La trampa monetaria
Tras la bajada de tipos del BCE, el reto ahora es si Alemania está preparada para aceptar las nuevas reglas decididas por Draghi
Paul Krugman, El País
Cuando Grecia empezó a ir cuesta abajo hace casi cuatro años, algunos analistas (incluido yo mismo) pensamos que podríamos estar siendo testigos del principio del fin del euro, la moneda común europea. Otros eran más optimistas y opinaban que la disciplina y el cariño — ayudas temporales vinculadas a reformas— no tardarían en propiciar una recuperación. Ambos bandos se equivocaban. Lo que hemos visto en realidad es una crisis prolongada que no parece llegar nunca a ninguna clase de resolución. Cada vez que Europa parece estar a punto de caer al abismo, sus responsables políticos encuentran el modo de evitar el desastre total. Pero cada vez que hay indicios de una verdadera recuperación, algo sale mal.
Y aquí estamos otra vez. No hace mucho, los funcionarios europeos declaraban que el continente había doblado la esquina, que la confianza de los mercados se recuperaba y que volvía a haber crecimiento. Pero ahora hay una nueva fuente de preocupación, ya que el fantasma de la deflación se cierne sobre gran parte de Europa. Y el debate sobre cómo responder se está poniendo francamente feo.
Una pequeña introducción: se supone que el Banco Central Europeo o BCE, el equivalente europeo a la Reserva Federal, debe mantener la inflación cerca del 2%. ¿Por qué no cero? Por varios motivos, pero la razón más importante ahora mismo es que una tasa de inflación europea generalizada demasiado cercana a cero se traduciría de hecho en deflación en las economías con problemas del sur de Europa. Y la deflación tiene unos efectos colaterales económicos muy desagradables, especialmente en aquellos países que ya soportan la carga de una deuda elevada.
De modo que el hecho de que la inflación europea haya empezado a estar muy por debajo del objetivo es motivo de gran preocupación; a lo largo del año pasado, los precios al consumo solo subieron un 0,7%, mientras que los precios “básicos”, de los que están excluidos los inestables precios de los alimentos y la energía, solo subieron un 0,8%.
Había que hacer algo, y la semana pasada, el BCE rebajó los tipos de interés. Para lo que suelen ser las decisiones políticas, esta se ha distinguido por ser evidentemente apropiada y obviamente insuficiente: la economía de Europa necesita claramente un empujón, pero la medida del BCE supondrá una diferencia mínima, en el mejor de los casos. Aun así, ha sido un paso en la dirección correcta.
Pero la medida ha sido tremendamente controvertida, tanto dentro como fuera del BCE. Y la controversia ha tomado un cariz que no augura nada bueno, al menos para cualquiera que recuerde la terrible historia de Europa. Porque las discusiones sobre la política monetaria europea no son solo batallas de ideas; también se parecen cada vez más a batallas de naciones.
Por ejemplo, ¿quién votó en contra de la rebaja de los tipos? Los dos miembros alemanes de la directiva del BCE, respaldados por los dirigentes de los bancos centrales holandés y austriaco. ¿Quién, fuera del BCE, fue más crítico con la medida? Los economistas alemanes, que defendieron sus argumentos no solo atacando el contenido de la decisión, sino también poniendo de relieve la nacionalidad de Mario Draghi, el presidente del banco, que es italiano. El influyente economista alemán Hans-Werner Sinn dijo que lo único que quería Draghi era que Italia pudiese acceder a préstamos con intereses bajos. El jefe de economía del semanario WirtschaftsWoche tachó la rebaja de los tipos de “decreto de un nuevo Banco de Italia con sede en Frankfurt”.
Estas insinuaciones son terriblemente injustas con Draghi, cuyos intentos de frenar la crisis del euro han sido poco menos que heroicos. A estas alturas, me atrevería a decir que, sin su liderazgo, el euro probablemente habría fracasado en 2011 o 2012. Pero las personalidades son lo de menos. Lo que da miedo en este asunto es el modo en que se está convirtiendo en una pugna entre teutones y latinos, con el euro, que debía servir para unificar Europa, dividiéndola en vez de unirla.
¿Qué está pasando? En parte, tiene que ver con los estereotipos nacionales: la ciudadanía alemana está permanentemente en guardia ante la posibilidad de que esos perezosos europeos del sur vayan a largarse con el dinero que a ellos tanto les ha costado ganar. Pero también hay un verdadero problema. Los alemanes sencillamente odian la inflación, pero si el BCE tiene éxito en su intento de lograr que la inflación media europea vuelva a situarse alrededor del 2%, hará que la inflación alemana —que está aumentando aun cuando otros países europeos sufren unas tasas de paro similares a las de una depresión— suba hasta un nivel considerablemente superior, quizás hasta el 3% o más.
Puede que esto parezca malo, pero así es como se supone que debe funcionar el euro. De hecho, es el modo en que tiene que funcionar. Si uno va a compartir moneda con otros países, a veces tendrá una inflación que estará por encima de la media. En los años anteriores a la crisis financiera mundial, Alemania tenía una inflación baja mientras que países como España tenían una inflación relativamente alta. Ahora, las reglas del juego exigen que se intercambien los papeles, y la pregunta es si Alemania está preparada para aceptar esas reglas.
Lo verdaderamente triste es que, como he dicho, se suponía que el euro debía unir a Europa, de un modo tanto fundamental como simbólico. Debía reforzar los vínculos económicos y, al mismo tiempo, alimentar un sentimiento de identidad común. Lo que está generando, sin embargo, es un ambiente de enfado y desdén por parte de acreedores y deudores. Y sigue sin vislumbrarse el fin.
Traducción de News Clips.
Paul Krugman, El País
Cuando Grecia empezó a ir cuesta abajo hace casi cuatro años, algunos analistas (incluido yo mismo) pensamos que podríamos estar siendo testigos del principio del fin del euro, la moneda común europea. Otros eran más optimistas y opinaban que la disciplina y el cariño — ayudas temporales vinculadas a reformas— no tardarían en propiciar una recuperación. Ambos bandos se equivocaban. Lo que hemos visto en realidad es una crisis prolongada que no parece llegar nunca a ninguna clase de resolución. Cada vez que Europa parece estar a punto de caer al abismo, sus responsables políticos encuentran el modo de evitar el desastre total. Pero cada vez que hay indicios de una verdadera recuperación, algo sale mal.
Y aquí estamos otra vez. No hace mucho, los funcionarios europeos declaraban que el continente había doblado la esquina, que la confianza de los mercados se recuperaba y que volvía a haber crecimiento. Pero ahora hay una nueva fuente de preocupación, ya que el fantasma de la deflación se cierne sobre gran parte de Europa. Y el debate sobre cómo responder se está poniendo francamente feo.
Una pequeña introducción: se supone que el Banco Central Europeo o BCE, el equivalente europeo a la Reserva Federal, debe mantener la inflación cerca del 2%. ¿Por qué no cero? Por varios motivos, pero la razón más importante ahora mismo es que una tasa de inflación europea generalizada demasiado cercana a cero se traduciría de hecho en deflación en las economías con problemas del sur de Europa. Y la deflación tiene unos efectos colaterales económicos muy desagradables, especialmente en aquellos países que ya soportan la carga de una deuda elevada.
De modo que el hecho de que la inflación europea haya empezado a estar muy por debajo del objetivo es motivo de gran preocupación; a lo largo del año pasado, los precios al consumo solo subieron un 0,7%, mientras que los precios “básicos”, de los que están excluidos los inestables precios de los alimentos y la energía, solo subieron un 0,8%.
Había que hacer algo, y la semana pasada, el BCE rebajó los tipos de interés. Para lo que suelen ser las decisiones políticas, esta se ha distinguido por ser evidentemente apropiada y obviamente insuficiente: la economía de Europa necesita claramente un empujón, pero la medida del BCE supondrá una diferencia mínima, en el mejor de los casos. Aun así, ha sido un paso en la dirección correcta.
Pero la medida ha sido tremendamente controvertida, tanto dentro como fuera del BCE. Y la controversia ha tomado un cariz que no augura nada bueno, al menos para cualquiera que recuerde la terrible historia de Europa. Porque las discusiones sobre la política monetaria europea no son solo batallas de ideas; también se parecen cada vez más a batallas de naciones.
Por ejemplo, ¿quién votó en contra de la rebaja de los tipos? Los dos miembros alemanes de la directiva del BCE, respaldados por los dirigentes de los bancos centrales holandés y austriaco. ¿Quién, fuera del BCE, fue más crítico con la medida? Los economistas alemanes, que defendieron sus argumentos no solo atacando el contenido de la decisión, sino también poniendo de relieve la nacionalidad de Mario Draghi, el presidente del banco, que es italiano. El influyente economista alemán Hans-Werner Sinn dijo que lo único que quería Draghi era que Italia pudiese acceder a préstamos con intereses bajos. El jefe de economía del semanario WirtschaftsWoche tachó la rebaja de los tipos de “decreto de un nuevo Banco de Italia con sede en Frankfurt”.
¿Qué está pasando? En parte, tiene que ver con los estereotipos nacionales: la ciudadanía alemana está permanentemente en guardia ante la posibilidad de que esos perezosos europeos del sur vayan a largarse con el dinero que a ellos tanto les ha costado ganar. Pero también hay un verdadero problema. Los alemanes sencillamente odian la inflación, pero si el BCE tiene éxito en su intento de lograr que la inflación media europea vuelva a situarse alrededor del 2%, hará que la inflación alemana —que está aumentando aun cuando otros países europeos sufren unas tasas de paro similares a las de una depresión— suba hasta un nivel considerablemente superior, quizás hasta el 3% o más.
Puede que esto parezca malo, pero así es como se supone que debe funcionar el euro. De hecho, es el modo en que tiene que funcionar. Si uno va a compartir moneda con otros países, a veces tendrá una inflación que estará por encima de la media. En los años anteriores a la crisis financiera mundial, Alemania tenía una inflación baja mientras que países como España tenían una inflación relativamente alta. Ahora, las reglas del juego exigen que se intercambien los papeles, y la pregunta es si Alemania está preparada para aceptar esas reglas.
Lo verdaderamente triste es que, como he dicho, se suponía que el euro debía unir a Europa, de un modo tanto fundamental como simbólico. Debía reforzar los vínculos económicos y, al mismo tiempo, alimentar un sentimiento de identidad común. Lo que está generando, sin embargo, es un ambiente de enfado y desdén por parte de acreedores y deudores. Y sigue sin vislumbrarse el fin.
Traducción de News Clips.