EE UU da por cerrada la crisis del espionaje
La reputación de Obama puede haber quedado dañada en Europa pero no en su país donde preocupa más la seguridad
Antonio Caño
Washington, El País
Con la comparecencia ante el Congreso de los responsables del espionaje y las explicaciones ofrecidas en Europa por el secretario de Estado, John Kerry, Estados Unidos da por terminada la crisis desatada por las revelaciones de Edward Snowden. Quizá eso no sea suficiente por ahora para calmar la furia entre los europeos ni las sospechas entre algunos norteamericanos, pero es todo lo que cabe esperarse de un asunto en el que las opciones de Barack Obama son muy pocas y el daño a su presidencia, más bien escaso.
La reputación de Obama puede haber quedado arruinada para siempre entre la opinión pública europea. Pero no ha sido así en EE UU, donde las quejas por los ataques a la privacidad, apreciables sobre todo en los dos extremos ideológicos, se ven compensadas ampliamente por la preocupación de la mayoría por su seguridad. Obama se juega su presidencia en la marcha de la reforma sanitaria y en la consecución de un acuerdo presupuestario, no en el escándalo del espionaje.
Por tanto, la Casa Blanca no encuentra incentivo suficiente como para afrontar la tarea gigantesca y peligrosa que significa reformar los sistemas de inteligencia. Tampoco tiene una excesiva presión por parte del Congreso. Existe preocupación por el enorme poder alcanzado por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), descrito hoy en un reportaje de The New York Times en el que se aprecian que sus tentáculos alcanzan las actividades de prácticamente todos los líderes mundiales. Pero lo cierto es que el grueso de senadores y representantes comparte esencialmente el trabajo de esa agencia, como se demostró el jueves con la extensión del programa de datos telefónicos (FISA) por el comité de Inteligencia en el Senado.
Hay una comisión en marcha que investiga las denuncias presentadas contra la NSA y que propondrá a finales de año algunas sugerencias sobre qué reformas se pueden aplicar. Pero, cualesquiera que sean las conclusiones, no es muy probable que, al margen de algunas concesiones retóricas, se traduzcan en un cambio significativo de las actualidades prioridades de espionaje, incluido a los países amigos y aliados.
Los límites al espionaje, para ser convincentes, se imponen de forma bilateral y discreta, como hicieron EE UU, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda después de la Segunda Guerra Mundial, y como está tratando de hacer ahora Alemania con EE UU. Cualquier otra forma es poco viable.
Obama podría proponer una ley o impartir una orden que prohibiera el espionaje a los aliados. Pero, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Existe alguna orden en los países europeos que les prohíbe espiar a EE UU o espiarse entre sí? Además, cualquier iniciativa de cierta audacia por parte de la Casa Blanca enfrentaría al presidente con sus servicios secretos, cuyos jefes ya han advertido que una reducción de las capacidades de espionaje representaría un peligro para la seguridad nacional.
Probablemente eso es una exageración. Es poca la información relevante para la seguridad que puede obtenerse de la escucha secreta a un líder aliado, con quien se comparte abiertamente los datos fundamentales. De hecho, si es verosímil que Obama no conociese el seguimiento que se hacía del móvil de Angela Merkel es porque, seguramente, nunca surgió de esas escuchas una información que mereciera ser mencionada en el resumen diario de inteligencia que se le presenta cada mañana al presidente después del desayuno.
El espionaje a los aliados tiene más que ver con lucha por la supremacía económica y tecnológica en un mundo que se hace cada día más competitivo. Renunciar a ese instrumento sin plenas garantías de que todos los demás países lo hacen también, parece inconcebible. No está, desde luego, en los planes de los actuales responsables de los servicios secretos norteamericanos.
Como dijo esta semana en su testimonio ante la Cámara de Representantes, el director de la Inteligencia Nacional, James Clapper, “durante los 50 años que llevo en el negocio de la inteligencia, siempre ha sido un principio básico la recolección y análisis de las intenciones de los líderes (de otras naciones), en cualquier forma en que se expresen”.
Esa realidad choca, sin duda, con el sueño de una sociedad abierta y colaboradora. Una de las grandes frustraciones de esta crisis ha sido la de comprobar que el gran progreso de Internet, que tan útil ha resultado para comunicar a pueblos y personas distantes, ha sido al mismo tiempo un arma para incrementar la vigilancia. Pero no es fácil disfrutar de un avance tecnológico, cualquiera que sea, sin asumir los riesgos que comporta.
Aparecerán, quizá, más papeles de Snowden, y los embajadores norteamericanos de medio mundo seguirán desfilando por las respectivas cancillerías para dar explicaciones. Pero éstas no variarán mucho de las ofrecidas hasta ahora: necesitamos hacerlo y ustedes también lo hace.
Antonio Caño
Washington, El País
Con la comparecencia ante el Congreso de los responsables del espionaje y las explicaciones ofrecidas en Europa por el secretario de Estado, John Kerry, Estados Unidos da por terminada la crisis desatada por las revelaciones de Edward Snowden. Quizá eso no sea suficiente por ahora para calmar la furia entre los europeos ni las sospechas entre algunos norteamericanos, pero es todo lo que cabe esperarse de un asunto en el que las opciones de Barack Obama son muy pocas y el daño a su presidencia, más bien escaso.
La reputación de Obama puede haber quedado arruinada para siempre entre la opinión pública europea. Pero no ha sido así en EE UU, donde las quejas por los ataques a la privacidad, apreciables sobre todo en los dos extremos ideológicos, se ven compensadas ampliamente por la preocupación de la mayoría por su seguridad. Obama se juega su presidencia en la marcha de la reforma sanitaria y en la consecución de un acuerdo presupuestario, no en el escándalo del espionaje.
Por tanto, la Casa Blanca no encuentra incentivo suficiente como para afrontar la tarea gigantesca y peligrosa que significa reformar los sistemas de inteligencia. Tampoco tiene una excesiva presión por parte del Congreso. Existe preocupación por el enorme poder alcanzado por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), descrito hoy en un reportaje de The New York Times en el que se aprecian que sus tentáculos alcanzan las actividades de prácticamente todos los líderes mundiales. Pero lo cierto es que el grueso de senadores y representantes comparte esencialmente el trabajo de esa agencia, como se demostró el jueves con la extensión del programa de datos telefónicos (FISA) por el comité de Inteligencia en el Senado.
Hay una comisión en marcha que investiga las denuncias presentadas contra la NSA y que propondrá a finales de año algunas sugerencias sobre qué reformas se pueden aplicar. Pero, cualesquiera que sean las conclusiones, no es muy probable que, al margen de algunas concesiones retóricas, se traduzcan en un cambio significativo de las actualidades prioridades de espionaje, incluido a los países amigos y aliados.
Los límites al espionaje, para ser convincentes, se imponen de forma bilateral y discreta, como hicieron EE UU, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda después de la Segunda Guerra Mundial, y como está tratando de hacer ahora Alemania con EE UU. Cualquier otra forma es poco viable.
Obama podría proponer una ley o impartir una orden que prohibiera el espionaje a los aliados. Pero, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Existe alguna orden en los países europeos que les prohíbe espiar a EE UU o espiarse entre sí? Además, cualquier iniciativa de cierta audacia por parte de la Casa Blanca enfrentaría al presidente con sus servicios secretos, cuyos jefes ya han advertido que una reducción de las capacidades de espionaje representaría un peligro para la seguridad nacional.
Probablemente eso es una exageración. Es poca la información relevante para la seguridad que puede obtenerse de la escucha secreta a un líder aliado, con quien se comparte abiertamente los datos fundamentales. De hecho, si es verosímil que Obama no conociese el seguimiento que se hacía del móvil de Angela Merkel es porque, seguramente, nunca surgió de esas escuchas una información que mereciera ser mencionada en el resumen diario de inteligencia que se le presenta cada mañana al presidente después del desayuno.
El espionaje a los aliados tiene más que ver con lucha por la supremacía económica y tecnológica en un mundo que se hace cada día más competitivo. Renunciar a ese instrumento sin plenas garantías de que todos los demás países lo hacen también, parece inconcebible. No está, desde luego, en los planes de los actuales responsables de los servicios secretos norteamericanos.
Como dijo esta semana en su testimonio ante la Cámara de Representantes, el director de la Inteligencia Nacional, James Clapper, “durante los 50 años que llevo en el negocio de la inteligencia, siempre ha sido un principio básico la recolección y análisis de las intenciones de los líderes (de otras naciones), en cualquier forma en que se expresen”.
Esa realidad choca, sin duda, con el sueño de una sociedad abierta y colaboradora. Una de las grandes frustraciones de esta crisis ha sido la de comprobar que el gran progreso de Internet, que tan útil ha resultado para comunicar a pueblos y personas distantes, ha sido al mismo tiempo un arma para incrementar la vigilancia. Pero no es fácil disfrutar de un avance tecnológico, cualquiera que sea, sin asumir los riesgos que comporta.
Aparecerán, quizá, más papeles de Snowden, y los embajadores norteamericanos de medio mundo seguirán desfilando por las respectivas cancillerías para dar explicaciones. Pero éstas no variarán mucho de las ofrecidas hasta ahora: necesitamos hacerlo y ustedes también lo hace.