La sombra de MacCarthy planea sobre ‘The Guardian’
La persecución al diario por las revelaciones de Snowden pone en evidencia el fin de la moderación de David Cameron
Walter Oppenheimer
Londres, El País
En Internet se pueden encontrar numerosas definiciones de maccarthysmo, o macartismo, una palabra derivada de la persecución lanzada entre 1950 y 1954 por el senador estadounidense Joe McCarthy contra supuestos comunistas y traidores a la patria, durante la guerra fría.
Olvídense de la palabra comunista, mantengan lo de traidores a la patria y piensen en lo que está ocurriendo en Reino Unido con el diario The Guardian por denunciar los abusos del espionaje estadounidense y británico, sino mundial, al publicar parte de los documentos que le hizo llegar el ex empleado subcontratado de la CIA Edward Snowden.
El macartismo se puede definir como “la práctica de publicitar acusaciones de deslealtad política o subversión sin atender debidamente a las pruebas”. O “el uso de métodos investigativos o acusatorios injustos con el objetivo de suprimir la oposición”. O “el uso de acusaciones sin base con cualquier objetivo”. O “el uso de acusaciones no corroboradas o técnicas investigadoras injustas en un intento por exponer deslealtad o subversión”. O “cualquier intento de restringir la crítica política o la discrepancia individual con la excusa de que es antipatriótico o pro-comunista”.
Cualquiera de ellas se puede aplicar a lo que le está pasando al Guardian, víctima de una campaña lanzada por los servicios secretos y jaleada por la prensa rival y por el primer ministro David Cameron personalmente, con el inestimable apoyo de diputados conservadores y también de algún laborista y de los medios rivales. El clímax, hasta ahora, de esa campaña se alcanzó el martes de esta semana con la comparecencia del director del periódico, Alan Rusbridger, ante la comisión de Interior de la Cámara de los Comunes.
Esa comparecencia, en la que algunos diputados se comportaron con una fogosidad que se echó en falta cuando hace unos días los responsable de los servicios secretos comparecieron ante otra comisión parlamentaria, tuvo también su momento culminante. Fue cuando el presidente de la comisión, el incombustible diputado (más de un cuarto de siglo en la cámara) laborista Keith Vaz puso una mirada de perro degollado y con la más suave de las voces le preguntó a Rusbridger: “Parte de las críticas contra usted y The Guardian han sido muy, muy personales. Usted y yo hemos nacido fuera de este país, pero yo amo este país. ¿Ama usted este país?”. ¿Hay algo más macartista que insinuar que alguien hace algo políticamente significativo porque no es un patriota?
El director del diario se quedó unos segundos descolocado antes de responder a tan inesperada pregunta. “Vivimos en una democracia y la gran mayoría de la gente que está trabajando en esta historia son británicos que tienen familia en este país, que aman este país. Estoy algo sorprendido de que me haga esta pregunta pero, sí, somos patriotas y una de las cosas en la que somos más patriotas es en la naturaleza de nuestra democracia, la naturaleza de una prensa libre y el hecho de que, en este país, uno puede discutir e informar de estas cosas”, acabó respondiendo.
Alan Rusbridger ha destacado en varias ocasiones, y también en su comparecencia parlamentaria, la diferencia entre los ataques que está recibiendo su diario por publicar los papeles de Snowden y las constantes aseveraciones del poder en Estados Unidos distanciándose de la posibilidad de atacar a la prensa en un caso así. Y explicó cómo ha recibido explicaciones en privado de que en Washington se distingue muy bien entre lo que ha hecho Snowden y lo que hace un periodista con el material que le ha hecho llegar Snowden.
A David Cameron le ha pasado como a Tony Blair. Toda la moderación de Blair se fue al garete con la guerra de Irak. Todo el centrismo de Cameron se está yendo también al garete en el último año con sus posturas cada vez más radicales contra Europa, cada vez más xenófobas en inmigración y cada vez más reaccionarias en materia de libertades.
El acoso al diario ha tenido dos caras: primero, con las presiones privadas de las que el diario habla cada vez con más claridad; y luego las crecientes presiones públicas, que parecen consecuencia del escaso éxito de las privadas.
En su comparecencia en la comisión de Interior de los Comunes, Alan Rusbridger ha dado numerosas pistas sobre esas presiones privadas, que aseguró que serían inconcebibles en otros países. Y detalló el tipo de presiones recibidas: “Incluyen censura previa, incluyen un alto funcionario de Whitehall que vino a verme para decirme: ‘Ya ha habido bastante debate hasta ahora’. Incluyen peticiones para la destrucción de nuestros discos. Incluyen diputados llamando a la policía para que procese al director. Cosas que serían inconcebibles en Estados Unidos”. “Tengo la sensación de que todas esas actividades tenían como propósito intimidar al Guardian”. Y dejó muy claro que “el diario no se va a dejar intimidar, pero tampoco va a actuar de forma negligente”.
Las acusaciones de negligencia planearon a menudo durante el interrogatorio de los diputados, que pusieron especial énfasis en el hecho de que el diario envió parte de los documentos al New York Times. Primero, el diputado más agresivo de todos, el conservador Michael Ellis, sostuvo que al admitir que se habían enviado a Estados Unidos documentos con los nombres de agentes secretos británicos había violado la legislación antiterrorista.
Ellis llegó a extremos inverosímiles en sus ataques a Rusbridger, como cuando le acusó de haber desvelado que hay un grupo gay en el cuartel general de escuchas británico GCHQ. “Ahora sí que me ha desbordado por completo, señor Ellis. ¿Es una sorpresa que hay gais entre los miembros del GCHQ?”, le respondió Rusbridger. O cuando le echó en cara que publicara que empleados del GCHQ fueron a Disneylandia con sus familias. O cuando preguntó: “¿Si hubiera usted conocido el código enigma se lo habría enviado usted a los nazis?”, una seria acusación de traición en la que el diputado comete además el error de pensar que el código era británico cuando en realidad lo que hicieron los británicos fue descifrarlo: los nazis ya lo tenían porque lo inventaron ellos.
El también conservador Mark Reckless, con menos pasión, le acusó también de haber violado la ley porque el envío de ciertos documentos de Snowden al New York Times se hizo a través de un servicio de mensajería, FedEx. “Era una cantidad pequeña de material relativo a una historia en concreto, estaban cifrados con un código de graduación militar, fue enviado de manera segura, llegó de manera segura y no hubo ningún tipo de pérdida de control”, respondió el director, con menos convicción que en otros momentos.
Más convincente fue al explicar que el diario ha puesto tal cuidado al elaborar las informaciones que ha consultado más de 100 veces a funcionarios del Gobierno y las agencias de inteligencia de Reino Unido y de Estados Unidos para asegurar la pertinencia de lo publicado.
La comparecencia ante la comisión de Interior de los Comunes ha sido la culminación de una campaña pública de intimidación que empezó con la detención durante nueve horas en agosto en Heathrow, donde hacía escala entre Berlín y Río de Janeiro, de David Miranda, compañero sentimental de Glenn Greenwald, el abogado, bloguero y periodista elegido por Edward Snowden como intermediario para hacer llegar sus documentos al Guardian.
Pero eso fue solo un aviso. El verdadero pistoletazo de salida a las presiones al diario lo lanzó el 8 de octubre el jefe de la agencia de seguridad y contrainteligencia británica (el famoso MI5), Andrew Parker, que declaró en una conferencia que las revelaciones del diario londinense habían sido “un regalo a los terroristas” y habían hecho “un daño enorme a la nación”. Algunos diarios dieron a esas declaraciones más cobertura de la que habían dado a las revelaciones en si mismas. Y el primer ministro Cameron pareció dar su aprobación personal al inicio de la caza de brujas al declarar primero que el de Parker había sido “un discurso excelente” y dos días después, por si no había quedado claro, advirtió que el Guardian “debería pensar acerca de sus responsabilidades y si están ayudando a que este país sea seguro”.
Rusbridger respondió entonces con el anuncio de nuevas revelaciones. En su comparecencia en los Comunes explicó que hasta ahora solo han publicado “en torno a un 1%” de los 58.000 documentos que han recibido de Edward Snowden, pero vino a dar prácticamente por cerrada la serie.
Este macartismo de nuevo cuño no busca comunistas que amenazan la seguridad de Estados Unidos, sino que intenta evitar que haya un debate sobre los límites y la dimensión que deben tener los servicios secretos en las democracias occidentales en un momento en que el terrorismo y la revolución de las comunicaciones han dejado obsoletos los modelos del pasado. Los enemigos de ese debate están haciendo lo de siempre: intentan matar al mensajero. No es nada nuevo. Londres ya intentó en los años 80 impedir la publicación de Spycatcher (Cazador de espías), la autobiografía de Peter Wright, un antiguo agente del MI5. El libro se publicó en Australia. Alan Rusbridger entró con él bajo el brazo cuando el martes se presentó ante los inquisidores de la Cámara de los Comunes.
Walter Oppenheimer
Londres, El País
En Internet se pueden encontrar numerosas definiciones de maccarthysmo, o macartismo, una palabra derivada de la persecución lanzada entre 1950 y 1954 por el senador estadounidense Joe McCarthy contra supuestos comunistas y traidores a la patria, durante la guerra fría.
Olvídense de la palabra comunista, mantengan lo de traidores a la patria y piensen en lo que está ocurriendo en Reino Unido con el diario The Guardian por denunciar los abusos del espionaje estadounidense y británico, sino mundial, al publicar parte de los documentos que le hizo llegar el ex empleado subcontratado de la CIA Edward Snowden.
El macartismo se puede definir como “la práctica de publicitar acusaciones de deslealtad política o subversión sin atender debidamente a las pruebas”. O “el uso de métodos investigativos o acusatorios injustos con el objetivo de suprimir la oposición”. O “el uso de acusaciones sin base con cualquier objetivo”. O “el uso de acusaciones no corroboradas o técnicas investigadoras injustas en un intento por exponer deslealtad o subversión”. O “cualquier intento de restringir la crítica política o la discrepancia individual con la excusa de que es antipatriótico o pro-comunista”.
Cualquiera de ellas se puede aplicar a lo que le está pasando al Guardian, víctima de una campaña lanzada por los servicios secretos y jaleada por la prensa rival y por el primer ministro David Cameron personalmente, con el inestimable apoyo de diputados conservadores y también de algún laborista y de los medios rivales. El clímax, hasta ahora, de esa campaña se alcanzó el martes de esta semana con la comparecencia del director del periódico, Alan Rusbridger, ante la comisión de Interior de la Cámara de los Comunes.
Esa comparecencia, en la que algunos diputados se comportaron con una fogosidad que se echó en falta cuando hace unos días los responsable de los servicios secretos comparecieron ante otra comisión parlamentaria, tuvo también su momento culminante. Fue cuando el presidente de la comisión, el incombustible diputado (más de un cuarto de siglo en la cámara) laborista Keith Vaz puso una mirada de perro degollado y con la más suave de las voces le preguntó a Rusbridger: “Parte de las críticas contra usted y The Guardian han sido muy, muy personales. Usted y yo hemos nacido fuera de este país, pero yo amo este país. ¿Ama usted este país?”. ¿Hay algo más macartista que insinuar que alguien hace algo políticamente significativo porque no es un patriota?
El director del diario se quedó unos segundos descolocado antes de responder a tan inesperada pregunta. “Vivimos en una democracia y la gran mayoría de la gente que está trabajando en esta historia son británicos que tienen familia en este país, que aman este país. Estoy algo sorprendido de que me haga esta pregunta pero, sí, somos patriotas y una de las cosas en la que somos más patriotas es en la naturaleza de nuestra democracia, la naturaleza de una prensa libre y el hecho de que, en este país, uno puede discutir e informar de estas cosas”, acabó respondiendo.
Alan Rusbridger ha destacado en varias ocasiones, y también en su comparecencia parlamentaria, la diferencia entre los ataques que está recibiendo su diario por publicar los papeles de Snowden y las constantes aseveraciones del poder en Estados Unidos distanciándose de la posibilidad de atacar a la prensa en un caso así. Y explicó cómo ha recibido explicaciones en privado de que en Washington se distingue muy bien entre lo que ha hecho Snowden y lo que hace un periodista con el material que le ha hecho llegar Snowden.
A David Cameron le ha pasado como a Tony Blair. Toda la moderación de Blair se fue al garete con la guerra de Irak. Todo el centrismo de Cameron se está yendo también al garete en el último año con sus posturas cada vez más radicales contra Europa, cada vez más xenófobas en inmigración y cada vez más reaccionarias en materia de libertades.
El acoso al diario ha tenido dos caras: primero, con las presiones privadas de las que el diario habla cada vez con más claridad; y luego las crecientes presiones públicas, que parecen consecuencia del escaso éxito de las privadas.
En su comparecencia en la comisión de Interior de los Comunes, Alan Rusbridger ha dado numerosas pistas sobre esas presiones privadas, que aseguró que serían inconcebibles en otros países. Y detalló el tipo de presiones recibidas: “Incluyen censura previa, incluyen un alto funcionario de Whitehall que vino a verme para decirme: ‘Ya ha habido bastante debate hasta ahora’. Incluyen peticiones para la destrucción de nuestros discos. Incluyen diputados llamando a la policía para que procese al director. Cosas que serían inconcebibles en Estados Unidos”. “Tengo la sensación de que todas esas actividades tenían como propósito intimidar al Guardian”. Y dejó muy claro que “el diario no se va a dejar intimidar, pero tampoco va a actuar de forma negligente”.
Las acusaciones de negligencia planearon a menudo durante el interrogatorio de los diputados, que pusieron especial énfasis en el hecho de que el diario envió parte de los documentos al New York Times. Primero, el diputado más agresivo de todos, el conservador Michael Ellis, sostuvo que al admitir que se habían enviado a Estados Unidos documentos con los nombres de agentes secretos británicos había violado la legislación antiterrorista.
Ellis llegó a extremos inverosímiles en sus ataques a Rusbridger, como cuando le acusó de haber desvelado que hay un grupo gay en el cuartel general de escuchas británico GCHQ. “Ahora sí que me ha desbordado por completo, señor Ellis. ¿Es una sorpresa que hay gais entre los miembros del GCHQ?”, le respondió Rusbridger. O cuando le echó en cara que publicara que empleados del GCHQ fueron a Disneylandia con sus familias. O cuando preguntó: “¿Si hubiera usted conocido el código enigma se lo habría enviado usted a los nazis?”, una seria acusación de traición en la que el diputado comete además el error de pensar que el código era británico cuando en realidad lo que hicieron los británicos fue descifrarlo: los nazis ya lo tenían porque lo inventaron ellos.
El también conservador Mark Reckless, con menos pasión, le acusó también de haber violado la ley porque el envío de ciertos documentos de Snowden al New York Times se hizo a través de un servicio de mensajería, FedEx. “Era una cantidad pequeña de material relativo a una historia en concreto, estaban cifrados con un código de graduación militar, fue enviado de manera segura, llegó de manera segura y no hubo ningún tipo de pérdida de control”, respondió el director, con menos convicción que en otros momentos.
Más convincente fue al explicar que el diario ha puesto tal cuidado al elaborar las informaciones que ha consultado más de 100 veces a funcionarios del Gobierno y las agencias de inteligencia de Reino Unido y de Estados Unidos para asegurar la pertinencia de lo publicado.
La comparecencia ante la comisión de Interior de los Comunes ha sido la culminación de una campaña pública de intimidación que empezó con la detención durante nueve horas en agosto en Heathrow, donde hacía escala entre Berlín y Río de Janeiro, de David Miranda, compañero sentimental de Glenn Greenwald, el abogado, bloguero y periodista elegido por Edward Snowden como intermediario para hacer llegar sus documentos al Guardian.
Pero eso fue solo un aviso. El verdadero pistoletazo de salida a las presiones al diario lo lanzó el 8 de octubre el jefe de la agencia de seguridad y contrainteligencia británica (el famoso MI5), Andrew Parker, que declaró en una conferencia que las revelaciones del diario londinense habían sido “un regalo a los terroristas” y habían hecho “un daño enorme a la nación”. Algunos diarios dieron a esas declaraciones más cobertura de la que habían dado a las revelaciones en si mismas. Y el primer ministro Cameron pareció dar su aprobación personal al inicio de la caza de brujas al declarar primero que el de Parker había sido “un discurso excelente” y dos días después, por si no había quedado claro, advirtió que el Guardian “debería pensar acerca de sus responsabilidades y si están ayudando a que este país sea seguro”.
Rusbridger respondió entonces con el anuncio de nuevas revelaciones. En su comparecencia en los Comunes explicó que hasta ahora solo han publicado “en torno a un 1%” de los 58.000 documentos que han recibido de Edward Snowden, pero vino a dar prácticamente por cerrada la serie.
Este macartismo de nuevo cuño no busca comunistas que amenazan la seguridad de Estados Unidos, sino que intenta evitar que haya un debate sobre los límites y la dimensión que deben tener los servicios secretos en las democracias occidentales en un momento en que el terrorismo y la revolución de las comunicaciones han dejado obsoletos los modelos del pasado. Los enemigos de ese debate están haciendo lo de siempre: intentan matar al mensajero. No es nada nuevo. Londres ya intentó en los años 80 impedir la publicación de Spycatcher (Cazador de espías), la autobiografía de Peter Wright, un antiguo agente del MI5. El libro se publicó en Australia. Alan Rusbridger entró con él bajo el brazo cuando el martes se presentó ante los inquisidores de la Cámara de los Comunes.