Cientos de niños viven a espaldas de una estación de tren en India
Varansi, EP
Cientos de niños vagan a diario junto a la estación de tren de Varanasi, en el estado de Uttar-Pradesh, centro neurálgico de las comunicaciones en el norte de India --más de 300.000 pasajeros la cruzan a diario-- a cuyas espaldas se extiende Charbhuja Shahid, un monstruoso lodazal poblado de casuchas levantadas con basura sobre la basura donde el abuso, el maltrato y la explotación son orden del día en la miseria.
Lo explica la hermana Manju, religiosa del Servicio Indio de Misiones y cofundadora, junto al padre Abhishiktanand, de DARE, la primera y única ONG que ha entrado en este 'slum' urbano en el que las chabolas conviven con con un parque inmóvil de vehículos robados y semi desguazados donde se refugian estos niños perdidos y no reclamados, abandonados, huídos, repudiados por su discapacidad fisica o por la incapacitación que para muchos aún en India supone haber nacido mujer.
Son los niños de las vías, los niños del tren; se ganan la vida recogiendo desperdicios y escombros, haciendo de rateros, de mendigos, de conejillos de indias, ganándose 20 rupias como víctimas de turistas nacionales y visitantes ocasionales en los baños del intercambiador. Algunos lo hacen directamente para sus padres, --Dare estima que 200 familias viven en Charbhuja Shahid--, otros, por orden de los adultos en cuyas manos acabaron cayendo de un modo u otro.
Se les exige volver a 'casa' con una cantidad de dinero al día sin importar lo que tengan que hacer para conseguirla. En Charbhuja Shahid las manos vacías sirven para apagar cigarrillos y por eso, estos niños se las juegan colgándose de los trenes aún en marcha para alcanzar cualquier cosa revendible en el despiste de un viajero. También los hay que recogen basura, --45 rupias por cada kilo de plástico--, o rellenan y venden botellas de agua en los vagones. "A veces no es suficiente y acaban en los baños", lamenta la religiosa.
Manju se abre paso con una sonrisa, es "la llave" del campamento. Esa, y la confianza que confiere en la gente su labor rescatando a cuantos puede y atendiendo a cuantos se dejan. Los primeros, de momento sólo chicas, son los que acoge el centro de Dare desde que abriera sus puertas en 2010 a ocho kilómetros de allí, en la ciudad de Varanasi. Actualmente es el hogar de una treintena de niñas, aunque como le gusta repetir al padre Abhishiktanand (a quien todos llaman Abhi), no se cierra la puerta a nadie "en verdadero peligro".
Los segundos, los que cada semana visitan las instalaciones y pasan unas horas jugando, aprendiendo, aseándose... "Haciendo cosas de niños", dice la religiosa. Tiene aliados en el camino, como Raju, que a sus 15 años ejerce de líder de un grupo de unos veinte menores y que empapado en sudor y con las pupilas dilatadas escucha cabizbajo como Manju ensalza a viva voz su compromiso ante el grupo de periodistas occidentales que la ONG Manos Unidas ha trasladado a la región para enseñar de primera mano la miseria que combaten en Uttar Pradesh los misioneros con los que colabora.
PEGADOS A UN TRAPO
"Trae a los chicos todas las semanas al centro, me ayuda mucho". Alguien pregunta por qué. "Se merecen una vida mejor", contesta sin levantar la vista del suelo. Lleva un trapo en el bolsillo, igual que la decena de chavales que se apilan junto a él y con los que vive en lo que debió ser un monovolumen. El olor al disolvente químico con el que empapan los retales lo inunda todo y a ratos cubre el hedor de las heces y las montañas de desperdicios que se acumulan por todas partes. Manju tira de regañina, consciente de que cuando la salida de la realidad tiene un precio de diez rupias, es difícil evitar que los niños la busquen.
Se pone de nuevo la sonrisa y sigue camino, intentando que el lodo negro no devore sus energías. Subida en las esclavas, pasea con el pantalón del 'punjabi' inmaculado sorteando los charcos de orina animal, las miradas perdidas en las cunetas y los cerros de botellas de plástico. En Charbhuja Shahid, no hay cristales. Se ajusta las gafas para mostrar este hoyo en el mundo del que nadie más quiere saber, y saluda a cada paso a sus 'vecinos'.
Una mujer la detiene y le pide que se lleve a uno de sus hijos. La religiosa, que ya tiene acogida a su hija mayor, le recuerda que aún no dispone de sitio para los varones, aunque ambas saben que se hace alguna excepción. Hace poco más de un año tres hermanos, entre ellos una bebé de pocos meses, fueron rescatados del andén donde estaban sentados junto a su madre, que yacía muerta. La niña sigue con Dare. Ellos, al cabo de un tiempo, fueron derivados a otra entidad especializada. Los centros de menores del Estado, que los hay, "no son una opción": los niños sufren malos tratos y abusos bajo techo del Gobierno. "Para eso, es mejor que estén en la estación de tren", dice el padre Abhi.
UN LUGAR SIN ESPERANZA
La hermana Manju también tiene 'enemigos' en el poblado. Baja la voz cuando explica que Charbhuja Shahid la miseria es tal que ni siquiera hay redes de tráfico de armas o de drogas, como en las favelas de Brasil. Quienes miran con malos ojos su labor viven allí, en la misma miseria, son los hombres y mujeres que se ganan la vida explotando a los niños que esta religiosa pretende salvar, generalmente, para garantizarse el suministro de alcohol. "Ni siquiera lo hacen para enriquecerse", explica. En este pantanal, ni "los malos" tienen aspiraciones.
A Manju le da la risa cuando se le pregunta por el papel que juegan las autoridades en toda esta historia, especialmente si se trata de hablar de la policía. Por un lado, destaca que son de ayuda cuando se trata de documentar legalmente que un menor está solo en la calle y pasa a estar bajo tutela de la ONG. Por otro, recuerda que son quienes hacen la vista gorda ante la explotación infantil por un puñado de rupias que les entregan los propios niños. Los uniformes raídos delatan que el intercambio no da para hacerse rico. Tampoco los corruptos tienen expectativas en Charbhuja Shahid.
En Dare, sin embargo, hay ambición de sobra: construir un nuevo centro que les permita "rescatar" también varones y ampliar la capacidad de acogida del que ya tienen, donde se cruzan las historias de niñas como Preetti, de apenas año y medio, entregada a Manju por su propia madre frente a la estación y que llora desconcertada mirando alrededor. Nisha, de 12 años, la sostiene en brazos. Ella, víctima de las peores formas de abuso, recuerda cómo al principio echaba de menos las vías del tren, donde encontraba cuanto conocía. El sacerdote y la religiosa se pisan al hablar cuando presumen de las buenas notas que sacan 'sus' niñas en la escuela. Confían en que el día de mañana volverán a Charbujha Shahid como ejemplo para otras a quien poder sacar del pantanal, convirtiéndose en inspiración de quienes hoy ni siquiera conocen la esperanza.
Cientos de niños vagan a diario junto a la estación de tren de Varanasi, en el estado de Uttar-Pradesh, centro neurálgico de las comunicaciones en el norte de India --más de 300.000 pasajeros la cruzan a diario-- a cuyas espaldas se extiende Charbhuja Shahid, un monstruoso lodazal poblado de casuchas levantadas con basura sobre la basura donde el abuso, el maltrato y la explotación son orden del día en la miseria.
Lo explica la hermana Manju, religiosa del Servicio Indio de Misiones y cofundadora, junto al padre Abhishiktanand, de DARE, la primera y única ONG que ha entrado en este 'slum' urbano en el que las chabolas conviven con con un parque inmóvil de vehículos robados y semi desguazados donde se refugian estos niños perdidos y no reclamados, abandonados, huídos, repudiados por su discapacidad fisica o por la incapacitación que para muchos aún en India supone haber nacido mujer.
Son los niños de las vías, los niños del tren; se ganan la vida recogiendo desperdicios y escombros, haciendo de rateros, de mendigos, de conejillos de indias, ganándose 20 rupias como víctimas de turistas nacionales y visitantes ocasionales en los baños del intercambiador. Algunos lo hacen directamente para sus padres, --Dare estima que 200 familias viven en Charbhuja Shahid--, otros, por orden de los adultos en cuyas manos acabaron cayendo de un modo u otro.
Se les exige volver a 'casa' con una cantidad de dinero al día sin importar lo que tengan que hacer para conseguirla. En Charbhuja Shahid las manos vacías sirven para apagar cigarrillos y por eso, estos niños se las juegan colgándose de los trenes aún en marcha para alcanzar cualquier cosa revendible en el despiste de un viajero. También los hay que recogen basura, --45 rupias por cada kilo de plástico--, o rellenan y venden botellas de agua en los vagones. "A veces no es suficiente y acaban en los baños", lamenta la religiosa.
Manju se abre paso con una sonrisa, es "la llave" del campamento. Esa, y la confianza que confiere en la gente su labor rescatando a cuantos puede y atendiendo a cuantos se dejan. Los primeros, de momento sólo chicas, son los que acoge el centro de Dare desde que abriera sus puertas en 2010 a ocho kilómetros de allí, en la ciudad de Varanasi. Actualmente es el hogar de una treintena de niñas, aunque como le gusta repetir al padre Abhishiktanand (a quien todos llaman Abhi), no se cierra la puerta a nadie "en verdadero peligro".
Los segundos, los que cada semana visitan las instalaciones y pasan unas horas jugando, aprendiendo, aseándose... "Haciendo cosas de niños", dice la religiosa. Tiene aliados en el camino, como Raju, que a sus 15 años ejerce de líder de un grupo de unos veinte menores y que empapado en sudor y con las pupilas dilatadas escucha cabizbajo como Manju ensalza a viva voz su compromiso ante el grupo de periodistas occidentales que la ONG Manos Unidas ha trasladado a la región para enseñar de primera mano la miseria que combaten en Uttar Pradesh los misioneros con los que colabora.
PEGADOS A UN TRAPO
"Trae a los chicos todas las semanas al centro, me ayuda mucho". Alguien pregunta por qué. "Se merecen una vida mejor", contesta sin levantar la vista del suelo. Lleva un trapo en el bolsillo, igual que la decena de chavales que se apilan junto a él y con los que vive en lo que debió ser un monovolumen. El olor al disolvente químico con el que empapan los retales lo inunda todo y a ratos cubre el hedor de las heces y las montañas de desperdicios que se acumulan por todas partes. Manju tira de regañina, consciente de que cuando la salida de la realidad tiene un precio de diez rupias, es difícil evitar que los niños la busquen.
Se pone de nuevo la sonrisa y sigue camino, intentando que el lodo negro no devore sus energías. Subida en las esclavas, pasea con el pantalón del 'punjabi' inmaculado sorteando los charcos de orina animal, las miradas perdidas en las cunetas y los cerros de botellas de plástico. En Charbhuja Shahid, no hay cristales. Se ajusta las gafas para mostrar este hoyo en el mundo del que nadie más quiere saber, y saluda a cada paso a sus 'vecinos'.
Una mujer la detiene y le pide que se lleve a uno de sus hijos. La religiosa, que ya tiene acogida a su hija mayor, le recuerda que aún no dispone de sitio para los varones, aunque ambas saben que se hace alguna excepción. Hace poco más de un año tres hermanos, entre ellos una bebé de pocos meses, fueron rescatados del andén donde estaban sentados junto a su madre, que yacía muerta. La niña sigue con Dare. Ellos, al cabo de un tiempo, fueron derivados a otra entidad especializada. Los centros de menores del Estado, que los hay, "no son una opción": los niños sufren malos tratos y abusos bajo techo del Gobierno. "Para eso, es mejor que estén en la estación de tren", dice el padre Abhi.
UN LUGAR SIN ESPERANZA
La hermana Manju también tiene 'enemigos' en el poblado. Baja la voz cuando explica que Charbhuja Shahid la miseria es tal que ni siquiera hay redes de tráfico de armas o de drogas, como en las favelas de Brasil. Quienes miran con malos ojos su labor viven allí, en la misma miseria, son los hombres y mujeres que se ganan la vida explotando a los niños que esta religiosa pretende salvar, generalmente, para garantizarse el suministro de alcohol. "Ni siquiera lo hacen para enriquecerse", explica. En este pantanal, ni "los malos" tienen aspiraciones.
A Manju le da la risa cuando se le pregunta por el papel que juegan las autoridades en toda esta historia, especialmente si se trata de hablar de la policía. Por un lado, destaca que son de ayuda cuando se trata de documentar legalmente que un menor está solo en la calle y pasa a estar bajo tutela de la ONG. Por otro, recuerda que son quienes hacen la vista gorda ante la explotación infantil por un puñado de rupias que les entregan los propios niños. Los uniformes raídos delatan que el intercambio no da para hacerse rico. Tampoco los corruptos tienen expectativas en Charbhuja Shahid.
En Dare, sin embargo, hay ambición de sobra: construir un nuevo centro que les permita "rescatar" también varones y ampliar la capacidad de acogida del que ya tienen, donde se cruzan las historias de niñas como Preetti, de apenas año y medio, entregada a Manju por su propia madre frente a la estación y que llora desconcertada mirando alrededor. Nisha, de 12 años, la sostiene en brazos. Ella, víctima de las peores formas de abuso, recuerda cómo al principio echaba de menos las vías del tren, donde encontraba cuanto conocía. El sacerdote y la religiosa se pisan al hablar cuando presumen de las buenas notas que sacan 'sus' niñas en la escuela. Confían en que el día de mañana volverán a Charbujha Shahid como ejemplo para otras a quien poder sacar del pantanal, convirtiéndose en inspiración de quienes hoy ni siquiera conocen la esperanza.