, el teatro del poder. En la basílica de San Pedro, un papa nombraba a 19 nuevos cardenales —los príncipes de la Iglesia— bajo la mirada sonriente de otro papa al que las luchas de poder empujaron hace justo un año hacia una renuncia histórica. En el Palacio del Quirinal, un presidente de la República más anciano que el más anciano de los dos papas presidía por tercera vez en apenas dos años la composición de un nuevo Gobierno, guiado esta vez por un joven de 39 años con el descaro suficiente para situar —estamos hablando de Italia— a ocho mujeres en un Ejecutivo de 16, entre ellas a una embarazada de ocho meses y a otra al frente del Ejército. La guerra no ha hecho más que empezar.
Porque es exactamente eso, una guerra, lo que Matteo Renzi se ha propuesto como programa de Gobierno. Hace tanto tiempo que las puertas hacia el crecimiento están clausuradas en Italia —el PIB actual es inferior al de hace 10 años— que no basta echar aceite a las cerraduras, sino derribarlas directa y rápidamente. De ahí que Renzi, quien justificó su ataque mortal contra Letta en la lentitud de su acción de Gobierno, pretenda acometer una reforma al mes. “En febrero”, anunció antes incluso de saber con cuántos respaldos contaba para formar su Gabinete, “llevaremos a cabo un trabajo urgente junto al Parlamento sobre las reformas constitucionales y electorales. En marzo nos meteremos a fondo con la reforma del trabajo y en abril con la de la administración pública; en mayo, reformaremos el fisco”. El hasta ahora alcalde de Florencia es muy consciente de que no tiene mucho más tiempo. No tanto porque los gobiernos en Italia duren una media de un año —68 gobiernos en los últimos 70 años—, sino porque él, a pesar de su aspecto de niño bien, de sus orígenes democristianos y de su capacidad de fajarse con unos y con otros, no es ni de unos ni de otros. Es solo de sí mismo, y en el momento en que deje de pedalear se dará un batacazo.
Porque, ¿quién sostiene a Renzi? No es desde luego un enviado de los llamados “poderes fuertes”, ese invisible pero muy eficaz triángulo de intereses que, con los vértices en las finanzas, la Iglesia y la presidencia de la República, prefirieron antes el perfil de Mario Monti, un tecnócrata de prestigio internacional, o el de Enrico Letta, un político italiano a la vieja usanza, que el de alguien difícil de clasificar como Matteo Renzi. Tal vez nunca se sepa qué sucedió en las dos horas y 45 minutos durante las que el nuevo primer ministro permaneció reunido la tarde del viernes con el presidente Giorgio Napolitano. Una reunión de la que Renzi salió ronco y feliz, pero de la que tanto él como más tarde el presidente ofrecieron algunos datos para interpretar el porvenir.
El primero es que Renzi es duro de pelar. Ante Napolitano, del que dicen que no pierde la calma ni en el zaguán del Apocalipsis, logró defender un Ejecutivo de autor, en el que se pueden identificar claramente los trazos del primer ministro y aquellos, muy pocos, en los que no tuvo más remedio que transigir. Napolitano estaba decidido a dejar su huella en al menos dos ministerios, el de Economía y el de Exteriores. Quería para el primero a Pier Carlo Padoan, antiguo jefe de los economistas de la OCDE, y para el segundo a Emma Bonino. Tan es así que durante los últimos días el único puesto prácticamente fijo en las quinielas para ministrables que tanta pasión despiertan en Italia era para la veterana política. Napolitano logró colocar a Padoan, pero no a Bonino, que se sorprendió tanto de su salida del Gobierno que puso verde a Renzi en cuanto le acercaron un micrófono.
El segundo dato —y muy importante— que se puede extraer de la reunión de Napolitano y Renzi es que el anciano presidente —el Rey Jorge para quienes le afean su excesiva intromisión en la política italiana— ha decidido lavarse las manos sobre el futuro del país. Tras nombrar a Monti y a Letta, Napolitano se presentó con ellos ante los periodistas para que quedara constancia de que estaban ungidos por su estima. A Renzi no solo no lo acompañó, sino que tanto uno como otro —tal vez con el guión acordado— subrayaron que el nuevo Gobierno de Italia es responsabilidad única y absoluta del joven político toscano. Dijo Renzi: “Seamos claros. Este Gobierno responde solo a mí. Si nos equivocamos es culpa mía. Solo mía”. A su manera, también Napolitano quiso dejar claro que este no era exactamente el Gobierno que a él le hubiese gustado. Un gobierno que se afea por la parte de los viejos compromisos: Angelino Alfano, el exdelfín de Silvio Berlusconi, o Maurizio Lupi, ministro de Transporte, un pez gordo de la ultracatólica Comunión y Liberación. Pero que rescata para la política a gente tan común y tan valiosa como Maria Carmela Lanzetta, de 56 años, farmacéutica de profesión y exalcaldesa de Locride, a quien la ‘Ndrangheta le quemó en 2001 la farmacia por su lucha contra la mafia, en 2012 dispararon contra su coche y en 2013 abandonó la alcaldía al sentirse abandonada por la clase política. Solo supo que Renzi la quería de ministra de Asuntos Regionales diez minutos antes de que se hiciera público su nombre: “Estaba en la farmacia. Aún tenía la bata puesta. Dije que sí porque mi país está en dificultades y es necesario ayudar”.
Así ha hecho Renzi su gobierno. A golpe de intuición y de teléfono. Como si fuese el joven del que habla una canción de su ídolo Jovanotti: “Soy un muchacho afortunado, porque me han regalado un sueño”.
Pablo Ordaz
Roma, El País
En un país donde la cortesía es una de las bellas artes, ese apretón de manos fugaz entre Enrico Letta y Matteo Renzi, esas miradas que luchan por no cruzarse, ese hielo entre el primer ministro ejecutado y el primer ministro ejecutor —ambos toscanos, ambos del Partido Democrático (PD), ambos de origen democristiano— rubricó una mañana en la que dos Estados plantados sobre el más bello y más viejo cahíz de tierra pusieron en escena, de forma simultánea, el teatro del poder. En la basílica de San Pedro, un papa nombraba a 19 nuevos cardenales —los príncipes de la Iglesia— bajo la mirada sonriente de otro papa al que las luchas de poder empujaron hace justo un año hacia una renuncia histórica. En el Palacio del Quirinal, un presidente de la República más anciano que el más anciano de los dos papas presidía por tercera vez en apenas dos años la composición de un nuevo Gobierno, guiado esta vez por un joven de 39 años con el descaro suficiente para situar —estamos hablando de Italia— a ocho mujeres en un Ejecutivo de 16, entre ellas a una embarazada de ocho meses y a otra al frente del Ejército. La guerra no ha hecho más que empezar.
Porque es exactamente eso, una guerra, lo que Matteo Renzi se ha propuesto como programa de Gobierno. Hace tanto tiempo que las puertas hacia el crecimiento están clausuradas en Italia —el PIB actual es inferior al de hace 10 años— que no basta echar aceite a las cerraduras, sino derribarlas directa y rápidamente. De ahí que Renzi, quien justificó su ataque mortal contra Letta en la lentitud de su acción de Gobierno, pretenda acometer una reforma al mes. “En febrero”, anunció antes incluso de saber con cuántos respaldos contaba para formar su Gabinete, “llevaremos a cabo un trabajo urgente junto al Parlamento sobre las reformas constitucionales y electorales. En marzo nos meteremos a fondo con la reforma del trabajo y en abril con la de la administración pública; en mayo, reformaremos el fisco”. El hasta ahora alcalde de Florencia es muy consciente de que no tiene mucho más tiempo. No tanto porque los gobiernos en Italia duren una media de un año —68 gobiernos en los últimos 70 años—, sino porque él, a pesar de su aspecto de niño bien, de sus orígenes democristianos y de su capacidad de fajarse con unos y con otros, no es ni de unos ni de otros. Es solo de sí mismo, y en el momento en que deje de pedalear se dará un batacazo.
Porque, ¿quién sostiene a Renzi? No es desde luego un enviado de los llamados “poderes fuertes”, ese invisible pero muy eficaz triángulo de intereses que, con los vértices en las finanzas, la Iglesia y la presidencia de la República, prefirieron antes el perfil de Mario Monti, un tecnócrata de prestigio internacional, o el de Enrico Letta, un político italiano a la vieja usanza, que el de alguien difícil de clasificar como Matteo Renzi. Tal vez nunca se sepa qué sucedió en las dos horas y 45 minutos durante las que el nuevo primer ministro permaneció reunido la tarde del viernes con el presidente Giorgio Napolitano. Una reunión de la que Renzi salió ronco y feliz, pero de la que tanto él como más tarde el presidente ofrecieron algunos datos para interpretar el porvenir.
El primero es que Renzi es duro de pelar. Ante Napolitano, del que dicen que no pierde la calma ni en el zaguán del Apocalipsis, logró defender un Ejecutivo de autor, en el que se pueden identificar claramente los trazos del primer ministro y aquellos, muy pocos, en los que no tuvo más remedio que transigir. Napolitano estaba decidido a dejar su huella en al menos dos ministerios, el de Economía y el de Exteriores. Quería para el primero a Pier Carlo Padoan, antiguo jefe de los economistas de la OCDE, y para el segundo a Emma Bonino. Tan es así que durante los últimos días el único puesto prácticamente fijo en las quinielas para ministrables que tanta pasión despiertan en Italia era para la veterana política. Napolitano logró colocar a Padoan, pero no a Bonino, que se sorprendió tanto de su salida del Gobierno que puso verde a Renzi en cuanto le acercaron un micrófono.
El segundo dato —y muy importante— que se puede extraer de la reunión de Napolitano y Renzi es que el anciano presidente —el Rey Jorge para quienes le afean su excesiva intromisión en la política italiana— ha decidido lavarse las manos sobre el futuro del país. Tras nombrar a Monti y a Letta, Napolitano se presentó con ellos ante los periodistas para que quedara constancia de que estaban ungidos por su estima. A Renzi no solo no lo acompañó, sino que tanto uno como otro —tal vez con el guión acordado— subrayaron que el nuevo Gobierno de Italia es responsabilidad única y absoluta del joven político toscano. Dijo Renzi: “Seamos claros. Este Gobierno responde solo a mí. Si nos equivocamos es culpa mía. Solo mía”. A su manera, también Napolitano quiso dejar claro que este no era exactamente el Gobierno que a él le hubiese gustado. Un gobierno que se afea por la parte de los viejos compromisos: Angelino Alfano, el exdelfín de Silvio Berlusconi, o Maurizio Lupi, ministro de Transporte, un pez gordo de la ultracatólica Comunión y Liberación. Pero que rescata para la política a gente tan común y tan valiosa como Maria Carmela Lanzetta, de 56 años, farmacéutica de profesión y exalcaldesa de Locride, a quien la ‘Ndrangheta le quemó en 2001 la farmacia por su lucha contra la mafia, en 2012 dispararon contra su coche y en 2013 abandonó la alcaldía al sentirse abandonada por la clase política. Solo supo que Renzi la quería de ministra de Asuntos Regionales diez minutos antes de que se hiciera público su nombre: “Estaba en la farmacia. Aún tenía la bata puesta. Dije que sí porque mi país está en dificultades y es necesario ayudar”.
Así ha hecho Renzi su gobierno. A golpe de intuición y de teléfono. Como si fuese el joven del que habla una canción de su ídolo Jovanotti: “Soy un muchacho afortunado, porque me han regalado un sueño”.