¡Despierta Schumi!
Cada una de sus rutinarias victorias era emocionante en un deporte sin aventura ni romanticismo desde la muerte de Senna
Ramon Besa, El País
Hay una multitud pendiente del sueño de Schumacher, la misma que más o menos ha saltado con Jordán, herederas ambas de la que descubrió América con los puños de Muhammad Ali. Cassius Clay volaba como una mariposa y picaba como una abeja hasta en Kinsasa. La única camiseta que se ha sostenido en el aire ha sido la número 23 de los Bulls de Chicago. Y seguramente no ha habido un mayor depredador en un circuito que el Kaiser o también Barón Rojo.
La fórmula 1, el boxeo y la NBA no se han universalizado por sus reglas, sino por su historia y sobre todo por el carisma de sus figuras, únicas como iconos mundiales, capaces de rivalizar con los deportes que se venden solos desde siempre como el fútbol, igual que si fueran millonarias estrellas del rock. El mayor mérito de Schumi fue convertir en emocionante cada una de sus rutinarias victorias en un deporte considerado aburrido y que había perdido sentido de la aventura y romanticismo desde la muerte de Robin Hood Senna.
Había que ver cada domingo a Schumacher por la misma regla de tres que era pecado perderse un partido de Jordan o un combate de Muhammad Ali. El interés no estaba en el resultado sino en un espectáculo que comenzaba con la lucha por la pole y acababa con la carrera después de marcar la vuelta rápida. Aunque finalmente fue el más fiable, el riesgo ha ido asociado a un piloto nada fácil, a veces conflictivo, que cuidaba por igual del coche que del equipo.
La mayoría de tifosi, esclavos sentimentales de figuras como Gilles Villeneuve, tardaron tanto tiempo en asumir que Schumi era uno de los suyos como Schumacher en poner a sus pies una escudería como Ferrari. Ambos casaron cinco temporadas después en Maranello: la cabeza alemana con el corazón italiano, el piloto y el bólido, una suerte para il cavallino rampante, que había estado 21 años sin ganar el título. La fusión reconcilió a los militantes ferraristas de toda la vida con los seguidores de Schumi, irreductibles también cuando se citaban en Jordan, Benetton y Mercedes.
Hay una legión de aficionados unidos a Schumacher, competidor con o sin coche, como se vio con las motos y en la nieve, familiarizado con la velocidad y el vértigo. Nunca causó indiferencia y su categoría ha trascendido al deporte, de manera que sus pasos se siguen igualmente después de su retirada hace poco de la competición.
Todo ha sido tan reciente y sorprendente que cuesta hacerse a la idea de que el piloto que salió ileso de 307 carreras, ganó siete campeonatos y tiene el récord de victorias (91), podios (155), poles (68) y vueltas rápidas (77), ha sido víctima de un accidente de esquí. Ya se sabe que incluso los fuera de serie son vulnerables y no escapan al destino. Ocurre que Schumi es especial, único, como Jordan o Alí, y su vida siempre fue un desafío por su naturaleza inconformista. Así que sus fieles no se cansan de gritar: “¡Despierta Schumi!”
Ramon Besa, El País
Hay una multitud pendiente del sueño de Schumacher, la misma que más o menos ha saltado con Jordán, herederas ambas de la que descubrió América con los puños de Muhammad Ali. Cassius Clay volaba como una mariposa y picaba como una abeja hasta en Kinsasa. La única camiseta que se ha sostenido en el aire ha sido la número 23 de los Bulls de Chicago. Y seguramente no ha habido un mayor depredador en un circuito que el Kaiser o también Barón Rojo.
La fórmula 1, el boxeo y la NBA no se han universalizado por sus reglas, sino por su historia y sobre todo por el carisma de sus figuras, únicas como iconos mundiales, capaces de rivalizar con los deportes que se venden solos desde siempre como el fútbol, igual que si fueran millonarias estrellas del rock. El mayor mérito de Schumi fue convertir en emocionante cada una de sus rutinarias victorias en un deporte considerado aburrido y que había perdido sentido de la aventura y romanticismo desde la muerte de Robin Hood Senna.
Había que ver cada domingo a Schumacher por la misma regla de tres que era pecado perderse un partido de Jordan o un combate de Muhammad Ali. El interés no estaba en el resultado sino en un espectáculo que comenzaba con la lucha por la pole y acababa con la carrera después de marcar la vuelta rápida. Aunque finalmente fue el más fiable, el riesgo ha ido asociado a un piloto nada fácil, a veces conflictivo, que cuidaba por igual del coche que del equipo.
La mayoría de tifosi, esclavos sentimentales de figuras como Gilles Villeneuve, tardaron tanto tiempo en asumir que Schumi era uno de los suyos como Schumacher en poner a sus pies una escudería como Ferrari. Ambos casaron cinco temporadas después en Maranello: la cabeza alemana con el corazón italiano, el piloto y el bólido, una suerte para il cavallino rampante, que había estado 21 años sin ganar el título. La fusión reconcilió a los militantes ferraristas de toda la vida con los seguidores de Schumi, irreductibles también cuando se citaban en Jordan, Benetton y Mercedes.
Hay una legión de aficionados unidos a Schumacher, competidor con o sin coche, como se vio con las motos y en la nieve, familiarizado con la velocidad y el vértigo. Nunca causó indiferencia y su categoría ha trascendido al deporte, de manera que sus pasos se siguen igualmente después de su retirada hace poco de la competición.
Todo ha sido tan reciente y sorprendente que cuesta hacerse a la idea de que el piloto que salió ileso de 307 carreras, ganó siete campeonatos y tiene el récord de victorias (91), podios (155), poles (68) y vueltas rápidas (77), ha sido víctima de un accidente de esquí. Ya se sabe que incluso los fuera de serie son vulnerables y no escapan al destino. Ocurre que Schumi es especial, único, como Jordan o Alí, y su vida siempre fue un desafío por su naturaleza inconformista. Así que sus fieles no se cansan de gritar: “¡Despierta Schumi!”