Jobar, después del horror químico

Uno de los barrios atacados el 21 de agosto con gases tóxicos ofrece una visión fantasmal: las casas están intactas, pero sus moradores se han evaporado

Mariela Rubio
Jobar, El País
La mesa está dispuesta para el almuerzo. Los cubiertos, perfectamente alineados al lado de los siete platos. El mantel, de un blanco impoluto. Pero el agua putrefacta de la jarra y las bandejas de fruta plagadas de moscas hacen pensar que la familia que hasta hace poco vivía en esta casa del barrio de Jobar, a sólo ocho kilómetros del centro de Damasco, tuvo que huir con lo puesto cuando se disponía a comer. Si es que tuvo ocasión de hacerlo.


El ataque químico del pasado 21 de agosto debió sorprender a sus ocupantes en mitad de los preparativos de una boda, porque dejaron un vestido de novia cuidadosamente extendido sobre una cama con la etiqueta aún prendida de uno de sus relucientes volantes cuajados de pedrería.

Como esta casa hay muchas otras colindantes con las puertas abiertas de par en par. La visión produce escalofríos. Sus moradores parecen haberse desvanecido, sin más.

Este barrio es el más próximo al centro de Damasco de cuantos conforman el distrito de Ghuta, al este de la capital, donde supuestamente murieron 1.400 personas bajo los efectos de los gases tóxicos.

El frente está a menos de dos kilómetros y toda el área que se extiende tras cruzar el puente de Jobar está considerada por el régimen como zona de combate. Probablemente por eso las viviendas no han sido saqueadas, como en muchas otras zonas abandonadas por sus pobladores. “Los criminales tienen miedo a venir porque podrían resultar heridos o ser detenidos por los soldados y todo el mundo sabe en Damasco que Jobar es un infierno”, dice el conductor que nos lleva al puesto de mando del Ejército sirio.

Y verdaderamente lo es. La bandera Siria que corona el puente y bajo el cual se encuentra el improvisado cuartel está hecha jirones y el sonido del intercambio de disparos que llega desde primera línea es ensordecedor, aunque el joven soldado que nos da la bienvenida con un fuerte apretón con la mano que le queda libre —con la otra sujeta su fusil— no se inmuta. O quizá si. Porque ni por un segundo aparta el dedo del gatillo.

El puesto de mando se reduce a un módulo prefabricado con unos cuantos sillones desvencijados rodeando una mesa baja de plástico y un retrato de Bachar el Asad apoyado sobre un viejo radio cassette. Una reliquia japonesa de los ochenta.

Es fácil llevarse una impresión equivocada en un primer vistazo, pero bastan unos pocos minutos en el interior para darse cuenta que todo lo que ocurre en Jobar es permanentemente monitorizado desde este lugar mediante las contantes comunicaciones que se mantienen con el frente. “Si quisiéramos tomar Jobar al completo, podríamos hacerlo en tres días, pero no quiero perder más soldados de los estrictamente necesarios”. Así responde Abu Habib, el comandante de la unidad del Ejército sirio que combate en Jobar desde hace meses.

Aunque casi todo el barrio esta ahora en manos del régimen, los insurgentes conservan aún algunas posiciones. Adentrándose por sus calles se encuentra la antigua barricada ahora calcinada y cosida a disparos que separaba a las fuerzas rebeldes de las gubernamentales. Pero tras el ataque químico los soldados de Asad han avanzado y los combates han dejado un paisaje fantasmal de edificios asolados y ennegrecidos, entre los que se cuelan las balas de los francotiradores. “¿Es o no es el infierno?”, dice el conductor que nos acompaña, ahora a pie, hasta el límite de línea de combate. Las ametralladoras del Ejército no dejan de disparar.

De vuelta al puesto de mando resulta imposible conseguir el nombre de la unidad que ocupa esta posición de vanguardia y tampoco el número de efectivos que la componen. “Esto es la guerra, querida”, responde un militar con una espesa barba cana mientras intercambia miradas cómplices con sus compañeros. Son cinco oficiales, además de su comandante Abu Habib. Todos alrededor de la mesa en la que un soldado, quizá demasiado veterano para estar en primera línea, nos sirve un café. Aunque sólo uno de los oficiales ha pisado hoy el frente: el que lleva las botas puestas. El resto calza cómodas sandalias. Aunque todos aseguran que estaban aquí el pasado 21 de agosto.

“¿Qué pasó aquel día?”, les pregunto. Se pelean entre sí por contestar. “¡Fueron ellos, los rebeldes!”, gritan por encima del estruendo de los combates. “¿Cómo íbamos a hacernos eso a nosotros mismos? Aquí luchamos a cinco metros del enemigo”, dice el comandante, mientras dibuja en su cuaderno un esquema para ilustrarnos. “A veces, escuchamos las voces de los rebeldes al otro lado de la pared en un mismo edificio”.

Auque EE UU asegura que Damasco distribuyó máscaras entre sus soldados antes de lanzar el gas, Abu Habib lo niega tajante: “Perdí 40 muchachos en el ataque. No estábamos preparados, créame”.

“¿Y por qué los rebeldes querrían hacerse eso a sí mismos?”, le preguntamos. Saca de nuevo su cuaderno y, mientras dibuja la carretera que lleva al frente, afirma: “Nosotros no somos como ellos. Aquí hay una cadena de mando, no podemos replegarnos sin más”.

Sobre la carretera dibuja una flecha en dirección a la plaza Abasiyin (de los Abasíes), que marca el fin de Jobar y la entrada al corazón de Damasco. “Mire qué cerca estamos, si nos moviéramos de aquí, los rebeldes tendrían vía libre para llegar al centro”. Aunque, desde que se produjo el ataque en Jobar, los únicos que se han tenido que replegar son los rebeldes.

Un rebelde sirio durante un enfrentamiento con tropas de El Asad en Alepo. / muzaffar salman (reuters)

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